miércoles, 31 de marzo de 2010






20



Demoró un buen rato en calmarse. Ana había permanecido a su lado, en silencio, abrazándola, consolándola, conmovida hasta los huesos por la desgarradora reacción de Mary y por el descubrimiento de que había desarrollado hacia ella un sentimiento de hermana mayor. Ahora la podía imaginar claramente esperando esas cartas con una ansiedad que ella nunca experimentó, y admiró el temple de su amiga. No alcanzaba aún a entender cabalmente qué significaban para Mary, pero tenía delante de sus ojos la consecuencia de la ilusión rota. En ese momento, hasta le perdonaba como un pecado venial que las frases codificadas que le mechaba en sus monólogos y presentaciones no tuvieran sólo la intención de juguetear, como había creído desde un principio. Mary alimentaba una relación profunda, extraña y única sirviéndose de ella como mensajera, como intermediaria supuestamente inocente. La había usado, sí, pero no le había hecho daño y había sido por un sueño maravilloso, impulsada por una fantasía indoblegable. Trataba de encontrar una manera satisfactoria para ambas de solucionar aquella situación, pero no se le ocurría ninguna.
De pronto Mary se levantó de la cama, entro al baño y cerró la puerta. Ana pensó que debería irse en ese momento, pero no quería hacerlo. Se tendió en el lecho, escuchó cómo Mary se sonaba la nariz y luego oyó el agua corriendo en el lavabo. Después de algunos minutos Mary regresó al dormitorio. Las huellas del llanto eran aún perceptibles en su rostro. Miró a su amiga, se pasó las manos por la cara y se acostó a su lado. Estaban ambas boca arriba, sin tocarse. Mary habló primero.
—Disculpame. No debí insultarte así. Realmente, no pienso lo que dije; sólo… quise herirte.
—Sí, lo entiendo.
—No estoy segura de que lo entiendas, pero necesito que me disculpes. Fui grosera, e injusta.
—Te disculpo la grosería y, ya que estamos, también el zamarreo. Pero, ¿por qué injusta? —preguntó Ana.
—Porque, en realidad, yo te usé; fuiste mi señuelo.
Ana permaneció pensativa durante algunos instantes.
—Y vos fuiste mi curiosidad, mi imaginación y mi creatividad. Yo usé tu letra y vos mi imagen. Estamos a mano —propuso, ecuánime.
Se quedaron las dos mirando el techo. Afuera el sol comenzaba a declinar.
—Sí —admitió Mary rompiendo el silencio, con un tono que ya no era compungido sino totalmente calmo—, pero vos te lo fifaste.
Ana intentó reprimir una carcajada, pero el aire se le escapaba entre los labios apretados. Se tapó la boca con la mano, pero fue igualmente inútil. Su risa ahogada, entrecortada, rompió definitivamente el hielo. Casi sonriendo, Mary se apoyó en un codo incorporándose a medias y la miró fingiendo incredulidad y asombro.
—Reíte, no más; pero es cierto. Te lo fifaste.
Ana rió entonces de buena gana. Su cuerpo se sacudía de arriba hasta abajo, liberando toda la tensión que había acumulado.
—¡Aaahhh…! —exclamó—. ¡Fifaste! ¡Cuánto hacía que no escuchaba esa palabra!
Se sentó en la cama de espaldas a Mary, y con las manos secó las lágrimas que le había arrancado la risa.
—Sí, es cierto, aunque yo no usaría esa palabra—. Se volvió para mirar por un segundo a Mary y agregó-: Y hoy me di cuenta de que vos empezaste a amarlo antes que yo. Mientras para mí era todavía un loco, un desquiciado que se le daba por escribir cartas, vos ya estabas viendo su alma.
—Yo no lo amo a él; ahora lo tengo absolutamente claro. Amo lo que escribe, lo que provoca en mí con sus letras —señaló Mary yendo hasta el escritorio. Abrió un cajón, sacó una carpeta y la lanzó sobre la cama. Ana la tomó lentamente y leyó la etiqueta: “Salvaletras”.
—Mary —empezó a decir Ana con gravedad—, tengo que confesarte algo…
—Qué —preguntó Mary calmamente.
—Hay más…
—Bueno, dale, decime todo, ¿total? ¿Qué más pasó?
—No, no entendés —decía Ana con la carpeta en la mano—. Hay más…
Mary se puso rígida, retrocedió un paso y se sentó a medias sobre el escritorio, las manos apoyadas a los lados.
—¿Más… cartas? ¿Hay más… cartas? ¿Es eso lo que querés decir? —preguntó con impaciencia.
Mary vio cómo Ana asentía con la cabeza, ocultándole la mirada.
—No puede ser; no es posible —decía Mary caminando de un lado al otro del dormitorio—. ¡Hay más cartas! ¡Todo este tiempo… hubo más cartas!
Ana se incorporó bruscamente dejando la carpeta sobre la cama e interceptó a su amiga. La tomo de los brazos y la obligó a mirarla.
—Mary, por favor, no empieces de nuevo —rogaba—. Tenés que entender que yo no sabía nada, no lo sabía. Mary, Mary: ¡no lo sabía! —exclamó, conmovedoramente, y la abrazó con fuerza.
Al cabo de unos segundos Mary correspondió el abrazo.
-Sí, tenés razón, claro —aceptó, al tiempo que comenzaba a sonar el teléfono. Dejó que se activara el contestador, y escuchó la voz de su padre.
—Hola. ¡Mary! ¿Estás viniendo o te dormiste? Son las seis y cuarto y estoy en el bar. Te espero otro ratito. Besos.
—¡Carajo! ¡Me había olvidado! —exclamó soltándose del abrazo de Ana—. Tengo que ir. No lo puedo dejar plantado. Pero vos no te vayas. Arreglo esto en quince minutos, vuelvo y seguimos conversando. ¿Ta?
—Si tenés un compromiso…
—¡No! Te lo pido por favor. Había quedado en encontrarme con mi padre, es todo. Pero no podemos dejar esto así, y menos después de lo que me acabás de decir.
—Bueno, te espero. OK.
En cinco minutos Mary estuvo vestida y con las llaves en la mano. Antes de salir sacó la botella de vino blanco del refrigerador, sirvió una copa y se la puso entre las manos a Ana.
—Queda otro poco en la botella —dijo, apresurada—. Enseguida vuelvo.


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