domingo, 25 de abril de 2010






27



El automóvil de Ana ya rodaba por la carretera rumbo a la ciudad cuando Carloncho entró en la casita de cuentos. El estaba de pie, junto a la ventana donde Mary lo había visto, y lo miró entrar.
—Querido amigo —dijo Carloncho desde la puerta—: no tenés uno, sino dos problemas. Vení, vamos a la piscina que hace un calor bárbaro.

Ana y Mary casi no hablaron durante el regreso, y se despidieron con un beso.
—¿Qué hicimos? —preguntó Mary antes de salir del auto.
Ana esperaba algo así de su amiga. Le había llamado la atención que no hubiese leído en el trayecto de regreso, su actitud al límite de la hosquedad, aunque como la conocía bien concluyó que sólo estaba concentrada en sus pensamientos. Pero, ¿cuáles? Ahora lo sabía, en parte. No pretendía realmente una respuesta.
—No te preocupes. Es temprano, la tarde está hermosa, sos joven y bella, la vida te sonríe. Carpe diem.
—¿Y uso Colgate?
—No seas mala, hermanita. Dijimos que nos vamos a ayudar…
Mary bajó del coche, cerró suavemente la puerta y se inclinó para mirar a su amiga por la ventanilla. Sostenía las cartas con los brazos cruzados sobre su vientre.
—Espero estar haciendo eso. Te lo juro. Pero me parece que esto se está yendo al carajo—. Hizo una pausa y agregó—: Cualquier cosa, llamame.




Llegó exhausto a su casa. Encendió el ventilador y abrió la ventana a los ruidos. Se quitó la ropa. Se sentó desnudo delante del teléfono y fumó varios cigarrillos, con los brazos apoyados sobre sus muslos. El pene y los testículos colgaban delante del asiento. Los miró, entre sus brazos y sus piernas, como tal vez hubiese mirado a los hijos que nunca tuvo. Le parecieron agradables, familiares, confiables. De cierta forma, los admiraba, y ciertamente no los culpaba de nada. Tomó el teléfono.
—Hola. Soy yo.
—¿Llegaste bien? —preguntó Carloncho.
—Quiero la opción dos.
Carloncho guardó silencio durante algunos segundos. Las hojas del gomero filtraban los rayos del sol que rebotaban en el agua de la piscina y le daban a su cara un aspecto extraño, irreal.
—¿Estás seguro? ¿No querés pensarlo unos días?
—No, está bien. Pero limpiá todo. No dejes ni una sola huella. Dame una semana. Yo te aviso.
Colgó el teléfono, encendió la radio y se sirvió una copa. Sabía quién era la segunda mujer gracias a las habilidades de su amigo con las computadoras, pero ignoraba por qué había leído sus cartas. No le preocupaba en exceso. Simplemente sentía curiosidad. De todas formas, ya no importaba demasiado y, en realidad, conocer su existencia lo tranquilizaba. Sabía que había sido absurdo suponer que el juego se desarrollaría exclusivamente según sus reglas. Quizás ella hubiese entendido que él no estaba jugando. Tal vez.
Miró a su alrededor y mentalmente empezó a hacer una lista de las poquísimas cosas que realmente le interesaba llevarse.

Mary decidió seguir el consejo de su amiga. Se cambió de ropa, se puso una malla de baño y se fue a la playa con las cartas en la mano. Leyó hasta que cayó el sol.

From: ccoxamoon@paterson.com.hk
Estuvo plomizo y con viento, lluvia durante casi dos días enteros. Medias, calzoncillos, un par de pantalones y una camiseta están ahí, colgados todavía del alambre, tan lavados, llovidos y reaguados que ya no se deben acordar ni de quién son. Ahora, hace diez minutos, arriba, muy arriba, apareció un resplandor de sol y aquí y allá retazos azules que dicen: “No hay problema. Siempre estamos acá”. Por la forma de cantar de los pájaros que hospeda en forma permanente el tangerino que cubre mi ventana con ramas que acarician el suelo sospeché que el viento estaba amainando. Me asomé a la ventana, corrí las cortinas y comprobé que mi sospecha era correcta. El viento se fue para arriba. Ahora aumentará la temperatura y el agua que corría por los cordones de las veredas, que goteaba por el tangerino de una hoja a la otra, engordando y dividiéndose según los caprichos de las invisibles planicies o pendientes de cada hoja, se transformará en sofocante humedad, en gotas muchísimo más chicas, tan chicas que podrán ascender en lugar de caer, y así es como se meterán en los estantes de la ropa, en los zapatos, detrás de los tapices y en las cuevas de los ratones, se mezclarán con las ondas de estaciones de radio y televisión, colonizarán los pulmones de los asmáticos y harán cosquillear la superficie del río, adheridas a los fierros de los ómnibus viajaran por toda la ciudad comiéndolos lentamente hasta el tuétano, abandonarán los verdes y perseguirán los grises y los negros y los blancos en cardúmenes invisibles hasta que el sol, si el tiempo le alcanza antes de ocultarse, las extinga en masa, ya moléculas de hidrógeno y oxígeno desencadenadas para siempre. Y vi por la ventana que apenas cesada la lluvia las abejas trabajaban afanosamente en, sobre, dentro, por, tras el tangerino.
—Hoy no volverá a llover, —me dije sin pensarlo, quizás liberando desde mi adn un átomo de memoria allí impreso por el vigor étnico de alguno de mis antepasados vascos, campesinos de los valles gypuzcoanos.
Sí pensé en que las abejas saben lo que hacen desde hace milenios, tal vez millones de años. Saben, por ejemplo, cuándo en serio paró de llover. Y viéndolas libar y volar también pensé que la miel de hace milenios nada tendría que ver con esta de ahora. Imaginé a una abeja vieja, de lentes y con bastón, sentada a la entrada de la colmena junto a otras de su edad y condición, observando el frenético ajetreo de las jóvenes que intentan recuperar en la brevedad que falta para que se ponga el sol las horas de producción perdidas por la lluvia cerrada y el viento arremolinado, y diciendo:
—Ts, ts, ts; el polen de hoy ya no es como el de antes —mientras hacía correr en la rueda el mate de propóleos.
Los gases, los escapes de los automóviles, los detergentes evaporados al sol, los spray limpiavidrios, limpiamuebles, limpiatodo, matamoscas, liquidacucarachas, disimulacacas, los rayos ultravioletas que ya no filtra la agujereada capa de ozono, las toneladas de toneladas de basura microscópica que levantan y trasladan estos vientos primaverales desde los suburbios donde se aplastan en capas superpuestas desechos, detritus, escorias, putrefacciones y pobres, todo eso se deposita sobre las delicadas florcillas, todavía casi botones, del tangerino, entre los pétalos de las alocadas florcitas amarillas que se entreveran con cualquier hierba, dentro de la provocadora rosa blanca y roja que cada octubre nace y muere solitaria ante mi puerta sin que me atreva a cortarla. Algo de todo eso va a parar a la miel. Ya pasó un rato. La superficie de esta microparte del planeta empieza a secarse. El sol pega apenas sobre los pisos altos de los edificios feos y la espigada araucaria del vecino de la izquierda le dice a la retacona higuera de el del fondo que de allá, del oeste, viene limpiando. Entre dos sorbos al matepoleo, una de las abejas viejas rompe el silencio justo antes del crepúsculo.
—Sí, pero tampoco quedan osos.

From: Jacquespot@fahosts.ca
Soy hermoso. Sentado aquí, apenas alcanzado por la luz de mi arañalámpara, mis manos extendidas hacia el teclado, sudando un calor irracional, injustificado, abrasado desde adentro. Todos mis órganos internos son bellos y funcionan sin yo saberlo, automáticos, ordenados, trabajadores ejemplares del sector servicios. Mis ojos ven porque penetran, mi piel bronceada brilla, suaves vellos rubios y negros, mi lengua es húmeda, correcta, amnésica como mi nariz y mis oídos.
(¿Por qué le dije a una bailarina nacida en Senegal que quería llevarme a su calle, a su casa, a su cama: “Soy hombre de un solo sentido: mi cuerpo es una malformación de mis ojos”? Otra noche de debilidad, supongo).
Dicen que no hay que mezclar los antidepresivos con el alcohol, pero no me doy cuenta por qué. A mí esa mezcla me sienta de maravilla. ¿Que acorta la vida? Mmmhhh... ¿Tanto como el tránsito? ¿Más que la energía nuclear? ¿Igual que la pobreza? ¿Cuánta plusvalía dejaré de producir? ¿Están los letales contadores nerviosos? ¿El ganado no debe morir antes de tiempo? ¿Es más peligroso que la Policía? ¿Que los ejércitos? Esa mezcla, diga, doctor: ¿mata más rápido que el aburrimiento? ¿Produce vaciamiento mental como las papas fritas embutidas en el esófago delante de una tele? ¿Será más dañino que el sexismo? ¿Más de temer que El Dios? ¿Más mortal que la arrogancia de un ama de casa saliendo de la peluquería? ¿Trucidante como la mediocridad con o sin teléfono celular? ¿Aniquila como el miedo a la libertad? ¿Será, señor, que hace crepar más que la desimaginación? ¿Hará fraguar mi caudal sanguíneo antes que la soledad? ¿Me llevará al campodiablo más rápido que este viento del alma con el que nací?
Ahh, bueno, usted hablaba de otra cosa.
De eso no me interesa hablar.

From: farlowhurt@wikipedia.org
Los yoes conversan en la noche del domingo
—Che, ¿sabés que estás medio loco?
—No es locura. Es libertad.
—Pero estás causando dolor.
—No es dolor. Es miedo.
—¿Y cuál es la diferencia?
—No sé bien, pero me parece que se siente dolor por algo que se sabe qué es, y miedo de lo que no se sabe cómo es. Por ejemplo, me duele que me digan que no me quieren, o que no me quieren más, pero tengo miedo de que me dejen de querer. Me duele la verdad, y tengo miedo de la mentira. El dolor se materializa alrededor de un hecho, lo recubre como una espuma, como un jugo sanador. El miedo nace con una expectativa. Siento miedo cuando un milico me corre con un palo en la mano, pero no porque me corre, sino porque me puede alcanzar, y si me alcanza, entonces se acaba el miedo y empieza el dolor.
—¡Pah!, sí, ta'barbaro lo tuyo; flor de filosofía. Pero, ¿vos qué hacés cuando tenés miedo?
—Me protejo.
—Sí, pero, ¿qué hacés cuando tenés miedo de que te dejen de querer?
—Ahh, ahí, sufro.
—¿Y cuál es la diferencia entre sufrir y sentir dolor?
—Bueno, pará, tengo que pensar un poco... Esteee... De repente la diferencia es que el sufrimiento tiene adrenalina, es activo. Es como por afuera, una parte fuerte de la vida. En cambio el dolor es por adentro, es como una espina clavada en algún lugar del adentro que no te la podés sacar. Es pasivo, amargo...
—...bueno, sí, ta, ta, cortála porque no te soporto... lo que te digo es que estás jodiendo gente.
—No, pará, esa sí que no te la llevo. No estoy jodiendo a nadie. Yo lo que estoy haciendo es viviendo, y viviendo sin mentir no se puede joder a nadie.
—Ja,ja,ja... no me hagas reír; esa no te la creés ni vos mismo. Desde cuándo la verdad... digo... ¿desde cuándo la verdad ayudó a alguien? Seguís con tus delirios de ayer. Los mismos que nunca dieron resultado. El mundo cambió, baby. Es tiempo de que vos también cambies. O cambiás o desaparecés.
—Cambiar algunas cosas es igual a desaparecer. Quiero cambiar otras cosas. Las que me hacen aparecer, las que harían que otros apareciesen. Prefiero morir a desaparecer. Y si voy a morir, prefiero morir matando. Sí, como antes. Como mañana. ¡Gil!
—Claro, es fácil lo tuyo. Arrancás para la violencia cuando te las ves difíciles. Pero lo bravo es convivir con el mundo, quedarse aquí, hacer que de lo mejor se haga lo posible. Ehh...?
—No estoy todavía en este mundo para hacer lo posible. No es mi tarea. Lo mío es hacer lo imposible. ¿O creés que me habría quedado por banalidades? ¿Habría sobrevivido para dejar que me enterraran en tiques de supermercado? Tu problema es que vivís sólo en la coyuntura. Casa, auto, mujer, hijos, buena apariencia, sonrisa en la mañana cuando llegás a la oficina, sexo seguro en los moteles con espejos, charlas de fútbol o política a mediodía mientras comés una ensalada, tarjeta de crédito, ducha en la noche, guardias en la puerta, zanahorias en la frente. Tus grandes proyectos... puajjj... andá a darle de comer a los perros. Yo estoy aquí para sostener una bandera, mientras pueda. Después no me importa... habrá otros, o no habrá.
—Bien, loco; sos un héroe. Me encanta lo tuyo. Quedate ahí encerrado, protestando, jugando juegos viejos y, lo peor, solo. Mientras tanto nosotros hacemos que el mundo funcione, el mundo, ese mismo que te da de comer.
—No preciso que tu mundo me dé de comer. No preciso comer. Preciso robar, ir hasta donde está el margen y ahí sólo preciso ser. Ahí es donde nos podremos ver frente a frente. Ahí es donde se juega la partida. Soy de ahí y ahí permaneceré. Me lavo la ropa y me cocino. Soy el arma y vos sos el objetivo. Y ya me cansé. Tengo otras cosas que hacer, como falsificar moneda y seducir mujeres casadas e insatisfechas. Como la tuya. Chau.
—Bueno, chau.
—Nos vemos mañana.
—Tamos.

From: bvortizcal@katanga.com
El sol se movió. Corrí la palmera. Estuviste durmiendo un rato y ahora seguís perdida en tus adentros ciegos y blancos. Te mojé los labios con un jugo dulce y ácido, frío. Tu lengua apareció un momento en la luz y se lamió a sí misma, despacio, como el agua transparente que se explaya sobre la arena al fin de la embestida, allí no más, muy cerca de tus pies estirados, olvidados, solos, casi manos. Sé que esperás otro cuento, otra magia, y disfruto tu expectativa sin tiempo, infinita, confiada. Sé que me escuchás moviéndome despacio cerca tuyo, en otro mundo, afuera, en la intemperie. Me siento de nuevo en la arena y te miro recortada contra las rocas, aquel telón lejano. Sé que más tarde podría tocarte. Afuera, la intemperie.

Mary levantó la vista y dio una rápida mirada a su alrededor. Quedaba poca gente en la playa. Temía chocar con una mirada concreta que imaginaba a la vez inquisitiva y desesperanzada, pero también sabía que nunca ocurriría. Y estaba bien así. Cerró los ojos un instante para sentirse tocada, acariciada por la tibieza crepuscular del sol. Luego se puso una camiseta de algodón y leyó un poco más.

From: lowerambler@babushka.ru
Pepe se cayó de la higuera cuando tenía dos años. Nadie supo cómo pudo treparse hasta aquella rama, a sólo tres brazos del suelo, pero brazos de grande.
Se cayó de cabeza, justo con la mollera para abajo.
Fue un escándalo en el barrio. Decenas de alpargatas y chancletas corrieron levantando el polvo de las callejas, entre las casitas frías en invierno y calientes en verano.
No era para menos. Pepe era “el” nieto de la abuela Josefa, decana del caserío, matrona, agnóstica, consejera espiritual de todas las mujeres en diez kilómetros a la redonda y respetada por el cien por cien de los hombres de esas mujeres.
El accidente no fue fatal, pero sí un designio. Pepe nunca volvió a ser el mismo, porque la madre de Pepe cambió tanto que se fugó con un zafrero, y porque la abuela Josefa decidió que no se iba a morir mientras Pepe viviera. Ya de grande me pregunté muchas veces cómo hubiesen sido aquellos años si Pepe no se hubiese caído de la higuera, y siempre concluí que no lo sabía, pero que así como fueron estaba bien.
La abuela tenía una contestación para cada pregunta y un refrán para cada ambigüedad. El que más recuerdo –quizás porque fue el que me resultó más útil- es aquel de que “Entre cuatro paredes, nada está prohibido”. Pero también decía que “La paloma come de lo ajeno” cuando alguien se esforzaba por parecer bueno, o “Si no es fregar, no hay trabajo en que no se fume”, cuando los hombres usaban el sueldo como argumento de poder.
Ella fue envejeciendo mientras Pepe crecía. Su manto protector lo cubrió siempre, cada día, cada segundo. A pesar de que Pepe ya tenía unos 30 años cuando todavía peleaba con los botijas del barrio por una pelota, un envase o una bicicleta. Todo el mundo sabía cómo tratar a Pepe, que a veces se ponía difícil y puteaba en su jeringoso de caído de la higuera. En los días eléctricos peleaba a cualquiera, a dios y al diablo, por un sí o un no. Y aún entonces entraba puteando a cualquier casa, a cualquier hora, y lo más que recibía era un regaño tipo: “¡Pepe! ¡Pará un poco que no se escucha la tele!”. Pero habitualmente era un tipo divertido, alegre, y a su manera, servicial. Porque él había resuelto que era técnico electrónico y para eso transformó su habitación de la casa de la abuela Josefa en “el taller”.
Siempre andaba buscando cosas para arreglar. Sus “cosas” preferidas eran las radios.
—¡Aquí está su especialista en radios! —decía cuando andaba de humor para hacerse publicidad.
Tenía varias, siempre encendidas, el dial clavado en la estación del SODRE que pasaba música clásica. Cuando alguien le preguntó si nunca apagaba las radios él contestó:
—Las apagan siempre del otro lado.
El barrio entero juntaba radios inservibles para dárselas a Pepe, que las llevaba a su taller con la promesa de arreglarlas en un par de días. Después la cosa se le complicaba, porque él las desarmaba, las destripaba, las descuartizaba. Cuando a los dos meses se le preguntaba por la radio Pepe decía:
—Ah, creo que no tiene arreglo. Voy a tratar, pero no te doy garantía.
Pero Pepe tenía un talento, una habilidad que todos subestimábamos y que hoy, me digo, desperdiciamos. Lo hacíamos sobre todo en los días de lluvia, mientras la abuela Josefa supervisaba las tertulias de mate y tortas fritas de a dos o tres sartenes bajo su alero atestado de niños y jóvenes de todas las edades y desgracias.
Subíamos el volumen de las radios hasta que casi tapaba el de la lluvia cayendo sobre las chapas de zinc, y cuando empezaba una melodía preguntábamos:
—¿Y ésta, Pepe? ¿Cómo se llama ésta?
Pepe demoraba dos, cinco o diez segundos, nunca más que eso, y contestaba.
—El lago de los cisnes de chaicosqui—; o —La cuarta sinfonía de betoben—; o —Sesteto de cuerdas en do mayor de estrijer von plan.
La gracia era que cuando la pieza terminaba, el o la locutora decían lo que “se había escuchado”. Pepe nunca, nunca jamás se equivocó.
Pepe se murió un mal día de alguna cosa sorpresiva. Tenía 59 años y aparecía en las fotos de familia de todo el barrio que tenía fotos de familia. Igual que la abuela Josefa, que se murió dos meses después, apenas unos días antes de cumplir los cien años.




sábado, 17 de abril de 2010





26



Las dos mujeres se sentaron junto a una mesa de madera noble, de tapa gruesa hecha con una sola rebanada de árbol, cortada de un tajo, recto. Ana y Mary guardaron silencio durante varios minutos; contemplaban el armónico entorno que las rodeaba. Algo inmaterial se desprendía de esos jardines. Entraba por los ojos, la nariz y los oídos, se adhería progresivamente a la piel dispensando la misma sensación de alivio, levedad y absoluta distensión que la morfina luego de una jornada de combate cuerpo a cuerpo. Ambas aprovecharon la calma para retomar el aliento y el hilo de sus propósitos, hasta que Ana rompió el silencio.
—Es un paraíso —dijo con voz sedada—. Parece tan… natural.
—Pero no lo es.
La voz, masculina, venía desde la puerta ventana que comunicaba la casa y la terraza, ubicada detrás de las visitantes. Ambas se sobresaltaron, volviéndose al unísono en esa dirección. No lo habían escuchado aproximarse y en el primer momento tampoco lo reconocieron. Ese hombre impecablemente vestido de sport, con una camisa de fino algodón color habano y pantalones de lino crudo sin una sola arruga, mocasines blancos, recién bañado, afeitado y sutilmente perfumado con una fragancia seca y acogedora, era el mismo que unos minutos antes las había llevado hasta allí, el gaucho a caballo que alguna varita mágica de un hada todopoderosa había transformado en un dandy bronceado, informal pero elegante, seguro de sí mismo.
—Les pido disculpas por no haberme identificado antes, pero recibo muy poca gente. Mi señora y yo cuidamos mucho nuestra intimidad. Ustedes comprenden, ¿no?
—¿Usted es…? —empezó a preguntar Ana sin poder terminar la frase.
—Sí, soy la persona que usted busca.
—¿El… hacker? Digo, perdón, ¿Don Carlos?
—El mismísimo demonio binario en persona —bromeó, haciendo una aparatosa reverencia.
El hombre sonreía mientras sacaba un habano del bolsillo de su camisa, le hacía un agujerito en la parte posterior con un objeto dorado y puntiagudo y lo encendía con rápidas pitadas. Una mujer joven y pequeña salió de la casa con una bandeja plateada en las manos y la dejó sobre la mesa. Tres vasos, una gran jarra con limonada fresca y un cenicero de piedra gris.
—Ella es mi señora. Estos jardines nacieron de sus manos. No sé por qué, pero las plantas le hacen caso. ¿Quieren limonada? —y sin esperar la respuesta comenzó a llenar los altos vasos.
Mary estaba disfrutando la situación con regocijado asombro. Ahora el hombre le parecía tan confiable como exótico, y trataba de percibir qué hacía posible que ambas características no resultaran contradictorias en él, mientras sí lo serían en cualquier otra persona. Ana le había dado pocos datos, y a ella no le había interesado saber con más precisión a quién iban a ver. Se preguntaba de dónde habría sacado a esa jovencita aindiada, a la que imaginaba secreteando con las enredaderas, dejándose atrapar el largo cabello negro por las hojas invasoras de los helechos, moviéndose entre los rosales y los jazmines sin producir el más leve sonido, o, a lo sumo, el de una casi imperceptible brisa de verano, lenta y cálida. De pronto vio que el hombre estaba mirando discretamente las hojas que estaban frente a ella, sobre la mesa, y tuvo un movimiento reflejo de cubrirlas con sus brazos, como si debiera ocultarlas.
—Bien, señoritas: ¿con cuál de ustedes hablé telefónicamente?
—Con ella —se apresuró a aclarar Mary señalando a su amiga.
—Le pido disculpas —empezó Ana tratando de sacudirse el estupor—, es que la situación fue algo insólita, quiero decir, inesperada, y… Mi nombre es Ana —dijo extendiéndole la mano con torpeza—, y ella es mi amiga Mary. Voy a ir directo al grano porque usted debe ser una persona ocupada y no quiero robarle tiempo.
—¡Oh, no, no! ¡Qué horrible idea! —exclamó Carloncho riendo—. No soy precisamente un desocupado, pero mucho menos alguien ocupado en el sentido en que usted lo imagina. Formo parte del pequeño grupo de bacanes verdaderos, los amos de su propio tiempo. Y le aseguro que no lo comparto con quien no deseo hacerlo. La libertad, señorita, Ana, eso es lo que me ocupa y me desocupa. Tómese el tiempo necesario para ser amena.
Ana no lograba interpretar claramente la actitud del hombre que tenía enfrente, no sabía si la estaba animando o tratándola como a una imbécil, pero decidió que no era el momento de dudar, así que le fue relatando la historia del corresponsal anónimo ahorrando intimidades, vicisitudes, traiciones, engaños, pactos y coitos, de tal manera que, en síntesis, ella quería encontrar a este misterioso personaje para proponerle un trabajo en la televisión pues, en su opinión, podía ser un buen guionista.
—¿Usted está segura de que es un hombre?
—Absolutamente.
—Y este hombre le escribe cartas, ¿cartas de amor?
—No, no son de amor; son cosas, historias, cuentos, no sé cómo definirlas.
—Pedazos del alma… —dijo con algo de ironía el dueño de casa.
—Sí -terció Mary—, se parecen a eso.
—Este hombre le escribe esas cartas a usted, pero usted también las lee —inquirió Carloncho señalándolas alternativamente.
Ana y Mary se miraron brevemente sin saber qué responder.
—Ella es mi guionista —argumentó Ana, y agregó— y es como mi hermana.
—Ah, ya veo, claro. Y ustedes quieren que yo averigüe quién es a partir, digamos, de su identidad electrónica.
—Me dijeron que eso es posible, y que usted es una de las pocas personas que podría lograrlo.
—Quizás, quizás. Pero, señoritas, aquí tenemos un gran problema, y es que esta persona, obviamente, no quiere ser identificada, y si no utiliza su anonimato para algo que a usted le resulte indeseable, es muy probable que al descubrirla le estemos infligiendo una agresión extrema.
Mary percibió que su amiga se internaba en una encarnizada batalla argumental para convencer a su interlocutor, y sentía que estaba a punto de decirle que no fuera necia, que él tenía razón, y que abandonaran esa búsqueda que, de cierta forma, hasta le resultaba obscena. Pero sabía que no debía hacerlo. Quería salir de allí, regresar al auto y alejarse rápidamente. Miró hacia el jardín y vio un banco a la sombra de un sauce.
—Disculpen —dijo interrumpiendo a Ana—, esta conversación es más que nada entre ustedes.
—¿Le molesta si me siento allá? —preguntó señalando el banco junto al sauce.
—Siéntase como en su casa —respondió él, algo sorprendido.
Mientras Mary descendía lentamente la escalera de madera con las cartas en una mano, Carloncho clavó sus ojos en los de Ana. Su mirada sonreía con satisfacción, pero sin sorna.
-Señorita Ana: no estoy creyendo casi nada de lo que me cuenta, y en este momento no soy yo quien tiene algo que perder. Si llegó hasta acá es porque la alienta un sentimiento intenso, y no una oferta laboral. Si quiere que la ayude debe interesarme en su caso, debe ser absolutamente sincera conmigo. ¿Qué está pasando, exactamente?
Ana suspiró, vencida y aliviada.
—¿Exactamente? —dijo mirando a Mary que llegaba al banco y se sentaba.
—Bueno, acepto la exactitud que su pudor le permita, nada más, y nada menos. Prefiero que sigamos tratándonos de usted.
Mary vio que Ana se pasaba una mano por el cabello. Luego observó que detrás del jardín había una construcción baja, con ventanas pequeñas y una chimenea. Parecía una casita de cuentos infantiles. Se sintió relajada y fresca. La limonada le había quitado la sed, y decidió volver al planeta de las cartas.

From: sadlawatach@cwchildren.org
Son las 22.30. Mis vecinos fascistocomunistas del apartamento de arriba han recibido visitas. Tooooda una familia, con pibitos incluidos, tan discretos y sobrios como una banda de mandriles culo rojo.
(Putachita que los parió a los culo rojo; no sé cómo se puede ser tan simio... y ahora llegan más!!!)
Hoy les encajé a Led Zeppelin al mango, con función “incredible sound” y todo. Ahora los castigo con Charlie Parker, a quien, supongo, los mandriles de culo rojo no aprecian ni por las tapas.
No sé por qué desde hace dos días estoy tomando litros de jugo de naranja. Odio las naranjas, aunque el jugo me gusta un poco. Pero parece que no hubiese otra cosa para tomar, aparte de whisky, claro. Me debo estar reblandeciendo. Voy a pedir que me manden a una granja de reeducación de naranjólicos anónimos. No sé a quién se lo voy a pedir, supongo que al ministerio de Edulcoración y Kulkfiction.
Tienetengo ganas de contarte una historia, pero no sé cuál ni quién. Estoy en la hora de transición. Y este bochinche me jode que da miedo.
Miedo.
Bueno, miedo.

Un miedo. Buenos Aires nunca fue un buen lugar. Pero lo era menos en 1975, y lo sería muchísimo menos después. Esto es, para aquellos que veníamos huyendo de la guadaña desde hacía unos años, y para los propios Caínes y Abeles peronistas, entonces propietarios de un instinto asesino poco envidiable y aun menos comprensible para los ateos. La calle era peligrosa, el laburo lo era y en casa nunca se sabía, dependía de que las agendas de los amigos desaparecieran a tiempo en caso de emergencia. Yo vivía en Villa del Parque donde compartíamos un apartamento con otros adolescentes: Joaquín, el Pato, el Pata, Jorge y su hermano Pilo. Era El Sauce contra Joaquín y yo. El flaco -Joaquín- había sido adversario político de izquierda, aunque no lo había conocido personalmente en Montevideo. Esas diferencias quedaban borradas en el exilio, así que nos hicimos amigos por afinidades musicales, el gusto por las conversaciones filosóficas y el placer obsesivo del cine, todo el cine. Vimos juntos desde Easy Rider hasta Operación Dragón, con el genio inigualado de Bruce Lee. Y en música éramos igualmente eclécticos: escuchábamos tanto el heavy metal de Deep Purple como la fantasía melódica de Elton John, el rock jazzeado de Chicago, las cumbres altiplánicas de Inti-Illimani, los sintetizados Emerson, Lake and Palmer, los diabólicos Rolling -vimos juntos Gimmie Shelter-, el orgásmico Zeppelin, las novedades de Viglietti y Zitarrosa, el inseguible Jim Croupa, el trío de oro Cream, el absurdo Hendrix, el mago Mateo, la loca de Joplin o el sabio Dylan y el bíblico Genesis (con Peter incluido, aún). Pero teníamos un preferido, descubierto por el flaco, claro, que era la vanguardia en el tema. Sabía vida y obra de todos los músicos que le interesaban: a qué hora se acostaban, qué marca de instrumentos usaban, por qué no se lavaban los dientes, qué discos habían grabado y, además, entendía inglés. Era el guía perfecto. La frutilla era King Crimson, de quien idolatrábamos su Larks Tongues in Aspic, o algo que sonaba muy parecido a eso cuando Joaquín lo mencionaba. Decíamos que era el único grupo conocido que hacía “rock psicológico”, de la mano del perverso Robert Fripp (hay algo que huele muy mal en mi heladera; sólo deseo que no sea el hielo). Cuando poníamos ese disco -y también el mítico Led Zeppelin de 1971, pero que nosotros recién conocíamos, con Black Dog y Stairway to Heaven, entre otros- apagábamos todas las luces de la casa, cerrábamos todas las ventanas, poníamos el tocadiscos al mango total y nos acostábamos en la oscuridad, a esperar el viaje sin químicos ni destilados que invariablemente empezaba con los primeros acordes de aquellos monstruos zarpados y duraba hasta un buen rato después que había terminado el disco. Entonces salíamos a la calle porque no aguantábamos tanta adrenalina en las venas y no nos importaban nada las tres A ni los milicos ni la puta madre que los parió a todos juntos. Caminábamos y conversábamos y tirábamos patadas voladoras gritando iiiiiiuuuuuuuaaaaa, como Bruce Lee. Andábamos en esas una noche, bobeando en una parada de colectivos de Callao, ya tratando de volver al barrio, cuando seis o siete patrulleros de la asesina Policía Federal convergieron en esa esquina como si fueran caballos de carrera en una llegada pareja del Ramírez. Los pintas no habían terminado de frenar cuando el flaco y yo ya nos habíamos dicho con los ojos: “Separémonos. Suerte”.

Dos miedos. París. 1980. Andaba solo y con la piedad agotada. Todavía me asustaba cuando iba caminando por cualquier vereda y escuchaba detenerse a un automóvil detrás mío. Instintivamente miraba hacia atrás, para comprobar que nunca se trataba de un Ford Falcon verde -como el que tantas veces me había atormentado en sueños- del que saldrían varios tipos armados con escopetas Itaka, corriendo directamente hacia mí en cámara lenta, lenta, eterna, sino de cualquier inofensivo Renault, Peugeot, Citroen. Había decidido que el mundo carecía de sentido y de dirección, y también que sólo valía la pena vivir con un petardo en la cabeza y otro en el corazón. Vagabundeaba por la ciudad cuando hacía frío; vagabundeaba por la ciudad cuando hacía calor. Estaba siempre de vacaciones aparentes, cuando, en realidad, me sometía a un régimen de trabajo forzado. Buscaba constantemente mi excepcionalidad y la del Otro. Y la encontraba a cada paso. Por eso estaba siempre trabajando.
Un día, por ejemplo, me senté en un café de un espantoso barrio llamado Châtelet. Estaba en la primera fila de la vitrina que suelen tener los cafés parisinos, una costumbre estético-comercial aborigen que nació cuando la calle de la ciudad era un espectáculo y los voyeurs se encerraban en una jaula de vidrio para admirar impunemente, por unos pocos francos la hora, el living a cielo abierto donde la gente vivía sus vidas. Los tiempos habían cambiado, seguramente, porque cuando me senté en ese café de Châtelet no había ningún espectáculo para espiar. Pasaba el tiempo y el petardo mantenía su efecto, cuando de pronto vi que en la vereda de enfrente un extraño personaje se había detenido junto a una columna. Era un clochard. Sin duda era un clochard. Pero tenía unos guantes blancos, muy blancos, como los de Mickey Mouse. Se había parado allí y me miraba directamente a los ojos. Dudé. Observé alrededor, estaba solo. No cabía otra, pues: me miraba a mí. Liberé, por consiguiente, mi habitual protocolo de contacto a distancia y focalicé la figura en la vereda de enfrente prescindiendo de cualquier otro estímulo. El clochard se movió detrás de la columna hasta quedar completamente expuesto. Eramos dos seres solos en medio del zooilógico. Y de inmediato se instaló una duda compartida: ¿dónde están las rejas? ¿Cuál es el lado libre de la jaula? Esa tensión duró poco porque el clochard decidió más rápido que yo. Sus guantes inmaculados parecían dirigir el universo; formaron una inútil bocina alrededor de su boca. Estaba gritando, gritando a voz en cuello. Los guantes se movieron y la boca siguió agitándose. Hubo gestos. El hombre se movía siempre de lado, frente a mí. Agitaba los brazos y vociferaba. Estaba enviando un mensaje desesperadamente. París caminaba, rodaba, pasaba entre nosotros sin percibirnos. No me estaba llamando; simplemente me estaba dando un mensaje. Lo reiteró muchas veces. Sentía que no lo estaba recibiendo aunque sabía que sabía lo que estaba sucediendo. Lo repitió hasta que se quedó mudo. Una y mil veces. Me lo gritó. Me lo rogó. Me lo exigió. Pero yo estaba demasiado fascinado como para atreverme a romper el vidrio. Lo miré hasta que me dolieron los ojos, y entonces el clochard se cansó. Tomó su breve atado de nada y se fue. Para siempre.
Supuse que era un enviado de los plateados. Reflexioné al respecto. Pensé que había perdido la oportunidad de saber algo muy importante, y también que se me había enfriado el café. Decidí beberlo así, frío, porque era mi café.

Ya vacié el cenicero.
Ahora aflojó el viento, refrescó un poco. No cayó ni una gota.

Tres miedos. Mi amigo vivía en un edificio raro, en el extremo sur de París. Abajo había un hermoso jardín que era usado exclusivamente por los perros de los inquilinos que los llevaban allí de noche para que cagaran con intimidad. Ellos, los amos, no cagaban ahí. Lo hacían en otro lado.
Le habían regalado, a mi amigo, un auto viejo, sin patente, sin seguro, con muchas multas acumuladas. El valor de las deudas superaba ampliamente el del auto. Y él andaba en eso para aquí y para allá. Un día, a mediodía, nos juntamos varios en su casa. Hicimos de comer. Tomamos vino. ¿Era un viernes? La tarde se fue alargando. De pronto decidimos salir de París. Irnos. Lejos. A algún lado.
Subimos al auto al anochecer. Eramos seis. Tres adelante y tres atrás. Estaban Carmen Gloria, el Lechuga, el Chopi, una venezolana cuyo nombre no recuerdo, pero sí que andaba con mi amigo, y yo. Tomamos una ruta que los parisinos llaman “le periferique” porque circunvala toda la ciudad. Veíamos pasar los carteles: Zurich, Strasbourg, Marseille, Nantes, Pays Bas, Calais, etc, etc. En cada cartel discutíamos gritando si íbamos o no para ese lugar. Dimos varias vueltas alrededor de París sin poder decidirnos, hasta que de pronto vi uno que decía: Normandie.
—Tengo unos amigos que viven en Normandie —grité.
Se hizo un silencio aprobador, y el auto tomó la ruta hacia allá. Era otoño. Teníamos 400 kilómetros por delante. Era de noche y el auto no iba a más de 80 por hora ni tenía calefacción. Demoraríamos unas cinco o seis horas en llegar, así que decidimos parar en una estación de servicio y llamar por teléfono a mis amigos -Jorge y Anette- para avisarles que estaba yendo a visitarlos con cinco personas que no conocían y que llegaríamos de madrugada.
—Bárbaro. Los esperamos, —dijeron ellos y sus tres hijillos.
Mis amigos quemaban adentro del auto y a cada rato parábamos porque alguno tenía ganas de orinar, de beber, de estirar las piernas, de desentumecer el culo, en fin, de algo impostergable. La noche era cerrada. La ruta estaba casi desierta y empezábamos a aburrirnos. Entonces el Chopi, que era quien conducía, inventó un juego que nos mantuvo despiertos hasta Joulouville, que era donde vivían mis amigos. El juego era muy simple, pero nos mantuvo alerta durante horas: cada vez que venía un auto en el otro sentido Chopi preguntaba:
—¿Lo chocamos o no lo chocamos? —mientras hacía eses de un lado al otro del asfalto.
Nunca podíamos ponernos de acuerdo, entonces, a último momento, Chopi hacia funcionar el limpiaparabrisas que siempre decía NO NO NO NO NO NO…

Mary levantó un momento la vista de los papeles sintiendo que en su juventud no había vivido absolutamente nada parecido a lo que contaban las cartas. Don Carlos y Ana no estaban en la terraza, pero no se inquietó. Giró la cabeza 180 grados y miró hacia la casita de cuentos. Por un momento creyó percibir que una silueta la observaba desde una de las ventanas, pero cuando entrecerró los párpados para ver mejor ya no había nadie. Pensó que tal vez fuese la joven esposa de Don Carlos ocupándose de sus misteriosos asuntos, pero de pronto distinguió claramente la figura de un hombre que se paró ante la misma ventana y, desde el umbrío de la casa, miraba en su dirección. Se sintió incómoda, insegura, y levantándose del banco camino hacia la terraza, un territorio que le ofrecía más garantías. Estaba subiendo la escalera cuando su amiga y Don Carlos salían de la casa.
—Bueno, señorita Mary, ya nos pusimos de acuerdo —anunció Carloncho—, sólo necesito… esas cartas.
—¿Las cartas? —exclamó Mary moviendo instintivamente el brazo con las hojas hacia atrás.
—Eh…, bueno, no los textos sino los remitentes.
—Déme una dirección electrónica suya y yo se los envió esta tarde misma —propuso Ana.
—Bien, pero que quede claro: si lo encuentro, primero le preguntaré si quiere establecer contacto con ustedes, o sea, con usted —dijo mirando a Ana—. La decisión será de él.
—Está claro —asintió Ana.



miércoles, 14 de abril de 2010





25



Faltaba poco para que llegaran al punto en el cual el mapa les resultaría inútil. Mary pasaba las páginas.

From: wendyrea@aol.com
Una música ha cambiado completamente la casa. Las ventanas se deben abrir distinto; algunas se deben cerrar. La luz quiere ser más sola, y más lejos, como las sombras; las sillas merecen respeto y desde afuera, la brisa, entra con sigilo a este lugar sin muros ni puertas, sin fronteras. Afuera y adentro es el mismo techo. La luna atisba y especula y las estrellas ya no titilan para no perderse ni una nota.
La música libera su armonía secreta revelando que el mundo es cabeza para abajo, para el costado, para el centro; cualquier orientación antes y mejor que para arriba. Lo obvio es porquería, amontonamiento, orden. La claridad está en lo implícito, el brillo en el caos espontáneo que construye otras realidades, escenarios, sentimientos, percepciones. En el cuerpo, y en el alma, batiendo como un océano contra la costa rocosa está la libertad. La música es un barco y yo soy ese vigía, ahí, trepado a su palo mayor, oteando el horizonte crepuscular sin la esperanza de saber lo que verá.
Marybow.

—¿Qué quiere decir bow en inglés? —preguntó Mary irguiéndose en el asiento de un envión.
—Ah, estás leyendo esa. A mí también me sorprendió. ¿Qué pensás?
—Decime por favor qué quiere decir bow —insistió Mary hablando lentamente, como si temiera saber la respuesta.
—Muchas cosas. Algo así como reverencia, o la proa de un barco, y también nudo, lazo.
—¿Y qué sentido tiene, Marybow?
—No sé, creo que ninguno. No quiere decir nada.
—¿Querés decir que es una palabra que no existe?
—Sí, eso. Que no tiene traducción.
—¿No tiene traducción o no existe?
El camino de tierra terminaba en una T. Según las instrucciones, en ese punto debía haber un cartel anunciando la prohibición de cazar.
—No veo el cartel —anunció Ana mirando a derecha e izquierda.
—¿Querés decir que es una palabra inventada? –continuaba preguntando Mary, abstraída.
—¿Cuál?
—Marybow. ¡Cómo, cuál! —replicó Mary exhibiendo la carta en su mano derecha.
—Sí. ¡Qué sé yo! ¿Vos no ves el cartel de tu lado?
El automóvil estaba detenido en el centro del cruce. Mary tenía la mirada fija en algún punto distante, delante suyo. Un hombre pasaba a caballo delante de ellas. Montaba en pelo, con el torso desnudo y descalzo. Sus únicas prendas eran una típica y raída bombacha gris, y una boina que, quizás, había sido azul. Sin detenerse el gaucho las miró, inquisitivo aunque distante. Ana saltó fuera del coche cuando el hombre se alejaba.
—¡Señor! ¡Señor! —gritó agitando el brazo derecho como si despidiese a alguien en el puerto.
El gaucho detuvo el caballo y se volvió girando el torso, callado, esperando.
—Buen día —dijo Ana caminando rápido hasta él.
—Buenos días —replicó el jinete con tono respetuoso, tocando levemente su boina con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.
—¿Usted sabe dónde hay por aquí un cartel de prohibido cazar? Me dijeron que había uno…
El hombre permaneció un momento inmóvil, mirándola. Después observó el entorno, despacio, con seriedad.
—No. Por aquí no hay nada para cazar.
—Sí, no… pero me dijeron que aquí había un cartel y… ¿no hay alguno cerca, en un cruce como éste?
-¿Un cruce?
El gaucho miraba lentamente en todos sentidos. Parecía convencido de que esa mujer no sabía qué estaba buscando ni dónde estaba, pero pretendía disimularlo. El caballo hizo un movimiento brusco y Ana retrocedió, temerosa. El le dio un tirón a las crines del caballo y emitió un extraño sonido estirando la boca hacia un lado, lo que pareció devolverle la calma al animal.
—Sí, un cruce como éste —dijo Ana formando una cruz en el aire con sus palmas estiradas.
—Nooo —contestó él—. Por aquí no hay ningún cruce.
Ya sin poder contenerse, el jinete se inclinó hacia delante y miró a Mary que aún estaba dentro del auto, observando la escena.
—¿Adónde van las señoritas? —preguntó alzando la voz, como dirigiéndose a Mary, quizás convencido de que la que tenía delante no era la jefa.
Mary no movió un músculo. Ana estaba mirando el sudor resbalando por el costado del caballo; la pierna del hombre, indiferente a los jugos de la bestia. Le pareció percibir la brizna de una extraña fragancia, violenta y apetitosa.
—A El Aljibe —contestó Ana sin convicción, resuelta a terminar con aquella pérdida de tiempo.
—Ahhh… ¿Al Aljibe?
—Sí, El Aljibe. ¿Usted trabaja allí?
—No, yo no trabajo.
Ana apeló a lo que llamaba su “piloto automático”, un recurso aprendido en los primeros meses de su regreso al país, cuando a menudo enfrentaba situaciones que no comprendía, malentendidos que adjudicaba a su desconocimiento de los códigos semióticos locales. Después, con el tiempo, se dio cuenta de que esas lagunas del entendimiento no tenían nada que ver con la semiótica.
—¿Sabe dónde es?
—Sí, claro. Sígame —dijo el paisano y taloneó las ingles del caballo que partió al trote hacia adelante.
Ana corrió hasta el auto. Encendió el motor y tomó a la izquierda, tras el caballo que, ahora veía, era completamente blanco.
—El tipo este sabe dónde es El Aljibe. Dijo que lo siguiéramos.
—No quiero ir —dijo Mary sin moverse.
—¿Eh? ¿Qué te pasa?
Ana aceleró tratando de alcanzar al caballo que ahora trotaba con el hombre sobre su lomo sudado.
—No quiero ir. Tengo miedo.
—Tenemos que ir, Mary. ¿De qué tenés miedo? ¡No me aflojés ahora!
—Marybow. ¿Qué significa? ¿Por qué Marynudo, Marylazo, Maryreverencia? —decía Mary perdida en su laberinto.

—¿Cómo se te ocurrió separar Mary de bow? Es increíble. Increíble —repetía Ana mientras intentaba seguir al gaucho que avanzaba con desesperante lentitud para un automóvil. Cambió cinco o seis veces de dirección, por caminos cada uno más estrecho que el anterior. Cuando tomaron el que sería el último, hacía rato que ya no veían casas. Sólo campos ondulados. No había vacas, ovejas, cultivos. Sólo campos ondulados llenos de chircas. Ellas lo seguían, en silencio. Hasta que el jinete se detuvo delante de una tranquera con un cartel colgado que decía: "Cuidado. Perros perros". El hombre se bajó del caballo, abrió la portera y les hizo seña de que avanzaran por el trillo que se internaba entre matorrales y chircas. Ana aceleró sin mirar a Mary.
—Siga el trillo hasta las casas —indicó el gaucho cuando el coche pasó ante él. Mary le agradeció con un movimiento de su mano izquierda y continuó la marcha.
—Esto no es El Aljibe, Ana. ¿Viste algún cartel de prohibido cazar? ¿Cómo sabés que es el lugar que buscás?
—Es aquí. No te preocupes.
—Todo esto es una locura. Estás completamente loca.
—Sí, pero no es de ahora. Calmate. Está todo bien.
Los perros aparecieron todos juntos. Saltaron desde el yuyal delante del coche, ladrando, mostrando los colmillos, los hocicos llenos de cicatrices. Mary empezó a gritar inclinándose sobre Ana.
—¡Cerrá la ventanilla! —ordenó Ana mientras subía la de su lado y apretaba el acelerador provocando que el coche comenzara a dar tumbos sobre el trillo.
Estuvieron a punto de caer a una zanja, pero Ana pudo controlar el vehículo a tiempo. Ni se le ocurrió frenar, y hasta pensó que había aplastado a un par de perros en la maniobra, pero no le importó. Mary seguía gritando y la sensación de caos y terror era total cuando, después de una curva apareció la construcción chata y con aspecto abandonado. Ana clavó los frenos. Los perros armaban un escándalo ensordecedor y corrían alrededor del auto, pero no saltaban sobre él. Sin decir una palabra, Ana colocó reversa y giró la cabeza sobre su hombro derecho para efectuar la maniobra, cuando vio al gaucho a caballo que salía de la curva al trote rápido en dirección a ellas.
—¡Vayan pa' las casa! —ordenó a los perros en voz alta pero sin gritar. Todos obedecieron de inmediato—. El Aljibe, es acá. No se puede entrar en auto. Bajen, yo las acompaño. Los perros no les van a hacer nada —agregó mientras desmontaba.
—¡Vámonos! ¡Por favor, Ana! ¡Vámonos de aquí! —rogaba Mary aferrándose a las cartas que milagrosamente había logrado conservar entre sus manos.
Ana apagó el motor, quitó las llaves, tomó su cartera, se acomodó los lentes de sol y abrió la puerta del coche.
—Voy a bajar. Si querés quedate y esperame. Acá no te va a pasar nada —dijo con calma, sin rabia, sin dramatismo, como si le estuviese hablando a una niña a la que es necesario trasmitirle seguridad. Y sin esperar respuesta salió del automóvil.
Los perros habían desaparecido. Ana caminaba detrás del caballo que el gaucho llevaba con su mano izquierda en las crines. Mary miró alrededor y dio un salto fuera del coche.
—¡Esperame! —gritó mientras corría detrás de la extraña pareja que en ese momento rodeaba la construcción.
Los alcanzó cuando el hombre ataba el caballo con una soga que colgaba de un poste. Caminó detrás de ellos. Al llegar al otro lado de lo que creía casi una tapera quedó atónita ante el maravilloso espectáculo de una casa de campo acondicionada con una refinada simplicidad y jardines trabajados con evidente buen gusto.
—Esperen aquí —dijo el hombre cuando estuvieron sobre las cerámicas del piso de la terraza, a la sombra de un enorme timbó, y entró en la casa.



lunes, 12 de abril de 2010





24


Ana conducía con la elegancia y la naturalidad de quien aprendió a hacerlo muy joven y con una guía calificada. Le gustaba conducir con suavidad, lograr que el automóvil se moviera sin brusquedades. Para eso se mantenía atenta al equilibrio de la máquina -más que nada, una sensación- tanto como al tránsito. Deseaba llegar a la ruta para experimentar la fluidez entre sus leves movimientos y las reacciones del auto; una conjunción que siempre le resultaba deliciosa. A su lado, fuera del mundo, Mary leía.

From: Hollyching@africamail.com.sn
Ella dijo que no había ninguna diferencia, y yo sabía que se equivocaba.
Bajate de los ancestros, le escupí, harto; no entendés que la vida no tiene nada que ver con los cuentos de la historia, con las historias, con los emprolijados relatos de los bisabuelos alrededor del hogar de la estancia. Esos novillos, esas miles de cabezas, centenas de miles que pagaron sus viajes, casas, autos, tus colegios, caprichos, que compraron o impusieron el respeto, el privilegio de andar por el país como si fuese propio, esos atardeceres enteros sin preocupaciones ni ansiedades, ese tiempo eterno en el que fue posible palpar la confianza, la fe, la seguridad de que mañana será todo igual, esa convicción de que tus óvulos y mis espermatozoides gestarían niños sanos, fuertes, iguales a ellos y a nosotros, ese espacio amplio de la compasión hacia los que nacen distintos, atropellados por el destino, todo eso, dije, ¿de dónde creés que salió? ¿Suponés que salió de la torre de dignidad que te plantaron entre los ojos? ¿Te creés que tanta probidad y generoso desinterés pueden producir semejantes dividendos? Claro, tenés la excusa de ser mujer. En tu familia la última que tuvo coraje fue tu bisabuela. De ahí para acá, todas señoritas, damas de salón y caridad. Ustedes paseaban una mirada diletante por la vida y sus alrededores mientras los hombres se embarraban las manos, los codos y el alma para mantener las cosas en su lugar y, si fuese posible, mejorarlas, siempre mejorarlas, más campos, más vacas, más, más. Tu familia y la mía se parecen en todo menos en una cosa: en las mujeres. En la mía las mujeres nunca quedaron afuera de los negocios, y mucho menos de la política. Obligadas, dirás, porque el linaje produjo apenas algunos hombres aquí y allá y la mayor parte buenos para nada. Es posible. Pero ya es tiempo de que abras los ojos, porque este es nuestro momento. En tu familia nadie le hizo asco a meter la mano en las leyes, los decretos, las urnas, con tal de conservar el patrimonio, la influencia, el apellido. El poder. Hubo que apretar directores del banco de la república para sacarles los pesos sin garantías, ministros quisquillosos para que salieran a vender corned beef, presidentes olvidadizos para que recordaran quién había pagado las campañas, caudillitos prepotentes y ordinarios consolados con algún carguito en afe para que los trenes pasaran por donde tenían que pasar y las vaquitas llegaran al puerto casi gratis, obras, obras, obras para el país y para todos, tu familia y la mía y la de la gente como nosotros. Ni qué hablar de jefecillos de policía, jueces, ministros de la corte. Todo funcionó porque la gente como nosotros lo hizo funcionar, y eso no se hace estirando el cogote y arrugando la nariz, se hace con la mierda hasta los ojos, con pasión, disciplina y autoridad. Sí, ya sé lo que vas a decir, vas a hablar de la pobre gente que pasa la vida trabajando por mendrugos, creyendo que somos todos iguales y que ellos tuvieron mala suerte, que las cosas son justas, equitativas, que se esfuerzan para llegar a alguna posición más digna, más humana. Te lo digo ahora de una buena vez por todas: no tienen la más mínima posibilidad. Las reglas las hacemos nosotros, y cuando no nos sirven las cambiamos, las burlamos, las ocultamos debajo de una alfombra de palabras y argumentos, que para algo somos doctores. Esa, tu pobre gente del medio -porque a la gente pobre de verdad ni la ves, te da asco-, esa gente tuya son los únicos que se creen que las cosas son como se dice que son. Vos, yo, las personas como nosotros y los miserables en serio, sabemos que la verdad es otra. Los que estamos en las puntas tocamos la realidad con la palma de las manos. Nosotros porque mandamos, ellos porque desobedecen. Ellos y nosotros vivimos según nuestras propias reglas, inventamos nuestros códigos, nuestras escalas de valores. Hacemos lo que se nos da la gana. Nosotros panza arriba, ellos boca abajo. No hay moral, querida. Hay ganadores y perdedores. Para ganar no se puede estar en el medio. Así que basta de pavadas. Ahora sos la primera dama. Es nuestro momento. Tu deber es honrar la raza. Somos inquilinos de esta institución y nuestra primera obligación es entregarla, cuando llegue el momento, a aquellos de quienes la recibimos. Las ruedas de la historia, señora, son de carne y hueso.

—¿Dónde leí eso de las ruedas de la historia? —preguntó Mary casi sin darse cuenta de que estaba pensando en voz alta.
—No sé, pero ¿ésa es la de la primera dama? Es una de mis preferidas —agregó Ana sin esperar respuesta.
Mary ni siquiera la escuchó.

From: colzarbolivia@hotmail.com
Arnaud era belga y amigo de Jules, que era francés y amigo de Gregory, que era griego y amigo de Sergio, que era colombiano y amigo mío. Yo andaba matando a la muerte, Sergio andaba matando a todo lo que se le ponía adelante y le decía que sí, Gregory andaba matando a Camille, que desde hacía ocho meses mataba cualquier cosa que tuviese bigotes después de haberse separado de Gregory, que usaba bigotes. Jules se mataba con Annie que había sido la sicóloga de sus hijos hasta que la relación resultó evidente y la superchería insoportable porque ella gustaba de ser sodomizada y gritar mientras tanto, lo que no agradaba a los hijos de Jules que venían a pasar el fin de semana con él y el resto del tiempo vivían con su madre que era portuguesa, afrancesada, feminista y lesbiana del último minuto lo que confundía mucho los roles para aquellos púberes que se mataban a sí mismos porque se creían culpables del fracaso de sus padres, aunque sospechaban que algo que no era ellos andaba mal.
En aquellas circunstancias, Arnaud parecía el más sano de todos. Había sido paracaidista en el ejército, lo que supone haber recibido un entrenamiento propio de un cuerpo de élite, parecido al de los marines yanquis, pero mucho peor. Arnaud aún sabía cómo matar y cómo morir, a pesar de que desde hacía varios años trabajaba como inspector en la empresa estatal de energía eléctrica. Vivía con Francesca en algún lugar que nadie conoció jamás porque no recibían en su casa. Francesca era italiana, e insólitamente para un paracaidista, no era morocha sino rubia, no tenía ojos verdes sino castaños, no tenia piel oscura sino apenas oscurecida, era de estatura baja, sí, pero de formas absolutamente proporcionadas, y cuando sonreía mostraba sus dientes que no llegaban a ser completamente blancos y jadeaba al final de la risa como una fumadora de tabaco negro, que era lo que era.
Arnaud venía de vez en cuando a casa, invitado por Jules que nunca se mostraba con Annie porque lo acomplejaba la diferencia de edad -él era 15 años mayor-, o porque estaba celoso del estudiante de letras a quien Annie mataba cuando estaba aburrida y Jules no la mataba. Pero en aquellas ocasiones en las que Arnaud y Francesca estaban en casa todo era distinto, por lo menos para mí. Porque a mí me gustaba mucho Francesca, y tenía ganas de matármela, y a ella sólo le gustaba Arnaud, que se la mataba con displicencia, pensaba yo. El adoraba cocinar y lo hacía siempre que venía. Empezaba temprano disponiendo sus materias primas con la misma displicencia con la que mataría a Francesca, como con desprecio. Tomaba vino abundantemente mientras cocinaba y se concentraba en exceso. En exceso para Francesca, que al segundo vaso empezaba a apartarse de Arnaud que era alto, fuerte y con rémoras de músculos por todas partes. Era buen tipo, cuadradote de cerebro pero grande de corazón. El problema era que se apasionaba con los recuerdos y hacía siempre los mismos cuentos. Nosotros -menos Jules, que le aguantaba la vela- le escuchábamos más o menos atentamente un par de anécdotas, después nos dedicábamos a nuestras cosas. Yo a Francesca. Arnaud nos enseñó que cuando se usa ajo en una comida es conveniente retirarle el tallo verde que se forma en el centro del diente porque eso es lo que uno pasa repitiendo durante toda la noche, que la cebolla hay que cortarla con un cuchillo mojado para no llorar y que la lechuga se oxida cuando se corta con metal por lo que siempre es mejor usar las manos. Las manos eran las que se me iban con Francesca mientras Arnaud cocinaba. Poníamos música y bailábamos medio entre todos -con excepción de Jules y Arnaud-, pero cuando se me cruzaba Francesca me esmeraba tanto que los demás demoraban en relevarme. Mi mano paseaba desde su cintura a su cabello, y de ahí a su espalda, y cuando en una voltereta le acariciaba las nalgas durante un segundo Francesca tiraba la cabeza hacia atrás y reía como una colegiala, entonces me animaba y la atraía hacia mí y me pegaba a su cuerpo flexible y pequeño ensayando pasos inauditos, disonantes, al borde del desequilibrio rítmico, me transportaba, inventaba, navegaba por el cosmos pegado a ella, sin ella, con ella, más allá de ella, juntos como uno. Después nos separábamos y no nos volvíamos a mirar durante toda la noche. Esto es, ella no lo hacía, yo sólo hacía eso.
Arnaud tenía una moto, una moto grande. Era su más preciada posesión. Podría decirse que se mataba con su moto a la que Francesca se subía divertida, porque era su carácter, mientras abrazaba a su hombre con gracia y naturalidad. Estábamos acostumbrados a verlos a los tres juntos. Los tres llegaban, los tres se iban quién sabe adónde. Pero siempre de noche.
Hasta que un domingo sucedió lo impensable. Escuché vagamente que el timbre sonaba con insistencia. Mi cabezacuerpo rodaba aún entre vapores, humos, polvos de una noche de sábado como alguna otra. Vi que estaba solo en la cama. Me puse aquel batón de hospital y acudí a la puerta. Abrí con los ojos cerrados y escuché la voz de Francesca diciendo hola mientras sus pasos entraban firmes en la casa, iban hasta una de las ventanas -vivíamos en un primer piso- y hacía girar el postigo. Distinguí el ruido de la madera contra la madera, estaba abriéndola de par en par. Era verano. Ella hablaba algo y aparentemente recibía una respuesta. Yo permanecía contra la puerta sin poder abrir cabalmente los ojos. Estaba desnudo debajo de la bata, y avancé unos pasos en la enorme sala cuidando que no se me salieran las partes, libres debajo de aquella bata maltratada.
—Hola, ¿querés un café? —ofrecí sin convicción y me senté en la primera silla que encontré en el camino mientras empezaba a ver que el día estaba soleado y que Francesca usaba una pollera breve y un t-shirt ajustado de mangas cortas.
—No, no quiero café. Vení —dijo tomándome del brazo y llevándome hasta la ventana.
Medio cegado por la luz exterior, alcancé a distinguir a Arnuad agachado junto a su moto, saludándome con una pequeña llave inglesa en su mano derecha. Correspondí.
—¿Qué pasó? —le pregunté alzando un poco la voz para que me escuchara.
—Esta máquina —respondió él— es noble pero vieja.
Acodada en la baranda de la ventana Francesca me explicó que iban de paseo al campo y la moto se había descompuesto a una cuadra de casa. Habían decidido parar aquí para tratar de componerla antes de desistir definitivamente del viaje.
—¿Dónde están los demás? —preguntó ella.
—Bueno —contesté—, no sé. Creo que no hay nadie porque Sergio se fue hace dos días, Gregory salió a cenar anoche con Camille y Jules está de viaje por Guatemala. ¿Querés un café? —volví a preguntar ahora bastante despierto y sin recordar que ya había hecho esa pregunta.
—No, no quiero café —respondió Francesca mientras me apartaba un par de metros de la ventana como quien empuja un bulto en el puerto, puso sus brazos alrededor de mi cuello, levantó los talones hasta quedar en puntas de pie y me dio un beso intenso y húmedo que duró hasta que se escuchó abajo la voz de Arnaud reclamando algo.
Nos separamos con parsimonia, mirándonos a los ojos. Quedé petrificado mientras Francesca iba hasta la ventana y hablaba algo, preguntó algo, qué sé yo. Veía su cuerpecito inclinado sobre la ventana, los brazos apoyados en la baranda y la pollera subida casi hasta el principio de las nalgas.
—¿Vas a demorar mucho? —escuché que preguntaba mientras sus manos levantaban los costados de la falda, alcanzaban el elástico de la braga por los lados y la iban bajando lentamente mientras sus caderas se movían lateralmente hasta que las rodillas le impusieron un obstáculo infranqueable en aquella posición. Entonces sus brazos regresaron a la baranda y sus piernas se frotaron una contra la otra rápidamente provocando que aquel rollito de algodón fuese descendiendo, cayendo entre las pantorrillas, hasta los tobillos. Levantó un pie, después el otro, y la braga llegó al suelo. Yo estaba tan despierto que creía soñar. Entonces las manos de Francesca volvieron a correr desde el bajo de la corta falda, subiéndola hasta la cintura y calzándola en sus salientes ancas. Separó las piernas y volvió a apoyarse en la baranda. Yo veía la apertura nítida entre sus hermosas nalgas, el vello detrás, y en el centro una formación rosa y parda que aleteaba llamándome. Desanudé mi bata y me acerqué lentamente.
—¿Te fijaste en las válvulas? —preguntaba ella con la voz algo alterada, mientras Arnaud buscaba y rebuscaba allá abajo, en la valija de la moto la llave adecuada para desarmar las válvulas.
—No, voy a fijarme ahora. No te amargues todavía que todo tiene solución —agregaba sin mirar hacia arriba.
Afortunadamente, porque hubiese visto la cara desencajada de Francesca y su extraño vaivén hacia adentro y hacia afuera de la ventana, leve, pero suficientemente explícito como para llamar la atención.
Matamos así un tiempo que me pareció infinito. Mis manos se enterraban en sus caderas y ella respondía con energía, generosa y creativa mientras hablaba, interjeccionaba con Arnaud:
—… el carburador… la bomba de nafta… el tubo de la bomba… la batería… ¿te fijaste en la batería?...
Gozamos dos veces. Ella tenía los mismos gustos que Annie, y me guió hasta allí la segunda vez. El sol me pegaba de lleno en el pecho desnudo y sudado, las rodillas me temblaban, pero nada en el mundo me habría hecho abandonar aquella posición. Arnaud pudo encender la moto apenas unos segundos antes de que gozáramos, juntos, por última vez. La explosión del motor permitió que Francesca liberara sus suspiros, ya con las manos agarrotadas en la baranda y el cuerpo decididamente echado hacia atrás. Nos desmatamos rápido, sin tiempo para respirar.
—¡Bajo! —gritó ella desde dentro mientras me abrazaba y me acariciaba la cara con una lluvia desordenada de besos y jadeos.
Levantó la ropa interior del piso y se la puso hábilmente. Volvió hasta mí, matado, asesinado, apoyado sobre la mesa de mosaico. Introdujo sus brazos a los lados de mi bata acariciando mi cuerpo agitado, apretándose, pegándose a mi sexo mojado en ella. Me besó intensamente en la boca.
—Nunca más. ¿Entendiste? —ordenó al apartarse mirándome alegre con sus ojos castaños—. Nunca más —repitió desde allá abajo—. Esto es todo.
Un último beso caricia sobre los labios y se fue. La vi alejarse, llegar hasta la puerta, abrirla, salir y cerrarla. Nada ha sucedido, decía su cuerpo. Yo supe unos minutos después, luego de despedir a Arnaud por la ventana y de verla subir a la moto con su pollera corta, que mi sustancia estaba descendiendo por ella, de ella, rumbo al sur, mojando el asiento de la moto, recibiendo el viento de la ruta, secándose en Francesca que, abrazada intensamente a Arnaud, apretaba la cara contra la poderosa espalda de su hombre.

Mary sonrió y miró hacia afuera por la ventanilla sin prestar atención a lo que veía. Sabía lo que se sentía sobre una moto, con la cara pegada a una espalda amada, o por lo menos amable. Apagó la radio del automóvil y regresó a la lectura sin enterarse de que estaban saliendo de la ciudad.

From: downsinee@maksing.de
Santiago de Chile era una ciudad triste y alegre. Había muchos borrachitos por las calles, gente pobre, como lo eran casi todos, sin vergüenza ni culpa. Los ómnibus me quedaban chicos, especialmente unos llamados “liebres” en los cuales la única manera de viajar más o menos dignamente era tratando de obtener y conservar el lugar justo debajo de una especie de escotilla en el techo por donde sacaba la mitad de la cabeza, lo que me permitía estar verdaderamente de pie.
Era emocionante compartir aquel momento de la historia de ese país. El socialismo, la justicia, la libertad; la lucha continuaba. Uruguay se caía a pedazos y la resistencia en el exterior me parecía cada día menos confiable. Habían querido sacarme los documentos y mandarme a hacer un curso de entrenamiento guerrillero, pero no acepté. A) Mis documentos no se los doy a nadie que no me los devuelva de inmediato. B) En el Uruguay en ese momento no se necesitaban guerrilleros con sapiencia militar, sino, quizás, gente que supiera montar una imprenta clandestina o cualquier otra cosa que ayudara a difundir ideas, a mantener la comunicación entre la gente, con la gente. C) Nunca quise ser militar porque carezco de ciertas cualidades básicas para esa tarea.
A menudo pasaba muchas horas sentado frente al río Mapocho que atravesaba la ciudad como una cloaca a cielo abierto, encajonado entre muros pensados para el diluvio. Hilo de agua marrón que me permitía soñar, sentir que me iba corriente abajo, sentado en un cajón de frutas, hacia la playa que imaginaba igual a las de Montevideo. Hasta que un día empecé a escuchar ruidos en mi cabeza y dejé de entender lo que me decían, como si las palabras fuesen un fluido sin solución de continuidad que me entraba por un oído y salía intacto por el otro sin que lograra retener absolutamente nada.
Entonces decidí dormir.
Otro día me invitaron al cumpleaños de una vecina de un amigo que vivía en una población… Santa no me acuerdo qué. Me arrastré hasta allí en el ómnibus invariablemente enano y me dormí tranquilo a las dos cuadras de haber conseguido un asiento porque debía bajarme en el destino.
El cumpleaños estaba dividido en dos: jóvenes adentro, viejos afuera, debajo del parral. Adentro había cerveza y porro y afuera vino. Yo era abstemio por decisión afectiva y a la marihuana no le tenía confianza política. El padre de la festejada me había tomado simpatía de algún otro breve encuentro en el almacén que atendía frente a su casa donde funcionaba el JARPA o el JAPA, no sé bien, que era un centro barrial de militantes de izquierda que intentaba distribuir la escasez entre los vecinos. El hombre pequeño -le llevaba por lo menos una cabeza- me tomó del brazo entre todos los adolescentes y me condujo debajo de la parra, me sentó a su diestra y me sirvió un generoso vaso de vino tinto. Le dije que no bebía alcohol, lo que produjo el escándalo general en la mesa de siete u ocho veteranos -hombres, todos- y la presión unánime para desvirgarme en aquella noche de verano que invitaba al estupro tinto. Sentí que los ofendería si no bebía, así que lo hice. Comenzó entonces una larga discusión política sobre la realidad chilena con breves pasajes por la experiencia de la guerrilla uruguaya sobre la que no pude aportar muchos datos y callé los que más me importaban para no sembrar dudas en el auditorio.
Las botellas se iban vacías y volvían llenas; yo me sorprendía a mí mismo hablando sobre cosas que nunca había pensado y que, sin embargo, me parecían evidentes mientras las decía. Creí que había pasado poco tiempo, pero de pronto tomé conciencia de que la música adentro había cesado y de que sólo quedábamos tres bajo la parra. Uno dormía con la cabeza sobre la mesa de hormigón y el padre de la vecina de mi amigo farfullaba algo incomprensible con la cabeza tambaleante y la mirada predominantemente extraviada. Pensé que estaban todos borrachos y me felicité por no tener el hábito de beber alcohol. El dueño de casa no advirtió que me paré y me fui, y mucho menos que me bamboleaba como el palo mayor de una cáscara de nuez en el océano.
Llegué hasta la esquina y consideré que ése era un buen lugar, creo. Me acosté en el piso, puse las dos manos debajo de la mejilla derecha y me dormí, pacíficamente. Desperté con el sol en la cara y rodeado por niños que jugaban a la pelota. Los vecinos regaban sus jardines o iban o volvían del almacén. Todos me sonreían mientras intentaba retomar la vertical y la conciencia.
Tenía 18 años, y nunca supe quién o quiénes me habían colocado la cabeza en una almohada y cubierto con una manta celeste de lana.

Mary saltaba de una carta a la otra sin levantar la vista.

From: mutmutiinous@stadion.fi
Era una noche brumosa, aunque no recuerdo que hiciera frío a pesar de que estábamos en agosto. Mi madre me había despedido haciendo adiós con la mano mientras apoyaba la cabeza contra el vidrio, detrás de la puerta de hierro.
Fuimos hasta el puerto en un taxi, y allí, en el hall, mi padre me despidió con un beso circunspecto. Me acompañó todavía un trecho y nos paramos sobre los adoquines húmedos y grises del muelle, bajo el aire gris de neblina, frente al barco gris del Vapor de la Carrera que me llevaría hasta el gris de Buenos Aires. El Permiso de Menor para viajar solo que tenía en el bolsillo del saco de mi hermano mayor -yo siempre fui grande para mi edad- era verde. Fue mientras lo buscaba cuando mi padre vio a su psicólogo, Gutiérrez, acodado en la baranda del barco con un gesto que intentaba parecerse al de Gardel un segundo antes de largarse a cantar “Volver” en un filme horrible que no me acuerdo cómo se llama.
Gutiérrez nos había visto, pero no se le movió ni un músculo. Tal vez pensó que era mi padre el que se iba. Recibí otro beso, menos circunspecto, y trepé por la escalerilla. Cuando llegué arriba y pasé los controles policiales no estaban Gutiérrez ni su sombra. Deje los dos bolsitos sobre la cubierta y me quedé allí, esperando que el barco zarpara, mirando a mi padre en su sobretodo gris, pequeño allá abajo, en la humedad. Pocos minutos después vi que el muelle se alejaba lentamente y me sorprendió que el barco se moviera de costado y no de frente, como un auto o un ómnibus. No estaba triste, o por le menos no me daba cuenta de estarlo. Sólo sentía que estaba viviendo algo importante, algo que crecía a medida que mi padre, el muelle, las luces de Montevideo se achicaban y desaparecían, tragados por la bruma. Se destruía un puente y se abría un círculo, pero eso no lo sentía. No se me resbaló ni un solo lagrimón. Odiaba el Uruguay. Quería irme de un país que había llegado a ser un enemigo personal: mediocre, chato, pacato, adulto, represivo, autoritario, ignorante, conservador, empleado público, politiquero, reformista, individualista, cagón, colorado y blanco, nostálgico, tanguero. Mi corazón no encontraba espacio entre tanta mezquindad. Yo quería mover las montañas, inventar un coro de audacia y honestidad, libre, colectivo, solidario, justo, auténtico, original. Yo quería hacer una revolución y luchar por el derecho de ser distintos. Pero mi país no quería, y ellos, los dueños, me querían matar, torturar, encarcelar; me querían borrar del mapa. Esa noche, en la oscuridad del río, se los dije en silencio: métanse el mapa en el culo; yo me llevo mi parte de país.
Me abracé, y volé.

El coche rodaba libre ya de las constricciones del tránsito ciudadano. El ruido del motor, ahora regular, y el de la carrocería chocando contra el aire quieto desaparecían en el silencio interior del vehículo. Ana sentía una ansiedad creciente que, por tramos, se manifestaba en la presión que ejercía su pie derecho sobre el acelerador. Deseaba que ese extraño personaje, en caso de dar con él, pudiera ayudarla a tomar contacto con el autor de las cartas que Mary leía con desesperada rapidez. La observaba de reojo y la veía totalmente concentrada; podía estar en un parque público, en la sala de su casa o en la cima del Kilimanjaro. Esas cartas tenían sobre su amiga un efecto hipnótico, devastador para su conciencia. Comenzó a entender un poco más lo que las diferenciaba en relación con el hombre anónimo. Para ella las cartas eran trozos de realidad palpable, consistente; las asociaba con acciones concretas como gritos, risas, bofetadas, llantos, caricias, huidas desesperadas, caídas, vuelos. En su imaginación siempre había alguien que ejecutaba esos actos, les daba comienzo y final. No las recibía como historias sino como mensajes con un remitente y un destinatario cuyo efecto principal consistía en ir proporcionando piezas de un alma, un puzzle de difícil solución, pero descifrable. Al final, se decía Ana, todo tendría sentido y sería posible apreciar una imagen completa que, intuía, le resultaría fascinante.
Ahora que veía a Mary leyendo esas cartas comprendía por qué no había sentido celos de su amiga. Mary las lee transportándose a otra galaxia, un espacio que no existe, que inventa su lectura. Para ella las cartas no son hechos sino insinuaciones, retazos de sueños; cada palabra es una piscina que se encadena con otra y otra, y Mary va zambulléndose gozosa, alerta a sus sensaciones, ensoñaciones, advirtiendo disimulados obstáculos y lubricados pasadizos. Le gusta resbalar entre las letras, trastabillar y hasta caerse para volver atrás. Rehacer el camino parece proporcionarle casi siempre nuevos placeres, más jugo que la vez anterior. Ningún rompecabezas se va armando en su espíritu. Las piezas no tienen una sola forma; de hecho, cambian constantemente de apariencia. Mary sólo elige la que más le gusta en cada momento y sobre ella construye, sin límites, sin objetivo práctico, sin prejuicio. No precisa que las cartas le sean útiles, simplemente las necesita. Mary llega hasta él inventando. Por lo menos, hasta un cierto él que, probablemente, se parezca mucho al que es cuando escribe. Percibió que esa era la síntesis de sus diferencias: Mary necesitaba al que escribe, y ella quería al que vive.

—Sí, leé, Mary; leé con atención y volá —pensaba Ana mientras salía de la ruta y se internaba por un camino de tierra, firme pero con pozos—. Leé porque voy a precisar tu imaginación para encontrar a este hombre —se decía con cierto egoísmo.

viernes, 9 de abril de 2010




23



Durante las siguientes dos horas estuvieron analizando el caso, haciendo especulaciones y tomando algunas decisiones. Mary contó que –fiel a su debilidad- había leído el contenido íntegro de la carpeta, y que decidió quedarse con ese documento pero sin confesárselo a su padre hasta que no supiera exactamente de qué se trataba. El desarrollo de la conversación en el bar le había confirmado que su padre sabía que eso estaba ahí, y que temía que ella lo hubiese visto.
¿De qué tenía miedo Walter? La hipótesis de que Mary podía ser hija de desaparecidos se instaló por sí misma, tan rotunda como las pirámides de Tikal: tenía color, olor, se podía tocar y pisar, podía uno subírsele encima y desde allí descubrir un panorama inédito. También se aceptó como posible que podría tratarse de una adopción encubierta –como las hay tantas-, y que para evitar consecuencias desagradables se había recurrido al procedimiento de la inscripción tardía. Aunque el falso domicilio y la presencia de militares avalando la extraña versión debilitaba esta alternativa.
Finalmente, había quedado completamente descartado que fuese una simple y corriente inscripción fuera de los plazos legales por razones banales, accidentales, por alguna peripecia imprevista.
En cualquiera de las dos historias con mayor verosimilitud, la vida de Mary tomaba un derrotero totalmente impensado. Para ella todo quedaba bajo sospecha, incluyendo la muerte de su madre.
Mary había dividido la pizarra en dos trazándole una raya de arriba a abajo. De un lado el retrato robot del corresponsal anónimo, y del otro se empezaban a ordenar los elementos de esta segunda búsqueda para la cual habían decidido ponerse en contacto con una periodista conocida de Ana que había trabajado en estrecho contacto con los Familiares de Detenidos Desaparecidos. Necesitaban que alguien con experiencia les diera una opinión, y, si fuera el caso, una orientación de cómo y por dónde iniciar la investigación.
La posibilidad de actuar rápidamente había despejado las sombras más superficiales del ánimo de Mary. Hasta se la veía entusiasmada, decidida.
Salieron para comer algo, airearse y cambiar de tema.
Un poco más tarde estaban sentadas en el bar de Carlitos delante de una ensalada.
Ana no se animaba a liberar una pregunta que, sin embargo, latía en su garganta desde hacía horas.
—Ya sé que dijimos que cambiaríamos de tema, pero me quedó algo en el tintero… —dijo al fin Ana observando la reacción de su amiga.
—¿Qué cosa? —preguntó Mary mientras trataba de pinchar un trozo de tomate huidizo.
—No sé. Es que recuerdo todo lo que ocurrió esta tarde –parecen muchas tardes-, y me pregunto cómo hiciste para no decirme esto antes, por qué esperaste tanto.
—¿Sabés una cosa? –empezó Mary—, no me vas a creer, pero desde que tengo este papel en las manos hay una parte de mí que está tiritando de miedo, y, aunque no sé bien por qué, también con un poco de vergüenza. No sé. Me siento algo así como desnuda en medio de una plaza. Pero hay otra parte que ya no tiembla más. Porque descubrí que he vivido siempre con un desasosiego indefinido, injustificado, invisible. Y, por primera vez, ya no lo siento más. Por eso estuve alegre ayer y hoy, porque se fue esa oscuridad, ese vacío. Es como si esa sensación me hubiese mantenido alerta desde siempre esperando este momento.
Ana quedó en silencio. Miraba a Mary y no veía a la “nena” que había dejado ayer mismo.
—Bueno, ¡basta! –ordenó Mary—. Dijimos que íbamos a cambiar de tema. ¿Qué hacemos con el de las cartas?
Ana le contó a su amiga que ya había efectuado algunas gestiones y, de hecho, tenía una cita para el día siguiente con un especialista en “piratería informática”.
—Un tipo lleno de plata cuyo pasatiempo -según me explicó él mismo por teléfono- es “luchar contra la dictadura informática internacional”, o algo así. ¿Venís conmigo, verdad? Es fuera de Montevideo, pero mañana es domingo.
Mary estuvo de acuerdo. Antes de separarse, ya sentada en su auto Ana aseguró que en cuanto llegara a su casa le enviaría las cartas por mail.
—Sin que falte una —prometió.
—No —respondió Mary—… bueno, sí, mandámelas, pero esta noche no las voy a leer; ya tuve demasiado para un solo día. Si podés, prefiero que también las imprimas y las voy leyendo mañana, en el viaje.
—Paso a eso de las once. Te quiero. Gracias, hermanita –se despidió Ana, emocionada.

Después del encuentro con Mary, Walter permaneció un rato en el bar, bebiendo demasiado y aprisa. Al anochecer, entró a su casa como una tromba, fue directo a “la oficina” y trancó la puerta con llave. Abrió la carpeta que Mary había tenido en su poder y desparramó su contenido sobre el escritorio. Buscó afanosa, enloquecidamente entre los papeles sin encontrar lo que quería. Sintió que el mundo se le venía encima. Por primera vez después de tantos años experimentaba miedo, un miedo real, concreto: un miedo pánico.
Se sentó en su silla de ejecutivo y trató de calmarse. Estaba seguro de que el papel había estado allí. Aunque quizás el escribano había tenido la precaución de quitarlo antes de darle la carpeta completa a Mary. Luego se dijo que eso era imposible: el escribano ignoraba la existencia de ese documento, y –lo conocía bien- jamás husmearía en sus pertenencias. Pensó que tal vez él mismo lo había separado y no lo recordaba. Hacía más de 20 años que lo había tenido en sus manos por última vez.
Descartó que Mary hubiese mentido. Creía conocerla lo suficiente como para detectarlo. Además, ella había sido muy enfática durante la charla de unas horas antes, y nada en su actitud denunció que conociera el contenido del documento perdido. En cualquier caso, era obvio que a quien no podía preguntarle acerca de la inscripción tardía era a ella.
Se reprochó no haber quemado ese papelucho hacía años, como le rogó su ex esposa. De esa forma, nada podría probar el verdadero origen de Mary. Debía protegerla, protegerse. Tenía que impedir que entrara en contacto con la familia de Isabel, su mujer fallecida, que supiera cómo habían muerto sus verdaderos padres y por qué.
Walter se fue calmando mientras ordenaba el contenido de la carpeta. Pensó que la suerte lo seguiría acompañando, que lo peor ya había pasado. Hasta ahora nadie la había buscado, y de él no había trascendido más que su alias -Chino- y una vaga descripción física. No escuchó a Ofelia detrás de la puerta.
—¡Viejo! ¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¡Querido!


A las once y diez del día siguiente Ana y Mary salían rumbo al Norte. Ana traía un mapa en el que había marcado con tinta roja el camino que debían seguir. Casi la mitad del trayecto transcurría por pequeños caminos vecinales, y los últimos tres kilómetros ni siquiera figuraban en el mapa.

—Ahí nos vamos a tener que arreglar como podamos. Me dijo que hay un cruce de caminos y un cartel que prohíbe la caza. Allí tenemos que tomar a la izquierda hasta que encontremos una portera: es la entrada. ¿Sabés qué nombre le puso?… “El aljibe”…
Mary no prestaba mucha atención a las explicaciones de Ana. Tenía un pequeño fajo de hojas impresas sobre la falda y lo inspeccionaba sin buscar nada concreto, apenas queriendo tener una idea precisa de su tamaño.
—Están todas, ¿no?
—Todas, “sin que falte una sola”, como me ordenaste —replicó Ana de buen humor.
—¿Las pusiste en orden cronológico?
—Sí, todas ordenaditas como a vos te gusta.
Mary levantó la vista y comprobó que Ana estaba tomándole el pelo, gozando cariñosamente su ansiedad.
—Lee tranquila —sugirió Ana—; tenemos más de una hora de viaje.
Mary reclinó un poco el asiento y se desentendió completamente de lo que pasaba a su alrededor. Empezó a leer las cartas una tras otra, lentamente, como era su forma de leer.

From: skyku@border-terrier-club.net
Juan Marcos había muerto en un accidente de aviación en Madrid. La reunión inmediatamente posterior congregó en casa al núcleo duro de la barra. Comida tranquila, onda baja y fuerte. Alcohol. Porro. Alcohol. Aquella habitación tantas noches sobrepoblada, sobrecalentada, parecía un ancho corredor y nosotros sombras. Su compañera guajira estaba allí, alhajada con sus mejores galas blancas, con su cabello negro suelto y su piel mate, como siempre, pero fría. Sentí que no habría otra vez, que la impunidad de ser salvajemente felices había caído con aquella máquina estúpida, se había incinerado, calcinado, muerto.
Juan Marcos había estado de vacaciones hasta apenas unos días antes de subir al avión. En España, al Sur. Estando allá se obsesionó con llegar hasta Sitges, una pequeña localidad sobre el Mediterráneo donde hace no sé cuántos años los partidos Liberal y Conservador de su país, Colombia, habían alcanzado un acuerdo secreto de alternancia en el gobierno para que el poder permaneciera siempre en las mismas manos, pero sin guerras civiles. El sostenía que aquel pacto había sido sellado con brujería, y que se mantenía hasta entonces apenas por el vigor del conjuro. Quiso deshacerlo. Se dejó leer las líneas de la mano por una gitana en las ramblas de Barcelona. Ella le dijo que para lograr lo que pretendía debía encontrar a otras cuatro personas que lo guiarían hasta el final. Entonces permitió que un diablo alucinado de ojos verdes le tirara el tarot en un bar de Valencia y mantuvo una extensa charla mística y nocturna con un Buda rubio que hablaba sánscrito en una playa de Benidorm. Ya había encontrado a tres. Y se fue a Sitges.
Llegó con los ojos rojos y el corazón púrpura. En la primera noche, en una de las tantas calles oscuras por las que merodeaba desde hacía horas vio que desde un automóvil alguien le hacía señas para que se aproximara. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para oler el azufre escuchó que le preguntaban si era él quien estaba buscando lo que él estaba buscando, y dijo que sí. Entonces, le indicaron, debía ir a una plaza, esa misma noche, y enfrentar el fin.
Estaba dando vueltas alrededor de la plaza desde hacía un rato largo sin ver un alma en la oscuridad. Hasta que de pronto percibió una tenue luz flotando en el aire, quizás una brasa de cigarrillo. Se acercó un poco y vio que era una túnica larga y negra con una capucha amplia, y que la luz en el centro de la oquedad de la capucha era tal vez de un cigarrillo. La sombra le dio lentamente la espalda y le dijo algo que él no entendió, o entendió y no supo contestar, y entonces la túnica cayó y quedó probablemente el cigarrillo encendido en la nada negra y después todo desapareció y él se quedo allí, sintiendo que había fracasado. Sabía lo que había sucedido, pero no lo comprendía. Entonces regresó a Barcelona alucinado y desesperado, y después a París y después se subió al avión sin tener que hacerlo y se murió.
Una semana después de su muerte, Gonzalo, uno de la barra, recibió una postal desde Barcelona. Un texto complejo e indescifrable con la firma de Juan Marcos. La noche del día en que recibió la postal quiso quedarse solo pensando en aquel misterio y en otros misterios desconcertantes aunque no tan tristes. Estando en la sala escuchó un ruido de vidrios rotos en la cocina y automáticamente fue a investigar de qué se trataba. Busco por todos lados pero no encontró nada destruido y decidió irse a dormir considerando que ya había bebido y fumado lo suficiente. Al día siguiente quiso prepararse una taza de café, y cuando la alzó vio que la cafetera de vidrio se había rajado de arriba a abajo y de izquierda a derecha; la fisura tenía una evidente forma de cruz. Entonces me llamó por teléfono y me pidió que fuese de inmediato, sin explicaciones.
Me mostró la postal, la cafetera, y me contó todo el relato que Juan Marcos le había hecho apenas regresado de Sitges durante una cena que entonces le había parecido tan extraña como divertida. Fue cuando abrió un cajón y sacó unos papeles manuscritos.
—Antes de irse me dejó este sobre. “Está todo aquí —me dijo—. Es por esto”.
—¿Por qué lo escribió? ¿Por qué te lo dio? —pregunté.
—No lo sé. Tal vez para que alguien más lo supiera; no quería ser el único en conocer esta historia.
Extendió su brazo con los papeles temblando en la mano. Yo los tomé, y los guardo hasta ahora. Pero nunca, nunca los leí.


miércoles, 7 de abril de 2010




22


Fueron a la cocina y pusieron galletas de salvado, varias mermeladas y agua fresca sobre la mesa. Conversaron casi hasta la medianoche. Mary puso música -Mateo Clásico, volumen 1- y después quiso “saberlo todo”. Ana se confió sin reservas. Le contó que al principio había sentido miedo, casi pánico, de que la estuviesen espiando, de que se tratara de algún loco que planeara hostigarla. La curiosidad de Mary, su inmediato enganche con la historia operó, de cierta forma, como un reaseguro contra el temor. Al principio siguió rebotándole las cartas sin leerlas, pero no las borraba. Luego le llamó la atención que el juego continuara, y que él escribiera con tanta asiduidad. Tuvo curiosidad, y una noche empezó a leerlas desde la primera en adelante. Cuando apenas había leído la tercera, o la cuarta, se dio cuenta de que Mary se las había ingeniado para darle luz verde y para mantenerlo produciendo, y de que la única forma de hacerlo era por medio de los textos que ella decía ante cámaras. Le bastó mirar las grabaciones de un par de programas que tenía en su casa para tener la prueba fehaciente. Se sintió muy mal, como una marioneta estúpida usada por dos perversos. Había pensado en desbaratar todo enfrentando a Mary; quería reprocharle su crueldad. Estuvo a punto de llamarla por teléfono esa misma noche, pero “algo” se lo impidió. No supo explicarle a su amiga qué fue exactamente, tal vez su propia perversidad, su morbo excitado por el equívoco, por el resbaladizo juego de máscaras. Le confesó que la pasión y la habilidad que ella había puesto en el asunto le provocaron algo de envidia, de admiración. Esa misma noche leyó todas las cartas que habían llegado, y cuando terminó había decidido que se prestaría a continuar el juego, pero reservándose un papel secreto que la convertía en maestra de ceremonias. Si los naipes estaban marcados, que lo estuviesen para todos.
Leía las cartas antes de enviárselas a su amiga, y casi imperceptiblemente ese hombre la fue seduciendo. Miró la pizarra donde Mary elaboraba el “retrato robot” del corresponsal, y señaló que enseguida a ella le habían interesado cosas distintas de las que Mary se preguntaba. Ella deseaba forjarse una imagen física, un cuerpo. ¿Era gordo o delgado? ¿Alto o bajo? ¿Calvo? ¿Qué edad tendría y cómo llevaría sus años? ¿Cómo eran sus ojos, sus manos, su risa? ¿Sería elegante o desaliñado? ¿Casado, soltero?
Ella no lo había escrito en una pizarra, pero iba armando su propio “indetikit”. Las cartas empezaron a formar parte de esa corporeidad, y de sólo leerlas pasó a filtrarlas, a “apropiarse” de algunas de ellas sin que hubiese elaborado un criterio específico de selección. Elegía intuitivamente, según lo que le dictara su corazón, sus hormonas o alguna otra cosa por el estilo. Durante su viaje a Chile se dio cuenta de que lo extrañaba, de que su presencia en la computadora se había convertido casi en tangible, y de que ella se había transformado en adicta de la ansiedad, la agitación con la que leía sus cartas. Al regresar estaba decidida a provocar el encuentro, y también a aceptar las condiciones que, sin duda, él pondría. Lo demás, Mary ya lo conocía.
—Tenía que contártelo —dijo Ana—. Pero hasta que vi la pizarra pensaba que el tuyo era un interés… no sé, científico, o algo así; creía que tu juego era más frío. Nunca sospeché que estuvieses tan conmovida. Te lo pregunté la otra noche, en el boliche, ¿te acordás? Y tu respuesta fue tan poco entusiasta que… aunque debí imaginarlo…
—No, pará con eso. Ya pasó —la interrumpió Mary—. Y la cosa sucedió el otro día, cuando “fuiste al médico”…
—Hfhhum.
—¿Y ahora…?
—Quiero encontrarlo —admitió Ana con pasión-. Voy a salir a buscarlo hasta debajo de las piedras.
Mary se paró, fue hasta la pileta y se enjuagó los dedos pegoteados con mermelada.
—Eso no está dentro del acuerdo inicial. Sería una traición —dijo severamente, secándose las manos con un repasador de espaldas a su amiga.
Ana tenía una respuesta preparada. Esperó a que Mary se sentara nuevamente, la miró a los ojos con una expresión transparente, sincera.
—El acuerdo no fue conmigo —dijo, con suavidad.
Mary dejó caer la cabeza bruscamente -su cabello eran dos cascadas a los lados del rostro- y la sacudió levemente, asintiendo.
—Tenés razón —aceptó. Y enfrentando la mirada de su amiga, agregó—: Pero no lo vas a encontrar. Es imposible.
—Me tenés que ayudar, Mary. Juntas podemos. Vos lo conocés de una forma distinta, sabés cosas que yo no sé… —dijo señalando la pizarra.
—Si lo buscamos va a dejar de escribir.
—Y si no lo buscamos, ¿qué vamos a hacer ahora con sus cartas? ¿Nos las vamos a repartir salomónicamente? ¿Qué vamos a hacer nosotras? ¿Qué hago yo?
—Voy a poner otro disco —dijo Mary saliendo de la cocina.
Cuando regresó empezaba a sonar “Nascimento”, de Milton. Mientras volvía a sentarse comentó—: ¿Viste que grabó una canción de Mateo y otra de Leo Maslíah?
Ana estaba ensimismada, con los pies sobre la silla y la frente apoyada sobre las rodillas. Mary permaneció un momento en silencio, tratando de tomar una decisión. Pensó que, de cualquier forma, el sueño había terminado; y, además, su amiga era de carne y hueso.
—De acuerdo, te voy a ayudar.
—¡Bien! —gritó Ana poniéndose de pie con un salto y levantando los brazos, dispuesta a abrazarla.
—Pero con dos condiciones —se apresuró a decir Mary, atajando a su amiga con un brazo—: quiero todas las cartas, sin que falte una sola.
—¡Hecho! —exclamó Ana sin dudarlo un instante, y las dos se fundieron en un intenso abrazo—. ¿Y la otra? —agregó, expectante.
­—Esperá un segundo —pidió Mary, cuyo semblante había adquirido de pronto una gravedad que parecía inoportuna.
Se levantó y fue hacia su dormitorio, y cuando regresó traía una hoja de papel en la mano. Se sentó frente a Ana y se la extendió por encima de las galletitas y las mermeladas.
—Yo también tengo algo que mostrarte.
Ana tomó la hoja haciéndola girar 180 grados para poder leerla. El papel era antiguo, o parecía tener unos cuantos años. El membrete sobre el ángulo superior izquierdo decía “Registro Civil. Ministerio de Educación y Cultura. República Oriental del Uruguay”. Centrado, al tope de la página había un título: “Inscripción Tardía”. Ana leyó en diagonal el contenido del documento y cuando terminó hizo ademán de devolverlo a su amiga, pero Mary la detuvo con su palma en señal de “alto”.
—¿Qué pasa? —preguntó Ana—. Es tu inscripción en el Registro Civil. Algo así como tu partida de nacimiento.
—Pero es rara, Ana. Mirala bien— replicó Mary apoyando un codo en la mesa y su cara en la mano. Tenía en el rostro una expresión que Ana nunca había visto, una mezcla de estupor, asco y angustia.
Ana leyó más cuidadosamente. Era una inscripción tardía, pero eso no era demasiado raro. Figuraban los nombres y apellidos de su padre y de su madre, sus edades, sus profesiones –“empleados”-, quienes declaraban ser los padres de Mary, de dos meses de edad nacida el 4 de junio de 1978.
—¡¿Cómo dos meses de edad?! —exclamó Ana, sobresaltada.
—Ves, es lo que te digo —se quejó Mary.
—Bueno, pará, claro: por eso es una inscripción tardía —dijo Ana con la entonación de quien resuelve un acertijo.
—Pero… ¿dos meses? ¿Por qué taaaan tardía? –preguntó Mary alargando expresivamente el tan.
—No sé. Sí, mirado así, es un poco raro. Tenés razón. Pero pudo haber miles de motivos, yo qué sé…
—Seguí leyendo —pidió Mary.
Ana buscó la última línea que había leído y continuó. En “Lugar de nacimiento” decía “Hospital Militar”. Su corazón dio un vuelco, pero se contuvo, súbitamente consciente de lo que podría tener entre sus manos. Pensó en Mary, en qué estaría sintiendo, pero evitó mirarla. Estaba escrito y Ana lo leyó varias veces: “Los comparecientes declaran domicilio en: Centro Militar. Avenida del Libertador Lavalleja No 1546”. Ya no pudo parar hasta el final. Lo otro relevante que encontró fue que los testigos habían sido un militar y su esposa, quienes certificaban que Mary era hija de sus padres allí mencionados y que había nacido hacía dos meses, el 4 de junio de 1978 en el Hospital Militar. El círculo se cerraba.
Ana levantó lentamente su mirada, y vio que los ojos de Mary estaban inundados de lágrimas.
—No voy a llorar —se anticipó Mary—. No voy a soltar ni una sola lágrima hasta que sepa la verdad —y el llanto en sus ojos se iba reabsorbiendo como por arte de magia—. Yo también necesito buscar algo, y es la segunda condición, en realidad, es un pedido: que me ayudes en esto.
Ana se levantó de su asiento, dio dos pasos hasta donde se encontraba Mary, se agachó y la abrazó intensamente diciendo:—Por supuesto que te voy a ayudar. No sé bien cómo, pero te voy a ayudar.