miércoles, 14 de abril de 2010





25



Faltaba poco para que llegaran al punto en el cual el mapa les resultaría inútil. Mary pasaba las páginas.

From: wendyrea@aol.com
Una música ha cambiado completamente la casa. Las ventanas se deben abrir distinto; algunas se deben cerrar. La luz quiere ser más sola, y más lejos, como las sombras; las sillas merecen respeto y desde afuera, la brisa, entra con sigilo a este lugar sin muros ni puertas, sin fronteras. Afuera y adentro es el mismo techo. La luna atisba y especula y las estrellas ya no titilan para no perderse ni una nota.
La música libera su armonía secreta revelando que el mundo es cabeza para abajo, para el costado, para el centro; cualquier orientación antes y mejor que para arriba. Lo obvio es porquería, amontonamiento, orden. La claridad está en lo implícito, el brillo en el caos espontáneo que construye otras realidades, escenarios, sentimientos, percepciones. En el cuerpo, y en el alma, batiendo como un océano contra la costa rocosa está la libertad. La música es un barco y yo soy ese vigía, ahí, trepado a su palo mayor, oteando el horizonte crepuscular sin la esperanza de saber lo que verá.
Marybow.

—¿Qué quiere decir bow en inglés? —preguntó Mary irguiéndose en el asiento de un envión.
—Ah, estás leyendo esa. A mí también me sorprendió. ¿Qué pensás?
—Decime por favor qué quiere decir bow —insistió Mary hablando lentamente, como si temiera saber la respuesta.
—Muchas cosas. Algo así como reverencia, o la proa de un barco, y también nudo, lazo.
—¿Y qué sentido tiene, Marybow?
—No sé, creo que ninguno. No quiere decir nada.
—¿Querés decir que es una palabra que no existe?
—Sí, eso. Que no tiene traducción.
—¿No tiene traducción o no existe?
El camino de tierra terminaba en una T. Según las instrucciones, en ese punto debía haber un cartel anunciando la prohibición de cazar.
—No veo el cartel —anunció Ana mirando a derecha e izquierda.
—¿Querés decir que es una palabra inventada? –continuaba preguntando Mary, abstraída.
—¿Cuál?
—Marybow. ¡Cómo, cuál! —replicó Mary exhibiendo la carta en su mano derecha.
—Sí. ¡Qué sé yo! ¿Vos no ves el cartel de tu lado?
El automóvil estaba detenido en el centro del cruce. Mary tenía la mirada fija en algún punto distante, delante suyo. Un hombre pasaba a caballo delante de ellas. Montaba en pelo, con el torso desnudo y descalzo. Sus únicas prendas eran una típica y raída bombacha gris, y una boina que, quizás, había sido azul. Sin detenerse el gaucho las miró, inquisitivo aunque distante. Ana saltó fuera del coche cuando el hombre se alejaba.
—¡Señor! ¡Señor! —gritó agitando el brazo derecho como si despidiese a alguien en el puerto.
El gaucho detuvo el caballo y se volvió girando el torso, callado, esperando.
—Buen día —dijo Ana caminando rápido hasta él.
—Buenos días —replicó el jinete con tono respetuoso, tocando levemente su boina con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.
—¿Usted sabe dónde hay por aquí un cartel de prohibido cazar? Me dijeron que había uno…
El hombre permaneció un momento inmóvil, mirándola. Después observó el entorno, despacio, con seriedad.
—No. Por aquí no hay nada para cazar.
—Sí, no… pero me dijeron que aquí había un cartel y… ¿no hay alguno cerca, en un cruce como éste?
-¿Un cruce?
El gaucho miraba lentamente en todos sentidos. Parecía convencido de que esa mujer no sabía qué estaba buscando ni dónde estaba, pero pretendía disimularlo. El caballo hizo un movimiento brusco y Ana retrocedió, temerosa. El le dio un tirón a las crines del caballo y emitió un extraño sonido estirando la boca hacia un lado, lo que pareció devolverle la calma al animal.
—Sí, un cruce como éste —dijo Ana formando una cruz en el aire con sus palmas estiradas.
—Nooo —contestó él—. Por aquí no hay ningún cruce.
Ya sin poder contenerse, el jinete se inclinó hacia delante y miró a Mary que aún estaba dentro del auto, observando la escena.
—¿Adónde van las señoritas? —preguntó alzando la voz, como dirigiéndose a Mary, quizás convencido de que la que tenía delante no era la jefa.
Mary no movió un músculo. Ana estaba mirando el sudor resbalando por el costado del caballo; la pierna del hombre, indiferente a los jugos de la bestia. Le pareció percibir la brizna de una extraña fragancia, violenta y apetitosa.
—A El Aljibe —contestó Ana sin convicción, resuelta a terminar con aquella pérdida de tiempo.
—Ahhh… ¿Al Aljibe?
—Sí, El Aljibe. ¿Usted trabaja allí?
—No, yo no trabajo.
Ana apeló a lo que llamaba su “piloto automático”, un recurso aprendido en los primeros meses de su regreso al país, cuando a menudo enfrentaba situaciones que no comprendía, malentendidos que adjudicaba a su desconocimiento de los códigos semióticos locales. Después, con el tiempo, se dio cuenta de que esas lagunas del entendimiento no tenían nada que ver con la semiótica.
—¿Sabe dónde es?
—Sí, claro. Sígame —dijo el paisano y taloneó las ingles del caballo que partió al trote hacia adelante.
Ana corrió hasta el auto. Encendió el motor y tomó a la izquierda, tras el caballo que, ahora veía, era completamente blanco.
—El tipo este sabe dónde es El Aljibe. Dijo que lo siguiéramos.
—No quiero ir —dijo Mary sin moverse.
—¿Eh? ¿Qué te pasa?
Ana aceleró tratando de alcanzar al caballo que ahora trotaba con el hombre sobre su lomo sudado.
—No quiero ir. Tengo miedo.
—Tenemos que ir, Mary. ¿De qué tenés miedo? ¡No me aflojés ahora!
—Marybow. ¿Qué significa? ¿Por qué Marynudo, Marylazo, Maryreverencia? —decía Mary perdida en su laberinto.

—¿Cómo se te ocurrió separar Mary de bow? Es increíble. Increíble —repetía Ana mientras intentaba seguir al gaucho que avanzaba con desesperante lentitud para un automóvil. Cambió cinco o seis veces de dirección, por caminos cada uno más estrecho que el anterior. Cuando tomaron el que sería el último, hacía rato que ya no veían casas. Sólo campos ondulados. No había vacas, ovejas, cultivos. Sólo campos ondulados llenos de chircas. Ellas lo seguían, en silencio. Hasta que el jinete se detuvo delante de una tranquera con un cartel colgado que decía: "Cuidado. Perros perros". El hombre se bajó del caballo, abrió la portera y les hizo seña de que avanzaran por el trillo que se internaba entre matorrales y chircas. Ana aceleró sin mirar a Mary.
—Siga el trillo hasta las casas —indicó el gaucho cuando el coche pasó ante él. Mary le agradeció con un movimiento de su mano izquierda y continuó la marcha.
—Esto no es El Aljibe, Ana. ¿Viste algún cartel de prohibido cazar? ¿Cómo sabés que es el lugar que buscás?
—Es aquí. No te preocupes.
—Todo esto es una locura. Estás completamente loca.
—Sí, pero no es de ahora. Calmate. Está todo bien.
Los perros aparecieron todos juntos. Saltaron desde el yuyal delante del coche, ladrando, mostrando los colmillos, los hocicos llenos de cicatrices. Mary empezó a gritar inclinándose sobre Ana.
—¡Cerrá la ventanilla! —ordenó Ana mientras subía la de su lado y apretaba el acelerador provocando que el coche comenzara a dar tumbos sobre el trillo.
Estuvieron a punto de caer a una zanja, pero Ana pudo controlar el vehículo a tiempo. Ni se le ocurrió frenar, y hasta pensó que había aplastado a un par de perros en la maniobra, pero no le importó. Mary seguía gritando y la sensación de caos y terror era total cuando, después de una curva apareció la construcción chata y con aspecto abandonado. Ana clavó los frenos. Los perros armaban un escándalo ensordecedor y corrían alrededor del auto, pero no saltaban sobre él. Sin decir una palabra, Ana colocó reversa y giró la cabeza sobre su hombro derecho para efectuar la maniobra, cuando vio al gaucho a caballo que salía de la curva al trote rápido en dirección a ellas.
—¡Vayan pa' las casa! —ordenó a los perros en voz alta pero sin gritar. Todos obedecieron de inmediato—. El Aljibe, es acá. No se puede entrar en auto. Bajen, yo las acompaño. Los perros no les van a hacer nada —agregó mientras desmontaba.
—¡Vámonos! ¡Por favor, Ana! ¡Vámonos de aquí! —rogaba Mary aferrándose a las cartas que milagrosamente había logrado conservar entre sus manos.
Ana apagó el motor, quitó las llaves, tomó su cartera, se acomodó los lentes de sol y abrió la puerta del coche.
—Voy a bajar. Si querés quedate y esperame. Acá no te va a pasar nada —dijo con calma, sin rabia, sin dramatismo, como si le estuviese hablando a una niña a la que es necesario trasmitirle seguridad. Y sin esperar respuesta salió del automóvil.
Los perros habían desaparecido. Ana caminaba detrás del caballo que el gaucho llevaba con su mano izquierda en las crines. Mary miró alrededor y dio un salto fuera del coche.
—¡Esperame! —gritó mientras corría detrás de la extraña pareja que en ese momento rodeaba la construcción.
Los alcanzó cuando el hombre ataba el caballo con una soga que colgaba de un poste. Caminó detrás de ellos. Al llegar al otro lado de lo que creía casi una tapera quedó atónita ante el maravilloso espectáculo de una casa de campo acondicionada con una refinada simplicidad y jardines trabajados con evidente buen gusto.
—Esperen aquí —dijo el hombre cuando estuvieron sobre las cerámicas del piso de la terraza, a la sombra de un enorme timbó, y entró en la casa.



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