miércoles, 31 de marzo de 2010






20



Demoró un buen rato en calmarse. Ana había permanecido a su lado, en silencio, abrazándola, consolándola, conmovida hasta los huesos por la desgarradora reacción de Mary y por el descubrimiento de que había desarrollado hacia ella un sentimiento de hermana mayor. Ahora la podía imaginar claramente esperando esas cartas con una ansiedad que ella nunca experimentó, y admiró el temple de su amiga. No alcanzaba aún a entender cabalmente qué significaban para Mary, pero tenía delante de sus ojos la consecuencia de la ilusión rota. En ese momento, hasta le perdonaba como un pecado venial que las frases codificadas que le mechaba en sus monólogos y presentaciones no tuvieran sólo la intención de juguetear, como había creído desde un principio. Mary alimentaba una relación profunda, extraña y única sirviéndose de ella como mensajera, como intermediaria supuestamente inocente. La había usado, sí, pero no le había hecho daño y había sido por un sueño maravilloso, impulsada por una fantasía indoblegable. Trataba de encontrar una manera satisfactoria para ambas de solucionar aquella situación, pero no se le ocurría ninguna.
De pronto Mary se levantó de la cama, entro al baño y cerró la puerta. Ana pensó que debería irse en ese momento, pero no quería hacerlo. Se tendió en el lecho, escuchó cómo Mary se sonaba la nariz y luego oyó el agua corriendo en el lavabo. Después de algunos minutos Mary regresó al dormitorio. Las huellas del llanto eran aún perceptibles en su rostro. Miró a su amiga, se pasó las manos por la cara y se acostó a su lado. Estaban ambas boca arriba, sin tocarse. Mary habló primero.
—Disculpame. No debí insultarte así. Realmente, no pienso lo que dije; sólo… quise herirte.
—Sí, lo entiendo.
—No estoy segura de que lo entiendas, pero necesito que me disculpes. Fui grosera, e injusta.
—Te disculpo la grosería y, ya que estamos, también el zamarreo. Pero, ¿por qué injusta? —preguntó Ana.
—Porque, en realidad, yo te usé; fuiste mi señuelo.
Ana permaneció pensativa durante algunos instantes.
—Y vos fuiste mi curiosidad, mi imaginación y mi creatividad. Yo usé tu letra y vos mi imagen. Estamos a mano —propuso, ecuánime.
Se quedaron las dos mirando el techo. Afuera el sol comenzaba a declinar.
—Sí —admitió Mary rompiendo el silencio, con un tono que ya no era compungido sino totalmente calmo—, pero vos te lo fifaste.
Ana intentó reprimir una carcajada, pero el aire se le escapaba entre los labios apretados. Se tapó la boca con la mano, pero fue igualmente inútil. Su risa ahogada, entrecortada, rompió definitivamente el hielo. Casi sonriendo, Mary se apoyó en un codo incorporándose a medias y la miró fingiendo incredulidad y asombro.
—Reíte, no más; pero es cierto. Te lo fifaste.
Ana rió entonces de buena gana. Su cuerpo se sacudía de arriba hasta abajo, liberando toda la tensión que había acumulado.
—¡Aaahhh…! —exclamó—. ¡Fifaste! ¡Cuánto hacía que no escuchaba esa palabra!
Se sentó en la cama de espaldas a Mary, y con las manos secó las lágrimas que le había arrancado la risa.
—Sí, es cierto, aunque yo no usaría esa palabra—. Se volvió para mirar por un segundo a Mary y agregó-: Y hoy me di cuenta de que vos empezaste a amarlo antes que yo. Mientras para mí era todavía un loco, un desquiciado que se le daba por escribir cartas, vos ya estabas viendo su alma.
—Yo no lo amo a él; ahora lo tengo absolutamente claro. Amo lo que escribe, lo que provoca en mí con sus letras —señaló Mary yendo hasta el escritorio. Abrió un cajón, sacó una carpeta y la lanzó sobre la cama. Ana la tomó lentamente y leyó la etiqueta: “Salvaletras”.
—Mary —empezó a decir Ana con gravedad—, tengo que confesarte algo…
—Qué —preguntó Mary calmamente.
—Hay más…
—Bueno, dale, decime todo, ¿total? ¿Qué más pasó?
—No, no entendés —decía Ana con la carpeta en la mano—. Hay más…
Mary se puso rígida, retrocedió un paso y se sentó a medias sobre el escritorio, las manos apoyadas a los lados.
—¿Más… cartas? ¿Hay más… cartas? ¿Es eso lo que querés decir? —preguntó con impaciencia.
Mary vio cómo Ana asentía con la cabeza, ocultándole la mirada.
—No puede ser; no es posible —decía Mary caminando de un lado al otro del dormitorio—. ¡Hay más cartas! ¡Todo este tiempo… hubo más cartas!
Ana se incorporó bruscamente dejando la carpeta sobre la cama e interceptó a su amiga. La tomo de los brazos y la obligó a mirarla.
—Mary, por favor, no empieces de nuevo —rogaba—. Tenés que entender que yo no sabía nada, no lo sabía. Mary, Mary: ¡no lo sabía! —exclamó, conmovedoramente, y la abrazó con fuerza.
Al cabo de unos segundos Mary correspondió el abrazo.
-Sí, tenés razón, claro —aceptó, al tiempo que comenzaba a sonar el teléfono. Dejó que se activara el contestador, y escuchó la voz de su padre.
—Hola. ¡Mary! ¿Estás viniendo o te dormiste? Son las seis y cuarto y estoy en el bar. Te espero otro ratito. Besos.
—¡Carajo! ¡Me había olvidado! —exclamó soltándose del abrazo de Ana—. Tengo que ir. No lo puedo dejar plantado. Pero vos no te vayas. Arreglo esto en quince minutos, vuelvo y seguimos conversando. ¿Ta?
—Si tenés un compromiso…
—¡No! Te lo pido por favor. Había quedado en encontrarme con mi padre, es todo. Pero no podemos dejar esto así, y menos después de lo que me acabás de decir.
—Bueno, te espero. OK.
En cinco minutos Mary estuvo vestida y con las llaves en la mano. Antes de salir sacó la botella de vino blanco del refrigerador, sirvió una copa y se la puso entre las manos a Ana.
—Queda otro poco en la botella —dijo, apresurada—. Enseguida vuelvo.


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martes, 30 de marzo de 2010

A QUIENES MANDARON COMENTARIOS:

LAMENTO QUE UN ERROR DE CONFIGURACIÓN EN LAS ENTRADAS DEL BLOG (INEXPERIENCIA MÍA) HAYA PROVOCADO QUE HASTA AHORA NO LOS RECIBIERA .
YA PARECE ESTAR SOLUCIONADO EL INCONVENIENTE.
LAS DISCULPAS DEL CASO.



19



Cuando abrió la puerta Mary tenía puesta su salida de baño y con la mano derecha se sujetaba el cabello envuelto en una toalla roja. Besó a su amiga y la vio más bella que habitualmente, bella y cansada. Algo distinto iluminaba aquel rostro que ella conocía tan bien, desde todos sus ángulos y en todas sus expresiones. Tal vez era un efecto de las marcadas ojeras que le daban un aire diferente a su mirada; o quizás era que insólitamente Ana estaba vestida con una calza gris y una camiseta blanca y amplia, como si por primera vez en su vida no hubiese escogido la ropa antes de salir. Traía una cartera de lona negra que dejó en el piso, junto al sillón donde se dejó caer.
—No me mires así. Estoy espantosa —dijo Ana llevándose el pelo detrás de las orejas.
—Error. Estás bárbara. Deberías probar a salir así en cámaras de vez en cuando.
Mary fue hasta el equipo de música.
—¿Qué querés escuchar? —preguntó, tratando de que Ana se ambientara.
—Eso, música. Quiero escuchar música permanente, incesante y empalagosamente romántica.
Mary se volvió ligeramente y vio que Ana había cerrado los ojos y levantado los brazos como preparándose a saltar desde un trampolín. Mary puso “Fina estampa”, de Caetano Veloso, y se sentó frente a Ana.
—Sos una maga —dijo Ana, y se quedó en silencio, mirándola a los ojos.
—Las mujeres no somos magas, somos brujas —acotó Mary. Hizo una pausa y preguntó: —¿Entonces?
Ana rió nerviosamente. Parecía no saber qué hacer con sus manos que iban de su cara a sus rodillas y de nuevo a su cara.
—No sé —empezó con timidez—, …es que… tengo que admitirlo: me da vergüenza.
—¿Vergüenza? Mmhhh —dijo Mary pasando la lengua por sus labios y frotándose las manos—. Esto parece más interesante de lo que había pensado.
—Por favor, Mary; no me lo hagas más difícil —la regañó Ana con suavidad—. No se lo puedo contar a nadie más, a nadie. ¿Entendés?
—Bueno, ta. Entonces, empezá.
—No sé por dónde empezar —seguía dudando Ana, tratando de encontrar coraje. De pronto miró fijamente a Mary y pareció decidirse. Tomó su bolso y lo colocó en su falda. Buscó durante un momento y sacó una hoja de papel doblada al medio. Dejó el bolso en el sofá, se puso de pie y le extendió el papel a Mary.
—Empecemos por aquí —dijo con gravedad—. Leé esto.
Mary dejó la toalla a un lado y tomó la hoja. Cuando empezaba a leer vio que Ana se paraba frente a la ventana, miraba el cielo por el pozo de aire, dándole la espalda.

From: ttlook@alenhaywood.co.uk
Está bien: lo pensé y, acepto; pero tendrá que ser sin romper las reglas que hemos observado hasta ahora. Quiere decir que vos no me verás en ningún momento ni intentarás hacerlo bajo ninguna circunstancia. He arreglado todo. Si estás de acuerdo sólo tendrás que seguir estas instrucciones al pie de la letra. Dentro de tres días, a las dos de la tarde, entrarás con tu auto en el garaje de la habitación 05 del Motel La Morada.

Mary interrumpió la lectura y levantó la mirada lentamente. Tenía la boca abierta y una expresión en su rostro que a Ana le resultó indescifrable.
—¡Ana…! -empezó a decir, pero su amiga la interrumpió.
—Por favor, no preguntes nada ahora. Primero leé hasta el final. Me muero de la ansiedad. ¿Tenés algo dulce para comer?
—Ehhh… En la cocina hay fruta —respondió Mary, ya inmersa nuevamente en la lectura.

Entrarás en la habitación. Encontrarás sobre la cama una tela de algodón. Es para que te vendes los ojos con ella después de desnudarte completamente. Apagarás las luces que hayas encendido y te acostarás boca abajo, con la pierna derecha levemente flexionada, formando casi un ángulo recto con relación a tu cadera. Recostarás tu cabeza en la almohada y pondrás tus manos debajo de ella. Yo entraré diez minutos después que vos. No sucederá nada que ambos no deseemos. Este encuentro, si se produce, no será tema de mi correspondencia nuevamente y, claro está, será el único.
Suerte. Para los dos.

Le costó despegarse de las letras, pero cuando lo hizo vio que Ana estaba parada en la puerta de la cocina y miraba en dirección de la pizarra. En ese momento Ana se volvió hacia ella, transfigurada. Tenía un trozo de manzana en la boca que no lograba terminar de masticar, lo que aumentaba la expresión desencajada de su rostro. Sus ojos se encontraron presintiendo el mismo abismo, empezando a adivinar la catástrofe que seguiría.
—¿Qué es esto, Ana? —preguntó Mary, cuya única ventaja era no tener la boca llena.
Ana hizo un esfuerzo y tragó rápidamente.
—Mejor explicame vos qué es eso —dijo aclarándose la garganta y señalando la pizarra en la cocina.
—Eso no te importa. Contestame: ¿qué es esto? —volvió a inquirir agitando la hoja de papel y poniéndose de pie.
—Esto es un error lamentable —cortó Ana tajantemente, mientras dejaba la manzana en el sillón y se inclinaba para tomar su bolso.
De un salto Mary se interpuso entre su amiga y la puerta. El movimiento brusco provocó que el cinturón de su salida de baño se desanudara, pero ella pareció no percibirlo, o no le importó.
—Ahora no te vas. Me vas a tener que decir todo. ¿De qué se trata todo esto? ¡Es de él!, ¿verdad?
Mary parecía fuera de sí. Hablaba con los dientes apretados, y abrió los brazos para cubrir la puerta lo que provocó que su cuerpo desnudo quedara completamente expuesto. Sorprendida por el cariz que había tomado la situación tanto como por la desnudez de su amiga, Ana permaneció inmóvil.
—Dejame pasar, Mary. Esto es un malentendido —atinó a decir.
Mary comenzó a avanzar lentamente hacia Ana. La furia que despedían sus ojos hizo que su amiga se moviera de modo que el sillón quedara entre las dos.

—Mary, calmate —decía Ana tratando de apaciguarla—; esto no puede ser. Yo no sabía… Nunca me imaginé que vos…
—¿Qué hiciste? —Mary continuaba avanzando y Ana retrocedía hacia el dormitorio—. ¡Me leíste las cartas, pedazo de una traidora! ¿Cuántas leíste? ¿Eh? Todas, ¿no? ¡Estabas al tanto de todo! Jugaste con nosotros como con marionetas.
—¡Mary! Pero, ¿qué decís? ¿Cómo tus cartas?
—Y fuiste a la cita, ¿no? La nena linda de la televisión se regaló en una amoblada con los ojitos vendados y culito para arriba, ¿no? ¡Pedazo de una puta!
—¡Basta! —gritó Ana deteniéndose en la puerta del dormitorio, dispuesta a acabar con aquella situación.
—¡Basta, nada! —gritó Mary a su vez, mientras empujaba a Ana hacia la habitación—. ¡Sos una traidora y una puta de mierda! Me dijiste que no las querías, que no te interesaban. ¡Eran mías, sólo mías! Ahora ensuciaste todo. ¡Todo!

Mary la tomó por los hombros. Ana quiso resistirse y ambas cayeron sobre la cama. Mary estaba sobre su amiga y la sacudía por los hombros mientras gritaba.
—¡Ensuciaste todo! ¡Eran mías! —y sus lágrimas saltaban como clavadistas, describían una parábola y caían sobre el rostro y el cabello de Ana.
—Yo no sabía; no me dijiste nada —intentaba explicar Ana, ella también comenzando a llorar.
Mary cesó de zarandearla y se derrumbó a un lado, boca abajo, sollozando desconsoladamente. Su cabello negro y mojado se esparcía sobre la sábana blanca. Ana tuvo el reflejo de abrazarla y Mary no rechazó el gesto. Unió su cabeza a la de su amiga y lloraron juntas, aunque por cosas distintas.
—Mary, por favor, no llores más. No lo sabía. Perdoname. No quise hacerte daño. Perdoname —repetía Ana con la voz entrecortada, casi susurrando, mientras acariciaba la espalda de su amiga.
Mary no podía hablar y tampoco parar de llorar. Sabía que algo muy importante para ella había acabado cuando recién empezaba a sentir que estaba comenzando. Ese mundo apenas entrevisto, y sin embargo tan rotundo, se alejaba segundo a segundo, se diluía, se licuaba y escapaba como sus lágrimas entre los dedos. Y esas letras, que ella convirtió en su territorio de ensueños e inquietudes, que la transformaban en pájaro, en hada resucitadora, ya no eran suyas. Ese retoño que había insinuado en su interior se secaba segundo a segundo, quemado por un viento helado, polar, incontenible como su pena.

sábado, 27 de marzo de 2010





18



Mary regresó a su casa de excelente humor. Su intuición matutina se había confirmado plenamente: había sido un muy buen día. Dejó sus carpetas y la cartera sobre el sillón y los dos lomos de brótola que había comprado a la pasada sobre la mesada de la cocina. Puso una botella de vino blanco en el refrigerador preparándose para una velada solitaria pero que rematara dignamente la jornada. Sus movimientos eran ágiles y precisos. Puso un disco de Mateo y accionó el contestador para escuchar los mensajes. Ana había llamado dos veces la noche anterior pero sólo preguntaba si estaba durmiendo.
—Bueno, mañana hablamos —terminaba el segundo.
No habría sido nada importante porque, aunque de pasada, se habían visto en el canal y Ana no había mencionado las llamadas.
Su padre preguntaba si estaba todo bien, si necesitaba algo y si aún lo quería. Lucas no había llamado.
Se quedó pensando en su padre, en su doble vida, especulando con las posibles razones de aquella farsa. Decidió refrescarse con una ducha y mientras lo hacía empezó a admitir formularse una pregunta que evadía desde hacía semanas. ¿Su madre lo sabía? ¿Sabía todo, una parte, o lo ignoraba por completo? Había muerto cuando Mary tenía ocho años; “un cáncer fulminante”, le había explicado su padre cuando cumplió los doce. La recordaba nítidamente. Era una mujer pequeña, algo melancólica o quizás triste. Nunca habían paseado solas; las salidas siempre eran de a tres, y su padre era el alma de la diversión. Cuando regresaba de sus “viajes de negocios” él decidía cuándo y adónde irían, mientras tanto, había que esperar. Desde hacía tiempo sabía que su madre no había sido feliz, pero ignoraba si se lo había impedido su carácter huraño, tal vez depresivo, o si una pena profunda le había quitado el placer de vivir.
—El placer de vivir —repitió en voz alta.
Estaba terminando de secarse frente al espejo del baño. Miró el reflejo de su rostro enmarcado por su cabello despeinado, sus senos enhiestos; observó el color de su piel, el resto de su cuerpo pleno y firme. No se parecía a ella. Pero a menudo se encontraba menos semejanzas con su padre. Sonrió, de pronto, sorprendida por una idea absurda: su madre haciendo el amor con otro hombre. Acabó de secarse. Se puso ropa ligera y decidió hacerse la cena de inmediato. Estaba realmente hambrienta. Tenía pensado cocinar los lomos de brótola a la plancha. Se dio cuenta de que había olvidado comprar alcaparras, y estaba pensando cómo modificar la receta cuando sonó el teléfono.
—Hola, hija, ¿apareciste?
—Hola, papá. Ando con mucho trabajo —alegó Mary con cierta sequedad.
—Te llamé varias veces; te dejé mensajes en el contestador.
—Sí, lo sé. No pude llamarte.
—Hija: ¿estás bien?
—¿Por qué me decís “hija”? Siempre me llamaste Mary. ¿Qué se te dio ahora con eso de “hija”?
—Bueno, sos mi hija. No sé, lo digo sin darme cuenta. ¿Te molesta que te llame hija?
—No me agrada. Prefiero Mary, como siempre.
—¿Qué pasa Mary? ¿Estás enojada por algo?
—Sí —confesó, sintiendo que estaba a punto de franquear una barrera hacia un territorio sin retorno.
—¿Peleaste con Lucas?
—Sí, pero no es eso lo que me tiene enojada. No sé si es enojada la palabra exacta.
—Vos siempre buscando la palabra exacta —dijo él en tono distendido, como si evocara una travesura infantil.
—No sé; creo que lo que estoy es triste.
—¿Y por qué está triste mi corazoncito de melón? —preguntó él afectando la voz de la forma en que ella odiaba que lo hiciera.
—¡Papá! ¡Basta! No me hables así, no soy una niña. Soy adulta, mucho más adulta de lo que te imaginás —exclamó Mary levantando la voz—. Quiero que hablemos. Vos y yo solos, en privado. ¿Entendés?
—Claro, claro —contestó su padre articulando ahora normalmente—, cuando quieras ¿De qué vamos a hablar?
—De mamá.
Se produjo un silencio largo. Mary escuchó que su padre se acomodaba en el sillón de cuero ubicado junto al teléfono.
—¡¿De tu madre?! —exclamó él sorprendido.
—Sí, de ella, de vos y de mí —agregó Mary sin poder evitar que su voz pareciera levemente amenazadora.
—¡Caramba! Aclarame un poco de qué se trata porque lograste inquietarme.
—No, papá. Por teléfono no quiero hablar. Encontrémonos en algún lugar. Tampoco quiero que sea en casa… ¡Hola!
—Sí, te estoy escuchando.
Mary percibió que algo había cambiado en la voz de su padre. Ya no sonaba empalagosa ni ansiosa. Se daba cuenta de que se trataba de algo serio y estaba intentando imaginarlo.
—Mañana, a las seis. Aquí en la esquina, en el boliche de Carlitos —intentó abreviar Mary.
—¿No hay dos ahí? ¿Cuál de los dos es el de Carlitos?
—En el que hay gente.
—Bueno, en fin. No voy a perderme. A las seis.
—Chau; hasta mañana.
—…Mary: acordate de que te quiero mucho. Siempre te quise.
—Chau, papá.
—Chau, hij…, Mary —se corrigió.

Cenó en la cocina prolijamente, con mantel, una copa para el vino y galletas de salvado en una pequeña cesta de mimbre. Lejos de arruinarle el fin de aquella jornada, de alguna forma que aún no alcanzaba a descifrar completamente la conversación con su padre la había coronado. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien, tranquilamente bien. Sabía que la conversación con su padre al día siguiente sería dura, pero lo sería sobre todo para él. Era él quien tendría que aclarar, explicar. A ella sólo le correspondía preguntar. En realidad, deseaba enfrentarlo, pero no alimentaba ningún sentimiento de venganza.
—Debo estar madurando aceleradamente —se dijo.
Terminó de cenar, se armó un porro y lo fumó con deleite. Lavó lo que había ensuciado y decidió acostarse. Al pasar por el escritorio encendió la computadora sin esperar encontrar correo esa noche, pero lo hizo casi por superstición. No había nada. Ya en la cama marcó el número de Ana. Quería contarle que se sentía maravillosamente bien, que el mundo era bello y que había que disfrutar del placer de vivir. Quería también contarle lo de su padre. Pero Ana no estaba, así que le habló al contestador.
—Aló, nena —dijo parodiando el tono maternal con que a veces la trataba su amiga—. ¿Otra vez callejeando? Me alegro. Sé feliz, no lo olvides. Besos.

Ana dormía profundamente con la luz encendida. Estaba soñando que caminaba por una playa abierta y solitaria; la arena era blanca, fina, y el agua verde y cristalina a la vez. A pesar de que el sol estaba alto y corría una leve brisa caliente ella estaba aterida de frío. Era un frío interno que nacía en sus huesos y penetraba tejidos y órganos hasta la piel. A medida que caminaba iba encontrando ropa que se iba poniendo, una sobre otra, pero cada vez le costaba más caminar y el frío no cedía.

A esa hora Walter estaba en su casa, sentado en una habitación a la que él llamaba “la oficina”. Allí se reunía con sus amigos y socios dos o tres veces por mes para hablar de “negocios”. Delante de él, sobre el escritorio, había una carpeta vacía y a su lado un montón de papeles desordenados. Sostenía una hoja en su mano derecha. No la estaba leyendo. En realidad su mirada se perdía en algún punto del patio interior cubierto por una claraboya que era el centro de distribución de aquella casa antigua, remodelada con abundante dinero y escaso gusto. Demasiado madera rústica “de vista”, incongruente con la construcción original, le daban al patio un aire más de estancia trasquilada que de ambiente colonial. Faltaban plantas y las mayólicas habían sido sustituidas por cerámicas blancas y azules que, caprichosamente distribuidas, parecían injertadas en las paredes.
Walter acababa de tomar una decisión: hablaría él primero. Intentaría explicarlo todo sin interrupciones, ordenadamente, obviando los detalles innecesarios. Debía rescatar a cualquier precio la confianza de su hija, evitar que tomara contacto con la familia de su madre. Era obvio que Mary estaba furiosa, más que nada, herida; pero tenía que convencerla, por lo menos, de que no había existido una voluntad expresa de ocultamiento, sino que las circunstancias lo habían obligado a permanecer en silencio. La amaba, era su hija y lo sería siempre. Eso no lo cambiaría nada ni nadie.
—Querido —llamó su mujer, envuelta en una robe de chambre floreada, desde la puerta de “la oficina”—, es la una de la madrugada. Dejá eso para mañana y vení a acostarte, ¿sí?
—Sí, querida.
Ya era hoy. Sábado. Pensó que hasta el lunes no podría hablar con el escribano para ponerlo en su lugar y, de paso, retirarle todos sus asuntos. Ordenó los papeles dentro de la carpeta; abrió el único cajón del escritorio que tenía cerradura y dejó la carpeta dentro, sobre una pistola 9 mm y dos cajas de balas. Eligió una llave de su llavero y cerró el cajón.

Mary había despertado casi a mediodía. Era una perfecta mañana de verano y ella continuaba de muy buen humor, así que desayunó rápidamente, puso una toalla, un libro y el bronceador en un bolsito de paja y se fue a la playa. Su sitio predilecto en La Estacada estaba ocupado, pero había muchos otros libres. Se acomodó en uno, distribuyó abundante bronceador por todo su cuerpo y se estiró dispuesta a pasar un par de horas concentrada en la lectura. Era un momento del día en el que se podía disfrutar de una relativa calma al borde del mar. Las familias ya se habían ido a almorzar y los aprensivos huían del agujero de la capa de ozono. La piel de Mary, sin embargo, no parecía sufrir los efectos nocivos de los rayos ultravioletas. Se puso boca abajo e inició la lectura.
Cuando entraba de regreso a su apartamento eran apenas pasadas las cuatro y alguien estaba dejando un mensaje en su contestador. Soltó sobre el sofá todo lo que traía y corrió para atender, pero no llegó a tiempo. Quien fuera cortó un par de segundos antes de que ella levantara el tubo. Rebobinó la cinta. Había tres mensajes, todos de Ana. Ninguno mencionaba algún asunto concreto, pero el último sonaba algo desesperado. Imaginó que había surgido alguna nota “de verano”, como le llamaban en el canal a las idioteces que difundían por docenas desde Punta del Este, y se necesitaba producción urgente.
—Aló —escuchó que decía Ana al otro lado de la línea.
Mary estaba tirada sobre su cama. Veía un pedacito de cielo celeste por su ventana y no podía evitar hablar con un tono jaranero.
—Escuchame, loquita: ¡ni por un millón de dólares vas a lograr que trabaje este fin de semana! ¿Qué pasó? ¿Algún ricachón se atragantó anoche con caviar y reventó como un cerdo? ¿Marta Felde decidió cambiar los cortinados? ¿Descubrieron una neurona en el cerebrito de Laurita Walsh? No, no; ya sé: hay que hacerle una nota a las colas de Punta del Este. “Usted quería saberlo —empezó, imitando la colocación de voz que Ana usaba ante cámaras— y este programa se lo cuenta: este año, en Punta, ¿la cola se muestra más o menos que el año pasado?”.
Mary reía, empachada de sol y aún con la sensación del agua salada sobre la piel.
—¿Hola? —preguntó Mary—. ¿Estás ahí? ¿Te enojaste? ¿Aniiitaaa?
—No seas cruel conmigo. ¿Dónde andabas? Te estuve llamando todo el día…
—Vengo llegando de la playa y no pienso ir a ningún lado, no pienso moverme.
—No es por trabajo, quedate tranquila. Veo que seguís de buen humor. Bueno, mejor, porque tengo que hablar con alguien que esté para arriba.
—Sí, yo también tengo algo para contarte. Te llamé anoche…
—Escuché tu mensaje hoy de mañana. Me hizo mucho, mucho bien.
—¡Epa! ¿Qué pasa? ¿Por qué ese tono de lamento borincano en un día como hoy? Mirá: yo me peleé con Lucas y más tarde voy a encarar a mi viejo para dejarle algunas cosas claras de una buena vez. Y, aunque te parezca extraño, me siento bien, me siento libre de muchas cosas y a punto de liberarme de otras.
—Es que… pasaron cosas… Mary: sos la única persona con la que puedo hablar.
Mary percibió que Ana estaba al borde del llanto. Se incorporó en la cama y cambió el tubo de mano.
—¿En el médico? Escucháme: voy para ahí. ¿Hola? —inquirió, alarmada.
—…No. Yo voy a tu casa; en el auto llego en quince minutos.
—Bueno. Salí ya mismo. Te espero.
—Sí. Bueno.

viernes, 26 de marzo de 2010





17


Trabajó intensa y detalladamente durante casi dos horas. Luego se dio un baño prolongado, lento. En la cocina abrió una lata de champiñones y volcó su contenido en un pequeño colador, picó bien dos fetas de jamón, calentó un chorro de crema de leche en la sartén, le agregó los hongos, el jamón, sal, algo de pimienta, unas gotas de salsa de soja y una pizca de tomillo. Después colocó el preparado en una pequeña cazuela de barro. Cortó en trocitos un par de panes de ajo y los dispuso en otro recipiente. Tomó un tenedor, un repasador limpio, una botella de agua y un vaso. Puso todo sobre una bandeja. Se cercioró de que no le faltaba nada y llevó todo al dormitorio. Lo dejó sobre la cama, encendió el televisor y sintonizó un canal de cine. Se sentó sobre el lecho y comió distraídamente. Miró dos películas y no atendió ninguno de los llamados telefónicos que recibió durante la noche ni quiso escuchar los mensajes.
Despertó a la hora habitual, relajada, dispuesta. Media hora después esperaba el ómnibus en la parada.
—Hoy será un buen día —se dijo, disfrutando el contraste entre el verde de las hojas de los plátanos y el cielo celeste.




El abrió la puerta sin dudar y la cerró tras de sí rápidamente produciendo un ruido suave, apenas perceptible. La habitación estaba casi a oscuras. Esperó un momento junto a la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a aquella penumbra profunda. Distinguió un par de sillas junto a un pequeño tocador y se sentó en una de ellas. La cama estaba frente a él y sobre ella había una mujer desnuda, acostada boca abajo, con la pierna derecha flexionada formando un ángulo de casi 90 grados con respecto a su cadera. Sus brazos ascendían a los lados del tronco y las manos quedaban ocultas debajo de una almohada sobre la que reposaba su cabeza. Un poco más arriba de la nuca tenía un pequeño bulto que no formaba parte de su anatomía: eran los dos nudos de la tela de algodón rústico que le cubría los ojos.
El observó con deleite lo que se podía ver. Los pies pequeños y lisos, las pantorrillas bien formadas, los muslos apenas atléticos que remataban en nalgas plenas, redondas, firmemente contenidas por una cadera estrecha. Desde su posición no veía la cintura, pero sí la espalda, angosta, cuya parte superior subía y bajaba al impulso de una respiración más nerviosa que excitada. Era un cuerpo hermoso, abandonado y tenso a la vez. Sus ojos desandaron camino y se posaron con mayor atención en la sombra más oscura que producía la separación entre las nalgas y conducía a la difusa oscuridad de la entrepierna.
Se puso de pie y comenzó a quitarse lentamente la ropa. Entonces pudo ver la cintura, asombrosamente ceñida, que aportaba al conjunto una fragilidad esencial y marcaba el camino con tanta evidencia como la entrada a un desfiladero.
Cuando terminó de desnudarse vio cómo ella se movía casi imperceptiblemente, primero tensando los hombros. La onda le recorrió la espalda, le crispó las nalgas, se apoyó en las rodillas y finalmente produjo un leve movimiento descoordinado de los pies. Se detuvo a mirarla todavía un instante antes de acostarse a su lado. Lo hizo lentamente. Afirmó el codo izquierdo sobre la almohada y apoyó su cabeza sobre esa mano. Ella tuvo un reflejo defensivo que pareció querer alejarla, pero en realidad su cuerpo permaneció exactamente en el mismo lugar. El cerró los ojos, rozó suavemente con su mano derecha la cintura de aquel cuerpo exasperado, y ese primer contacto fue para ambos un chispazo eléctrico. Ella se quejó suspirando y su cuerpo se retorció curvándose en diferentes direcciones; él levantó la cabeza como buscando aire e inspiró bruscamente por la nariz. El aumentó un poco la presión y la apoyó suavemente en el mismo lugar, sintiendo en su palma los músculos tensos a los lados de la columna, la energía de ella fluyendo en torrentes hacía ese lugar. Esperó un momento, concentrado, y cuando percibió que su mano sabía qué hacer le dio autonomía. Apenas dos minutos después eran sus dos manos las que comandaban el resto de su cuerpo ciego, mudo, sometido a la voluntad cambiante del tacto, sutil como el aire que desplazan las alas de un pájaro, rotundo como un ladrillo sobre otro, escalofriante como una garra, sin compasión.
Ella sentía sus dedos y sus manos recorriéndola lentamente, tan lentamente que casi no podía distinguir con precisión en qué lugar la estaba acariciando. Algo hacía que por momentos se abandonara permitiendo que aquella brisa la surcara como si ella fuese un trigal alto y maduro, apto para la cosecha, o se tensara como la endeble estructura de una cometa al fin del hilo en el viento de primavera. Deseaba que aquellas sensaciones no terminaran nunca y, al mismo tiempo, que cesaran de inmediato. Su piel había perdido la razón y la conducía por un territorio inédito, sin miedo ni pudor, sin obstáculos ni objetivos.
De rodillas sobre la cama él dejaba que sus manos concentraran o distribuyeran la energía, la amasaba, la estiraba, la pinzaba, la liberaba en un hombro y la recuperaba en los muslos. La circulación era perfecta. Entreabrió los ojos y vio el resplandor tenue, verde agua, que comenzaba a latir a lo largo de la columna vertebral de aquel cuerpo ya completamente olvidado de sí mismo, nuevo, intocado. Lamió primero los dedos y las plantas de los pies y fue degustando hacia arriba, absorbiendo, mordiendo suavemente, demorándose en los puntos más sensibles, en los pliegues y las sombras, regresando implacablemente allí de donde ella lo había expulsado con movimientos cortos y espasmódicos. La escuchaba gemir y suspirar, le olfateaba los olores y le olía los aromas. Bebió, humedeció, se zambulló una y otra vez sin aviso, sin permiso, hasta que su lengua fue atraída, exigida, guiada por laberintos y oquedades hacia el goce repentino y estridente. Abrió entonces los ojos y vio que el resplandor ya era un finísimo y continuo arco voltaico que vibraba entre ambos cuerpos. Apoyándose en las manos se fue desplazando sobre ella conducido por la lengua que iba explorando poro a poro la luminosa columna vertebral hasta la nuca. Allí usó sus dientes, mordiendo con fuerza, al borde del dolor, mientras su sexo y el de ella se buscaban, anhelantes.
Ella había levantado la cadera, ofreciéndose, esperándolo. Recibió el mordiscón en la nuca como un ataque sorpresivo que le arrancó un quejido intenso y en ese preciso momento se sintió penetrada de un solo envión lento y profundo. El cuerpo de él se alargó sobre el de ella adoptando exactamente su misma posición, desde las manos entrelazadas debajo de la almohada hasta los pies superpuestos. Eran una sola piel, un solo cuerpo inmóvil, jadeante, recorrido por descargas de energía que producían sus sexos latiendo al unísono. Sintió que flotaba o que volaba mientras una ola de agua verde y cálida le enloquecía el cuerpo arrasándolo con potencia una, y otra, y otra vez hasta hacerle perder el sentido. No hubiese podido decir cuánto tiempo había durado aquello -segundos, minutos, horas-, si gritó, habló o lloró. Quizás había hecho todo eso o nada en absoluto. Pero sí escuchó -extenuada, al borde de la inconsciencia y aún sintiéndolo dentro- su voz cascada, susurrándole:
—Fui tuyo para siempre.
Quiso moverse cuando él se deslizó hacia un costado, pero no pudo, sus músculos no le obedecieron. Un sopor incontrolable se había adueñado de su cuerpo y lo llevaba hacia una oscuridad absoluta, sólida. Abrió los ojos cuando escuchó que la puerta se cerraba. Ya no tenía la venda.
El caminó titubeando hasta la escalera, bajó, salió a la calle y detuvo un taxi. Cuando llegó a su casa se quitó la ropa y, antes de tumbarse en la cama, se vendó los ojos con el trozo de tela de algodón rústico. Su cuerpo vibraría aún durante horas.

Despertó empapado en transpiración, con hambre y con sed. Tosió hasta la náusea mientras abría el agua de la ducha. Después comió y bebió, de pie, en la cocina. Se vistió, hizo una breve llamada telefónica, puso algo de ropa en una pequeña maleta y salió.

miércoles, 24 de marzo de 2010







16


Pasó una hora merodeando. Iba y venía lentamente por el pequeño apartamento: de la cama a la mesa de la cocina, de la cocina al sofá de la sala, de la sala a la cama. Como si cada uno de esos desplazamientos tuviese un propósito que olvidaba apenas entraba en la habitación. Se sentía extraña, demasiado leve, casi ida. Y no sabía si eso le gustaba. Finalmente se sentó frente a la computadora.
Decidió no releer aquellas últimas cartas en la pantalla y las imprimió. Se dio cuenta de que sólo tenía en papel aquellas primeras que había traído de la casa de Ana, y no consiguió explicarse por qué no había impreso las otras. A ella le gustaba mucho más leer sobre papel que en una pantalla.
Las numeró correlativamente según el orden de llegada; les fue poniendo clips de colores y las fue colocando en una pequeña pila sobre el escritorio. Revolvió placares y estantes hasta que encontró lo que buscaba: una carpeta de plástico transparente. Puso las cartas dentro de la carpeta y le pegó una etiqueta autoadhesiva. Tomó una lapicera, le quitó el capuchón y se quedó un momento inmóvil, mirando fijamente el blanco de la etiqueta. Varias veces amagó con escribir algo sobre ella, pero se arrepintió otras tantas.
-¡Hmfhhum! -expiró, parándose sobre una idea para saltar a otra más arriba. De pronto llevó la punta de la lapicera hasta la etiqueta y escribió: “Salvaletras”.
Se llevó la carpeta a la cama y releyó una a una las últimas cartas. Leía lentamente. A veces reía. Hacía anotaciones a los márgenes con una lapicera roja y con una azul hacía otras sobre una hoja aparte. Cuando terminó guardó las cartas en la carpeta y fue hasta la cocina. Se paró delante de la pizarra y fue copiando lo que había escrito sobre la hoja.

*Ama las letras y sabe de computadoras
*Veterano Menos de 50
*De izquierda Sí, no ortodoxo ¿Anarco?
*¿Ex preso? ¿Exiliado? Europa/Estocolmo/París
*¿Dónde vive? ¿En Montevideo? Sí, muy posiblemente
*Gaviotas/costa Bruma
*Está solo Sí, hace mucho Le gusta “Es” solo
*¿Por qué escribe? Porque si no revienta
*Tiene sentido del humor
*Educación católica colegio privado
*¿Qué le pasa con las drogas?
*No es universitario
*¿De qué trabaja? ¿Trabaja?
*¿Se está muriendo? ¿Se va a matar?
*¿Por qué no escribe sobre mujeres?
*Sabe quién es Ana ¿Conoce su historia?
*Quiere que ella sea testigo de algo ¿De qué?
*La eligió ¿como público?

Mary dio un paso atrás y releyó lo que había escrito. Se detuvo a mitad de camino, tomó un paño y borró donde decía “Porque si no revienta” y en su lugar escribió: “Porque reventó”.
Cuando leyó las últimas líneas la sorprendió una pregunta zumbando en su cabeza: ¿estaba celosa? Dejó el marcador destapado sobre la mesada, tomó una manzana y la lavó ligeramente. Se sentó en un taburete junto a la pequeña mesa de la cocina y mientras la comía intentó imaginarse qué sentiría si Ana no fuese intermediaria, si esas cartas estuviesen dirigidas directa y solamente a ella. Le resultaba difícil elucidar sus sentimientos al respecto. Por un lado disfrutaba su anonimato, o mejor, su inexistencia, su posición de voyeuse insospechada ante un espectáculo exhibicionista que no le estaba destinado. Su posición era perfecta para apreciar plenamente el morbo de un juego perverso sin correr ningún riesgo. Pero esa ausencia de agonismo despojaba de carnalidad a un triángulo real, concreto, tan verdadero como lo podía ser visto desde su lado. Pensó en Lucas, en su absoluta corporeidad, en su íntima presencia física. Y sintió claramente que no deseaba superponer ambas cosas, juntarlas en una sola. Lucas era un hombre de carne y hueso y lo demás eran letras; con sangre, sudor y lágrimas, pero letras al fin.
Esas cartas, sin embargo, le provocaban un deseo inédito. Deseaba entrar en el mundo que evocaban, y en ese viaje también iba su cuerpo, erizado, expectante, alerta. Eran sólo letras, sí, pero la acariciaban sin tocarla, la habían hecho reír y llorar sin oportunismo, con la espontaneidad de lo auténtico. Ella esperaba esas cartas con la naturalidad con que se esperan el Pampero, el temporal de Santa Rosa, los cambios de estación, el trueno después del relámpago.
Hacía un rato que había terminado la manzana y miraba distraídamente el resto que había quedado sobre la mesa. Lo puso en la basura, se limpió las manos y fue hasta el dormitorio. Sobre la cama estaba la carpeta. Sacó las cartas y las fue hojeando sin realmente leerlas. Había algo más; algo que le costaba admitir: esas cartas no eran para ella, pero eran más suyas que de Ana, que de cualquier otra persona en el mundo. Su lectura les daba existencia, sentido, futuro. Y eran sus ojos los únicos. El mundo que ellas abrían -aunque fuese en un juego de sombras chinas- era su territorio exclusivo. Lentamente, como si fuesen naipes, desplegó las hojas sobre la cama y las fue cubriendo con su cuerpo desnudo.
La despertó el teléfono.
—Holá?
—Aló, nena. ¿No mejoraste un poquito?
—Ah, Ana. Estaba durmiendo. Me siento agotada. ¿Qué hora es?
—Las cinco de la tarde. Bueno, no te preocupes. Hablé con el productor y refunfuñó un poco pero se le pasó enseguida. De todas formas, vino bien el atraso porque modifiqué un poco el montaje de dos de las notas que van esta semana. Así que te las vas a tener que visionar de nuevo antes de hacerle los textos.
—Bueno —contestó Mary como desde otra galaxia.
—Hace un rato me llamó Charo.
—¿Cuál Charo?
—La bobeta de la agencia. Quería invitarnos esta noche a su casa. Parece que va a ir un alemán, o austríaco, no sé bien. Un fotógrafo. Dice que es un tipo maravilloso, que viaja por todo el mundo y que -según ella- está refuerte.
—Mmhh… no confío en el gusto de esa mujer —sentenció Mary.
—Yo tampoco —apoyó Ana.
—¿Vas a ir?
—Nooo, ni aunque el alemán fuese Mel Gibson; mañana de tarde tengo médico y quiero estar diez puntos. Bueno, pensándolo bien, si fuese Mel…
—¡Zafada! —dijo Mary riendo—. Prefiero a Dany Glover. ¿Médico para qué?
—No, nada. Un chequeo de rutina, pero quiero que salga bien. Nena —dijo Ana cambiando de tono—: mejorate para mañana, ¿ta? Mirá que si no, ahí sí que el que te dije va a poner el grito en el cielo.
—Quedate tranquila. ¿Nos vemos mañana?
—Sí, sí. Vos teneme todo pronto, ¿eh?, así grabo en cuanto llegue.
Mary se sentía totalmente despierta y descansada. Resolvió ocuparse de las cosas terrenales: el apartamento merecía una limpieza y una ordenada. Se puso ropa de fajina, pero le faltaban productos de limpieza. Llenó la lavadora, la dejó en marcha y se fue al supermercado. Como siempre, compró más de lo que había ido a buscar y se demoró más de lo que esperaba. Vio la moto de Lucas estacionada frente a la puerta del edificio. El estaba hablando con el portero.
Cuando la vio, Lucas se apresuró a ayudarla con las bolsas.
—Hola, mi amor —dijo besándola y sacándole todas las bolsas de las manos—. ¿Estás bien? Te llamé al trabajo y me dijeron que no habías ido, que estás enferma.
—¿Qué pasa? ¿Te asustaste? —preguntó ella sonriendo.
—Es que te enfermás tan poco…
—No fue nada. Ayer salí con Ana y algo me debe haber caído mal; pero ya pasó.
—¡Aahhh! ¡De jodita con Ana, ¿eh?! —reprochó suavemente Lucas mientras subían en el ascensor—. Con razón no estabas anoche cuando llamé.
Mary abrió la puerta del apartamento y en ese momento recordó las cartas sobre la cama.
—Andá guardando esas cosas en la heladera —dijo señalando la cocina mientras ella se dirigía al dormitorio.
Apenas traspasó la puerta sus movimientos adquirieron una velocidad supersónica. La cama estaba totalmente revuelta y las hojas andaban por toda ella y hasta por el piso.
—¿Dónde pongo las papas? —gritó Lucas desde la cocina.
—En la canasta, adentro del placar largo… —respondió ella mientras revisaba debajo de la cama con un fajo de hojas en la mano. Estaba embutiendo todo en un cajón del ropero cuando escuchó que Lucas -aún en la cocina- preguntaba.
—¿Y esto qué es?
—¿Qué cosa? —contestó repasando automáticamente lo que había comprado en el supermercado.
—¿Esto, acá?
Cuando Mary llegó a la puerta de la cocina vio que Lucas leía la pizarra con un frasco de miel en la mano derecha y una bolsa de plástico en la izquierda. Le hirvió la sangre. Se sintió invadida, ultrajada, como si él fuese un extraño y lo hubiese sorprendido revisándole la ropa interior.
—Nada —respondió Mary poniéndose en puntas de pies y extendiendo los brazos para tomar la pizarra.
Lucas interpuso su gran espalda impidiéndole el paso.
—¿Cómo nada? ¿Cómo nada? —repetía él con los ojos clavados en la pizarra mientras Mary forcejeaba queriéndolo hacer a un lado.
—Te digo que nada —insistió ella apretando los dientes—. Salí. ¡Dejame pasar, te digo! —casi gritó, y empleó toda su fuerza para mover a Lucas sin lograrlo.
El se dio vuelta tomándola por los brazos.
—¡¿Qué te pasa?! ¡¿Qué hacés!? ¡¿Te volviste loca!? —gritó él también.
Mary se liberó de Lucas, levantó el frasco de miel que Lucas había dejado sobre la mesa, lo lanzó contra la pizarra y gritó, con el rostro desencajado:
—¡¡Pasa que ésta es MI casa, y éstas son MIS cosas. Y si YO digo que eso no ES nada, no-es-nada. Y es la última vez que me impedís hacer algo en mi PROPIA casa!!
Respiraba agitadamente y miraba con furia la boca abierta de Lucas que buscaba apoyo en la heladera. En los pocos segundos de silencio que transcurrieron entonces, Mary percibió la sorpresa, el desconcierto de su pareja, y simultáneamente, el tamaño del desastre que se había producido. Pero ya no podía hacer nada para mitigarlo. Lo que había dicho era sincero, pero no pudo evitar sentir que, de cierta forma, estaba siendo injusta con Lucas. La ira, sin embargo, en ese momento aún era demasiado dominante como para dejarle lugar a cualquier otro sentimiento.
Lucas se agachó, levantó del piso el frasco de miel milagrosamente intacto y se lo tendió. Mary lo tomó, se recostó al marco de la puerta y cruzó los brazos.
—Chau —se despidió él pasando a su lado. Se fue sin golpear la puerta.
—Esta vez se va herido de verdad -pensó Mary.
Se quedó inmóvil, con la miel en la mano. Sentía pena, y también que había hecho lo correcto. Escuchó la moto rugiendo al doblar la esquina, y en algún lugar de su alma algo perdió peso. Fue hasta la sala y se paró en el centro de la habitación con los brazos en jarra. Recorrió el lugar con una mirada atenta, escudriñadora.
—¡Bueno! —exclamó—. ¡Limpieza general!

martes, 23 de marzo de 2010





15


Mary se dio una ducha y se puso su flamante salida de baño morada, regalo de su padre. Fue hasta el contestador y escuchó un mensaje de Lucas: “¿Dónde andás?” Colocó en su bandeja laser un disco compacto con una ensalada de Bob Marley y se aprontó un porro para terminar la noche. Un poco para hacer algo, después de la primera pitada decidió fijarse en su correo electrónico. Se sobresaltó viendo como entraban tres mensajes recién enviados por Ana. Terminó de fumar el porro y empezó a leer, con calma.

From: ascthle@wubbla.net
Debe ser la música que están pasando en la radio. Debe ser esta niebla londinense que se detuvo sobre el barrio desde hace cuatro días, mojándolo todo, untándolo con una humedad apenas visible, casi imperceptible, pero que va entrando en los ojos como llanto lento, de afuera hacia adentro, y en los pulmones y en la voz, y termina llenado la cabeza de agua, sal y piedras heladas. O quizás esas piedras ya estaban allí y ahora se helaron.
Agua por fuera. Agua por dentro. Agua en el medio. Soy una roca empapada allá arriba, en la parte más expuesta de la montaña donde sólo crecen los vegetales más disimulados, líquenes apenas visibles, plantaspiedras verdesgrises, sin flores, sin espectáculo, sin seducción. Soy en realidad un complejo vital de baja intensidad y largo aliento.
Ya te conté aquello: hay quienes viven pensando que nunca morirán, mientras otros vivimos sabiendo que estamos muertos. Hoy, ayer, quién sabe, descubrí el secreto ritmo de mi calle, de mi ciudad, de mi gente: vivo en un lugar donde la muerte todavía viaja a pie.
La muerte no es buena ni mala, ni es yeta evocarla. Se trata de aprender a vivir con ella, que al final resulta más honesta que mucha de la gente en la que uno cree poder confiar; es menos decepcionante que la mayoría de los seres humanos: ellos se cansan de esperar.
Entre tanto, tenemos la vida para seguir siendo felices, indocumentados, libres de poder y deber, torcidos, equivocados, normalmente irresponsables, podemos continuar soñando con paraísos y valles floridos, peleando contra la libertad denegada y la justicia acotada, por anarquía y amor. Podemos seguir construyendo el relato hipnóticamente desencantado de esta sociedad que se mira el ombligo, clasemediera, arrendataria del progreso, ama de la esperanza siempre postergada, visionaria de cielos tapizados con estrellas fugaces, avara en hijos idealistas, herederos de la utopía y de la capacidad de escandalizarse a cada paso con la ausencia de poesía, con la obscenidad de los shoppings, las cascadas de electrodomésticos y corbatas y teléfonos celulares y recortes del alma y el cuerpo reducido a un culo sólo apto para ocupar asientos mullidos y suaves y encuentros planificados y la vida, la vida, la vida que ya casi nadie consume como un cigarro, como un vaso de vino, que ya casi nadie comparte como un asiento en el ómnibus, como una cuerda de colgar ropa, como una canción antigua y misteriosamente embrujante, como el sol y la sombra, como una siesta inesperada, como el silencio.
Pienso en nosotros. O sea en nada.
Seguramente sabés acerca de las resurrecciones. Nadie muere un día si antes no murió. Las muertes son acumulativas. Los que aprenden a resucitar son los que aprenden a vivir. Cuantas más veces mueren más aprenden a vivir. Pero para morir hay que exponerse, hay que subir a lo más alto de la propia montaña y apostar a la excepcionalidad. Triunfo y derrota tienen un mismo signo. Al final, no importa. Alguien extrae y adiciona, pero lo que no se resta es el sueño. Nadie será condenado por soñar honestamente.
Yo soy un sueño, alto, más alto que la bruma húmeda. Soy un obstáculo peligroso; la vida, y la muerte; el mar, igual y diferente en cada instante. Mirar no es ver. Conocer no es saber. No hay tantas respuestas como preguntas y yo no sé sino decir, alto, y bajo, y dulcemente que estoy apto, muerto e intacto para vivir.


From:
ramsart@tiger.co.uk
Hace años que duermo mal y vigilio peor. Me levanto sudando, hecho piedra, respirando más agitado de lo que hacen inevitable mis 40 cigarrillos diarios y el asma senil. Es un ensueño obsesivo que intento exorcizar durante lo que me queda del día después de la noche, del oasis silencioso donde me pierdo de todo para encontrarme sin verme; me toco, me siento, me extravío, me duermo, me ensueño. Siempre igual.
No ensueño con mi muerte. Ensueño con después. Ensueño que hay un después. Mi alma cicatriz vaga por el cosmos como por la noche, tranquila, despreocupada, como ahora. Hasta que de pronto choca contra un hongo luminoso como el de las maquinitas antiguas, de cuando no existían los videogames; un flipper. Soy una bola plateada expelida por cierta luz ruidosa cambiando impensadamente de dirección. Mi alma pierde el rumbo del viaje y deriva hacia un destino incógnito, desequilibrada, inarmónica, carente de elegancia y estilo. Entra como por un tubo a un ámbito neónico, cármico, aeróbico. Llego a algún lugar donde todo se parece repugnantemente a lo peor de cualquier barrio, de Chascomus, de Tubarao, de Boston, de Aix en Provence, de Aconcagua, Barranquilla, Utrecht, Bari, Kerkira, Dakar...
Camino o me deslizo sobre una superficie afranelada, sedosienta, aterciopeluda, hasta que encuentro a un tipo con alas quien me confirma mi sospecha: estoy en el Cielo. Arguyo que es imposible, que tiene que haber una equivocación, un trágico error. Pero el ángel me explica que nadie llega hasta allí por equivocación. Le cuento que me tropecé con el hongo luminoso de un flipper, pero no atiende.
—¡Los flippers no existen! —dice.
Protesto enérgicamente, pataleo, amenazo, anatemizo, herejizo, perjuro, pormenorizo mis violaciones a cada uno de los diez mandamientos, anuncio mi intención de continuar transgrediendo las leyes divinas. Pero el ángel extrae una planilla de entre sus pliegues túnicos y tilda un nombre que no es el mío.
—Te estábamos esperando, hermano.
Me asigna la casilla 5045b,729837-999/agt.
Transpiro abundantemente. Sé que no tengo escapatoria, que he perdido todo por lo que he luchado en vida; aquella prolijidad para asustar a las viejitas aquí no vale nada. Soy víctima de un extravío cósmico y de un ángel burócrata. Como me gustaría meterle la planilla en el culo, pero los ángeles no tienen.
El bajón me dura un tiempo indefinido de la eternidad que tengo por delante. Después empiezo a planear la fuga. Recorro todo el lugar observando a los chiquicientos billones de almas que atosigan los pasillos. Siento que hay un denominador común, pero me lleva otro tiempo indefinido comprenderlo. Hasta que un día -o algo parecido- descubro la brecha: el Cielo esta desgobernado por ausencia de pecado. Sin él, Dios no existe.
Aunque ignoro cuánto tiempo terráqueo ha transcurrido, estoy seguro de que allá pocas cosas habrán cambiado. Quizás los precios. Decido dedicarme al tráfico de drogas e influencias. Ya conozco muy bien a la población de las filas de casilla, de corredor, de pelotón y de núcleo de mi parroquia. Tengo detectadas a las personalidades más adictivas. El problema es cómo sobornar a los ángeles que son los únicos intermediarios entre el Cielo y la Tierra. Dos ceden rápidamente porque les prometo que si hacen lo que les pido en poco tiempo tendrán culo. Ellos harán un par de milagros allá abajo a cambio de some shit. Con los primeros arribos de drogas blandas comienzo a controlar a los más allegados. Pero hay mucha, así que, gracias a que otros ángeles quieren tener culo puedo empezar a trocar allá abajo droga blanda por droga dura: alcohol, tabaco y minitelevisores. Pronto tengo un pequeño ejército de colaboradores dependientes. Lo que se dice, una mafia.
El dinero se acumula rápidamente en el nicho que le alquilo a un tibetano contemplativo, hasta que tengo suficiente como para establecer una medida de cambio. Todos empiezan a moverse con billetes y mercancías interdictas. Mi tribu alquila todo un pasillo por chauchas y palitos mientras el tráfico con la Tierra se incrementa día a día.
El Cielo pronto deja de parecerse a lo que era. Algunas almas duermen hasta tarde, andan ojerosas y se reúnen en extraños grupos que discuten sobre el sentido de la vida más allá de la sobrevida. Otras no duermen ni discuten de nada porque miran todo el tiempo la programación de la tevecable y/o satelital que logramos recibir de canje por menciones publicitarias de los productos que, ahora, importamos legalmente gracias a que San Pedro firmó un decreto celeste mientras buscaba los web xxx con la computadora que le regalé.
En la Tierra cada finado ya sabe que no podrá ingresar al Cielo si no trae alguna merca debajo del brazo. Las ganancias son fabulosas y la impunidad está asegurada. Pero no es sino hasta encontrar un lugarteniente que me decido a realizar mi sueño despierto. Es confiable, inteligente, impía. Ella queda a cargo de todo hasta mi regreso. Porque, cada tanto, me gasto la mitad del beneficio acumulado pero lo hago: no hay plata con qué pagar unas buenas vacaciones en el Infierno.
Dios, se sabe, todo lo sabe. También que no disputo su poder: el gobierna, yo hago negocios.

From: peelled2@usap.gov
No sé por qué mi hermano eligió justo ese momento y ese lugar para hacerme aquella revelación. Era un domingo de mañana y como cada domingo de mañana estábamos en la iglesia, asistiendo a la misa semanal obligatoria para los católicos practicantes si no se quería incurrir en un pecado, venial o mortal, no recuerdo la tarifa.
Habíamos logrado negociar en el colegio que, en lugar de ir hasta allá cada domingo e invertir tres veces más tiempo para ir a misa, someternos a la vigilancia de los curas otra mañana de la semana y aburrirnos terriblemente en los viajes de ida y vuelta, podíamos cumplir con el rito en el barrio bajo estricta responsabilidad de nuestros padres.
Ellos, sin embargo, hacía mucho tiempo que no iban a misa y nunca se me había ocurrido preguntarme por qué. Tal vez creía que mis padres ya no necesitaban hacerlo. Para algo mi madre había tocado el órgano en tantos y tantos casamientos y mi padre -amante de la lírica y la ópera- se había desgañitado durante muchísimos sábados de noche cantando solito el Ave María de Schubert con una voz no muy potente pero singularmente entonada. Mi hermano y yo éramos los monaguillos, y cuando sonaban los primeros acordes de mi madre y se sumaba poco después la voz de mi padre, éramos sin duda los dueños de la iglesia. La novia avanzaba lenta y emocionada por la alfombra roja de la nave central, y dependiendo del canon que se hubiese pagado, estaban todas o algunas luces encendidas, había o no flores de plástico en los extremos de cada hilera de bancos, éramos dos, cuatro o seis monaguillos y estaba o no el violinista, entre otras opciones del menú. Antes, siguiendo la costumbre y aprovechando los nervios del momento, los “encantadores monaguillos” ya habíamos mangueado al novio y a la madrina en la salita de espera contigua al templo. Después, al fin de la ceremonia, era el turno del padrino que casi siempre era el padre de la novia. Ellos eran los más generosos. Nosotros entregábamos el dinero a nuestros padres para que ellos lo guardasen.
Con mi hermano nos aprendimos todo el rito de memoria; sabíamos distinguir perfectamente cuándo la jerigonza en latín del cura -que era nuestro tío por parte de padre- anunciaba una inminente genuflexión, cuándo estaba pidiendo el agua bendita y en qué momento había terminado de fingir que leía -en un libraco gigantesco y pesadísimo que debíamos sostener en el aire- ciertas invocaciones que desde hacía añares mi tío podía recitar con los ojos cerrados. Siempre me pareció que los pasajes que declamaba en voz baja se parecían más a un bisbiseo que al latín, pero a nadie parecía importarle.
El tío era un tipo de aspecto bastante impresionante: fornido, de voz grave, el cabello siempre cortado a cepillo y amante de los autos. Recuerdo que durante un tiempo tuvo un Buick con el que andaba por las carreteras a la pasmosa velocidad de 100 kilómetros por hora. A pesar de que fumaba muchísimo y bebía más de lo aconsejable para alguien en su posición, era un nadador excepcional. Muchas veces lo vi zambullirse en el mar con el agua a la cintura y aparecer en la superficie dos o dos minutos y medio después a 150 metros de donde había desaparecido. Luego nadaba hacia adentro hasta que lo perdíamos de vista, pero siempre regresaba fresco como una lechuga.
Donde no parecía una lechuga era en el púlpito, cuando hacia sus famosos sermones dominicales. Empezaba suave, pero siempre terminaba a los gritos, con aquel vozarrón que hacía temblar hasta a los más dubitativos. Tenía una expresión que me ponía la piel de gallina: “La pudrición de la carne”. Cuando decía eso -y sucedía todos los domingos- yo sentía que estaba rodeado por potenciales putrefactos, que yo mismo podía estar todo podrido y ubicaba a la carne vagamente, quizás entre las piernas, aunque no sabía exactamente por qué. Todos éramos sucios y repugnantes portadores de “la pudrición de la carne” y la culpa era nuestra, por ceder a la tentación de “la pudrición de la carne” que el diablo nos ponía por delante una y otra vez y en cuya trampa caíamos sin cesar, sin remedio, sin otra esperanza que la confesión, la contrición y la penitencia.
Yo pensaba que esa acusación estaba dirigida sobre todo a aquellas personas que iban poco o no iban nunca a la iglesia, a los extraños, a los que no eran de mi familia, y que si bien nosotros estábamos expuestos a la descomposición súbita, ser precisamente nosotros nos ponía a salvo de tales degeneraciones.
Por eso fue terrible cuando aquel domingo, en la iglesia, mi hermano me susurró la herejía.
—Papá y mamá hacen el amor con condón.
—Mentira —casi grité. Le di un codazo en las costillas mientras la gente alrededor nos mandaba callar.
—¿Ah, no? —continuó—. ¿Y cómo te pensás que hacen para no tener más hijos?
Salí corriendo de la iglesia. El tenía razón. Lloré desconsoladamente contra la verja del templo, sin importarme la gente que se paraba a preguntar qué me pasaba. Mi hermano les decía que nada, que me había sentido mal de la barriga pero que ya estaba mejor. Mis padres eran parte de “la pudrición de la carne”. Eran eso desde hacía años. Lo hacían porque les gustaba.
Fue entonces cuando empezaron a caer los dogmas uno tras otro. El primero fue el pecado, y le siguieron todos los demás. Tres meses después les anuncié a mis padres que desde hacía varios domingos no iba a la iglesia, y que ya no iría a misa porque no creía más en dios.
No contestaron. Simplemente se quedaron quietos, mirándome, en silencio.


Mary despertó confusa, pero algo tenía claro: no quería ir a trabajar. Llamó por teléfono a Ana y le pidió que la disculpara con el productor.
—Ese vino de ayer no me cayó bien —mintió.
—Sí, me imagino —respondió Ana un tanto enigmáticamente.
—¿A vos también te cayó mal?
—Un poco. Pero tengo mejor hígado que vos, nena. No te preocupes. Yo hablo con él. De todas formas hoy no hay mucha cosa para hacer. Creo que faltaba un par de textos. En todo caso, si te lo permiten la vesícula y el hígado, mandá algo por mail.
-Faltan tres textos, pero ya visioné las imágenes. Si mejoro un poco me pongo y te los mando. Besos.
Ambas sabían que era una promesa imposible de cumplir.

sábado, 20 de marzo de 2010




14



Mary estaba de malhumor. Había discutido con Lucas. El había insistido con su idea de que debían vivir juntos. La primera vez le había resultado una propuesta agradable, tierna, un suave masaje para su ego.
—Veremos dentro de un tiempito, ¿ta? —había eludido entonces.
Lucas creyó que había recibido un “Sí, pero de a poquito”, y para sorpresa de Mary, apenas una semana después ya tenía llave de su casa, dejaba ropa para lavar y comenzaba a acumular revistas sobre motos debajo de la cama. Pero el alerta definitivo lo recibió una mañana cuando, después de ducharse, encontró un desconocido cepillo de dientes junto al suyo.
—¿Y esto… qué es? —preguntó fastidiada desde la puerta del baño, esgrimiendo el cepillo dental.
Lucas dormía a pata suelta, extendido sobre la totalidad de la superficie de la cama. Mary levantó el tono.
—¡Lucas!
—¡Qué! ¡¿Qué pasó?! —exclamó él, irguiéndose de pronto como un resorte.
—Pregunto. Qué. Es. Esto —reiteró ella.
—Mi cepillo de dientes —contestó Lucas, sin comprender el interés del asunto.
Mary dejó caer el brazo con un gesto de desaliento, le dirigió durante un instante una mirada que a Lucas le resultó indescifrable y regresó al baño. Esa noche hablaron un rato largo. Ella le explicó que lo quería mucho, que se sentía muy bien con él, pero que no estaba preparada para compartir su espacio con alguien.
—¿Ni siquiera conmigo? —preguntó Lucas señalándose el pecho.
—Por favor. Tratá de entenderme. No es un problema con vos; es conmigo misma. No sé. Vos parece que sabés exactamente qué esperás de la vida, pero yo no. Necesito espacio y tiempo para mí. No quiero apurar nada ni que te vayas quedando aquí de a poco, insensiblemente. No quiero despertarme un día y darme cuenta de que vivimos juntos. Espero que cuando lo hagamos sea una decisión consciente, algo importante, con festejo y todo. ¿Entendés?
Lucas se llevó el cepillo de dientes, las revistas y la ropa. Durante tres días ni siquiera la llamó por teléfono. Al cuarto apareció con flores y bombones. Las cosas habían recuperado su cauce, hasta ahora.
Esta vez, lo que más le molestó a Mary fue el argumento.
—Pensalo bien; gastaríamos menos dinero viviendo juntos que cada uno por su lado —había dicho Lucas con una expresión contable que la horrorizó. Pero no dijo nada.
Al contraataque de Lucas se habían sumado ese día un pujo histérico del productor del programa quien le reprochó una supuesta caída de su rendimiento en el trabajo, y una llamada de su padre que, desde hacía cierto tiempo, adoptaba al hablarle un tono meloso y afectado que le ponía los pelos de punta.
Había sido una jornada dura. Necesitaba salir.
Cuando Mary llegó al boliche donde se había dado cita con Ana era demasiado temprano para que hubiese mucha gente.
—Mejor —pensó—, no tengo ganas de hablar a los gritos.
Se ubicó en una mesa del fondo, junto a una ventana. Pidió una copa de vino blanco y cigarrillos. Ana llegó apenas unos minutos después, resplandeciente, como casi siempre. Vio a Mary y caminó hacia el fondo con una sonrisa apenas dibujada en su boca. Hacía eso cuando entraba a cualquier lugar público porque sabía que la mayoría de la gente la reconocía de la televisión. Era una forma sobria de corresponder un saludo inexistente pero real. Las personas la miraban y ella sonreía sin mirar a nadie. Sólo saludó al personal del boliche que encontró en su camino.
—Parecés una reina entrando a su palacio —dijo Mary con cierto sarcasmo mientras su amiga la besaba y se sentaba.
Ana lanzó una brevísima mirada por encima de su hombro para confirmar que aún había gente que la estaba mirando, o cuchicheando su nombre a quienes no la habían visto.
—Aparecer en televisión te condena a vivir en una vidriera; hay que aceptarlo o dejarlo. Vos lo sabés. ¿Y a vos qué bicho te picó? ¿Estás fumando? Te ves fatal. ¿Qué pasó hoy con el productor? Los vi discutiendo…
El mozo interrumpió la perorata. Ana resolvió seguir a su amiga con el vino blanco. Mary aplastó su cigarrillo en el cenicero y encendió otro.
—Te digo algo —continuó Ana—: es un buen tipo, pero es un neurótico, un obsesivo del trabajo; no lo enfrentes directamente. Si sabés encontrarle la vuelta terminará dejándote en paz.
—Eso hará contigo, que sos la estrella —lanzó Mary.
Ana la miró algo sorprendida, tomó lentamente un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mesa y lo encendió con elegancia. Mary fumaba y miraba hacia afuera por la ventana.
—Che, Cenicienta —dijo Ana sonriendo mientras frotaba con la mano izquierda el brazo de su amiga—, ¿la tía mala y las brujas de sus hijas te hicieron otra canallada? ¿Te vas a desquitar conmigo?
Logró que Mary sonriera.
—Algo así, pero no voy a desquitarme con nadie. ¿Y ahora la que fuma sos vos? Mi padre finge que le importo para que lo siga queriendo; Lucas empieza a tener cara de Banco Hipotecario; y el productor pretende exprimirme hasta la última gota: ¿no te parece un exceso de demandas masculinas? ¡Que venga el hada madrina, por favor! Es cierto, estoy de mal humor, pero lo que quiero es alegrarme.
—Alegrémonos, entonces —apoyó Ana levantando su copa y ofreciendo un brindis—. Aunque no debe haber muchas que hoy por hoy se quejen de un exceso de demandas masculinas.
—Chin, chin. Demasiados masculinos y pocos hombres —exclamó Mary riendo sonoramente.
Ambas bebieron simultáneamente hasta vaciar sus copas y culminaron el gesto con una carcajada que atrajo la mirada de algunos parroquianos.
—Ay, Mary, Mary… Y hablando de esos: ¿cómo va el corresponsal anónimo? ¿Te da buena letra, por lo menos?
Mary sintió que un hipopótamo le pisaba los pies. No había pensado en él, y ahora se daba cuenta de que no había querido hacerlo. Hacía tres días que no recibía ninguna carta. Entonces le pareció obvio que aquel silencio la había conmovido, haciéndola pasar de la ansiedad a la desesperación y, finalmente, a la rabia. Una rabia incomprensible, irracional, que le había perforado la tolerancia a los conflictos por debajo de la línea de flotación. Pensándolo bien -se dijo- no había sucedido nada realmente extraordinario. Su padre podía hacer cualquier cosa menos sorprenderla desagradablemente; el productor siempre había sido histérico y Lucas continuaba siendo igual a sí mismo desde que lo conocía. No habían sido de mal humor las nubes que le oscurecieron el día, y ya no era rabia esa lasitud que le calaba hasta los huesos. Era tristeza. Y aunque sabía qué la causaba, aún le resultaba inaceptable. En ese instante se propuso no preguntarle nada a Ana acerca de las cartas. Tuvo miedo de que su estado quedara tan en evidencia como un embarazo de ocho meses.
—Ah, ¿el de las cartas? No, sí, bien. No sé —contestó tratando de pensar rápidamente en otro tema.
Pero Ana fue más rápida.
—¿Cómo no sé? Parecías tan entusiasmada al principio. Bueno, me imagino que el tipo no debe ser Cervantes. ¿Conseguiste otros anónimos?
—Por ahora estoy hablando con la gente —inventó Mary—. Pero, viste cómo es, al principio te miran con cara rara y después entienden mejor lo que quiero. El tipo no es Cervantes, no, pero no escribe mal. Es… raro. Decíme una cosa: ¿vos sabías que aquí hubo más de nueve mil presos políticos durante la dictadura?
—Epa… ¿Y recién ahora te venís a enterar de eso?
—Sí, recién ahora. No sabía que habían sido tantos.
—Y si le agregás los exiliados, que fueron miles, te darás cuenta del tamaño de la represión.
—Claro, vos lo sabés bien —dijo Mary.
—Yo era una niña, pero me acuerdo del viaje. Me fui con una tía porque mis padres habían salido clandestinamente. Cada vez que recuerdo aquellos días me viene como una especie de angustia, aunque creo que yo no me daba cuenta de nada. No sé.
—Y me enteré de otra cosa, también.
—¿De qué? —preguntó Ana.
—De que mi padre debe haber andado de buenas con los milicos.
—¿Tu padre? Pero, ¿no me dijiste que es funcionario municipal o algo así?
—Sí, pero en aquella época hizo plata, bastante plata. Cada vez que le pregunto sobre eso me contesta que hizo “negocios". Siempre sospeché que lo que hacía era contrabando, y ahora estoy casi segura de que lo hacía con los verdes.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque a veces a él se le iba la lengua con mi madre pensando que yo no escuchaba. Y yo realmente no atendía, pero sí escuchaba. Nombraba a coroneles, capitanes, mayores. Conocía sus intimidades. Decía: “Fulano es un mamerto terrible”, o “Zutano es un patriota, de la pesada, pero es flor de ladrón”. Siempre pensé que eran milicos de la Intendencia, pero hace poco, cuando alquilé el apartamento, necesité una garantía. Fui al escribano de mi padre para que me diera el título de la casa y el tipo, además, me dio una carpeta para que se la entregara a mi viejo.
—¡La abriste! —exclamó Ana subyugada con el relato.
—¡Por supuesto! —continuó Mary mientras llamaba al mozo agitando la mano derecha. —¿Otro blanquito?
—Dale.
Mary ordenó la vuelta y prosiguió su narración.
—Adentro había una cantidad de papeles; tiene varios apartamentos y hasta una chacra en Canelones.
—¿Y vos no sabías nada?
—Absolutamente nada. Pero lo horrible es que había una carta, o algo así, en la que se le agradecían los servicios prestados en el Ministerio de Defensa durante los once años en los que estuvo allí en comisión.
—¿En qué comisión? —inquirió Ana.
—No. Los empleados públicos pueden cambiar de dependencia si alguna los reclama en comisión. Es como se llama ese régimen.
—Ahh… No sabía.
—Pero cuando pasás en comisión seguís cobrando el sueldo anterior. Entonces, mi viejo, ¿cómo hizo esa guita?
—Con… “los negocios” —contestó Ana.
—¡Voilà! —dijo Mary, satisfecha de haber podido contarle a alguien aquella historia turbia.
—Y bueno —contemporizó Ana—; hubo tanta gente que aprovechó la circunstancia. Por lo menos tu padre no mató a nadie, no violó mujeres, no torturó.
—¿Estás segura? Yo no. Y si no hizo nada de eso, igual me jode que uno de los que aprovechó “esas” circunstancias haya sido mi viejo. ¡Qué querés que te diga!
—Bueno; tomátelo con soda.
—No puedo. Y, sin querer ofenderte, no sé cómo hacés vos, que creciste en el exilio, que viviste el sufrimiento de tus viejos, para tomarte tantas cosas con soda.
Ana se recostó al respaldo de la silla, cruzó los brazos y miró fijamente a Mary. Permaneció en silencio durante algunos segundos, tratando de apuntalar un murallón construido con ahínco y -al principio- algo de dolor: el murallón del olvido. Pero no pudo.
—Mirá Mary —empezó, apoyando sobre la mesa los codos de sus brazos aún cruzados y adoptando un tono bisbiseante que su amiga no le conocía—, sos muy ingenua en estos temas. Creo que aún no te diste cuenta de que nosotros, los exiliados, los presos, los muertos, los desaparecidos y los acallados, no existimos. Sólo se nos nombra cuando hay que señalar culpables.
—¿Culpables de qué? —interrogó Mary a la defensiva.
—De que haya habido dictadura. Culpables de haber sido eso, lo que somos: exiliados, presos, muertos, desaparecidos. Para la mayor parte de esta sociedad -esa mayoría hipócrita, conformista, ignorante- nosotros somos los culpables, no las víctimas. Ellos se ven a sí mismos como las víctimas. Ellos perdieron su tranquilidad, su manso panzismo; sólo pudieron conservar sus caras de vaca mirando pasar el tren.
Mary soltó una risotada que intentó ahogar tapándose la boca con las manos, mientras observaba a su amiga con ojos incrédulos.
—Y no me tomo nada con soda; sobrevivo. Como vos, como Lucas, como tantos otros, pero no como tu padre. Y, como dicen los políticos —espetó en tono de parodia, ya distendida por la risa de Mary—: “Si me citás, te desmiento”.
Siguieron conversando un buen rato de temas variados, ambas con necesidad de alivianar la noche. Cuando el boliche empezó a llenarse con su nutrida fauna habitual pagaron y salieron, alegres por el alcohol y estimuladas por una velada entre corazones fuertes. Ana fingía no poder acertar la llave en la cerradura del coche.
—Perá, perá que ahora parece que se mueve menos —decía a dos pasos del automóvil, balanceándose de un lado al otro.
—Dale, Ana —rogaba Mary entre risas—. No jodas que todavía nos van a llevar en cana por mamertas.
—¿A mí me van a llevar en cana? ¿A la señorita de la televisión? Hip… —exageraba—. Vos sí que estás borracha.

viernes, 19 de marzo de 2010


(Pido disculpas. Cometí un error en la versión anterior de esta entrega. Esta es la versión correcta)

13
Ana se demoró dos días más que los previstos y Mary los llenó con trabajo, lectura y Lucas.
Lucas tenía 25 años nerviosos, un cuerpo firme aunque sin ángulos y una cabeza fáctica o, mejor dicho, mecánica. Su pensamiento abstracto se estructuraba a partir de una chispa que hacía explotar cierto combustible accionando un juego de pistones que mediante un misterioso sistema de transmisión imprimían movimiento a sus ideas. Las tenía, sin duda, pero era incapaz de saltar de una a otra sin pasar antes por el embrague, la caja de cambios y la selección del engranaje adecuado para la velocidad deseada. A veces Mary tenía dificultad en distinguir entre Lucas y su moto, una Honda de 850 cc. Era ahí, y en la cama, donde apreciaba mejor su compañía segura, habilidosa, viril, sin complicaciones. Por eso ni siquiera pensó en ocultar la pizarra de su vista. Lucas la miró como a un mueble recién pintado y no se le ocurrió ninguna pregunta.

Cuando Ana llegó al canal con el tiempo justo para grabar las presentaciones del programa que se emitiría en apenas unas horas Mary ya tenía todos los textos prontos. El que correspondía a una entrevista con un escritor brasileño, de éxito tan fulminante como universal, contenía una frase especial. Ana diría: “Un escritor optimista, más soldado de línea que francotirador de la literatura cuyas fábulas llenas de buenos y sabios consejos son leídas por millones de seres humanos en todos los idiomas”.

La jornada había sido dura, cansadora. Ana no estaba de buen humor y debió repetir varias veces dos presentaciones. Por suerte, la del escritor había salido bien de entrada. Mary sentía que sus “mensajes” eran incamuflables y sudaba frío cuando Ana tomaba el texto y lo leía para memorizarlo. Pensaba que en cualquier instante se detendría, con el ceño fruncido y gritaría:
—!Mary¡ ¿Qué es este disparate, acá?
Había resistido la ansiedad de preguntarle si había nuevas cartas hasta que Ana, por sí misma, mencionó el tema. Pero fue recién al fin de la jornada, en el automóvil de Ana que había insistido en conducir a su amiga hasta su casa.
—Ah, lo había olvidado: más tarde te mando unas cartas de esas que te gustan tanto.
—¿Hay varias?
—Varias. Más de una, estoy segura. Supongo que en algún momento se aburrirá de hablar solo.
Mary sintió la mordida de la culpa y se quedó en silencio.
—Tengo que cambiar este auto —dijo Ana virando a la derecha y entrando en la calle donde vivía Mary.
Su ansiedad era distinta ahora que sabía que él había continuado escribiendo. Sólo debía esperar que Ana rebotase las cartas. Se dio una ducha caliente y larga. Sentía el agua resbalándole por el cuerpo y sonrió al recordar una curiosa idea fija de Lucas: casi cada vez que se bañaban juntos él decía:
—¿Te das cuenta de que la piel es impermeable?
Había activado en la computadora la opción de buscar automáticamente su correo electrónico cada diez minutos; un intento por no desesperarse esperando. Así que cortó y pulió cuidadosamente las uñas de sus pies, enderezó la línea de sus cejas con lujo de detalles, cepilló delicadamente su cabello para atrás, para adelante, a la izquierda y a la derecha, distribuyó cremas en sus piernas, manos y brazos y estaba por quemar el último cartucho –el hilo dental- cuando la musiquita de la computadora le anunció que había encontrado nuevo correo.
La parsimonia se transformó en velocidad supersónica. Escuchó un ruido de cosas cayendo mientras salía del baño sujetándose la toalla anudada sobre sus senos pero no se volvió a averiguar qué lo producía. Tenía dos cartas: toda una panzada. Acercó cenicero y cigarros y abrió las cartas, una tras otra.


From: adpathway@rgs.com
Mi amigo Néstor vive ahora en Porto Alegre, aunque él es chileno. En aquel invierno estábamos solos en París: nuestras mujeres nos habían expulsado de sus tiernos y tibios pliegues y andábamos sin ganas de conseguir otras. Por suerte a Néstor le había quedado el apartamento, y a pesar de que en algunas ventanas faltaban varios vidrios y la heladera estaba tan vacía como los bolsillos, nos sentíamos como reyes.
Ya nos habíamos comido el conejito que una admiradora le había regalado a mi amigo. Fue por una buena causa: era el cumpleaños de alguien impostergable y nosotros, caballeros marginales, ofrecimos la estancia y la comida imaginando que recibiríamos el vino y el postre. Lo sacrificamos temprano en la tarde, de un botellazo seco en la nuca. El conejito se transformó en conejo y después, artes mediante, en un fricassé de lievre avec des pommes de terre a la dauphinoise, y hasta hicimos el supremo sacrificio de agregarle a aquel cuerpo del delito un buen chorro de vino tan tinto como ordinario.
Pero eso había sido hacía una semana, y en aquella noche de invierno hubiésemos hervido alegremente las verduritas que durante varios días después de la muerte del conejo la viejita del otro lado de la calle, también del cuarto piso, siguió trayendo hasta la puerta para el animalito como había hecho durante meses. La viejita ya no veía al conejo blanco en el balcón, el único lugar donde podía estar sin comerse las sábanas, los jeans, las patas de las sillas y hasta el cable del teléfono. Entonces preguntó por él haciendo señas detrás de su ventana. Hacía frío. Néstor recurrió a su peculiar sentido de la realidad, salió al balcón y mientras se acariciaba disimuladamente el estómago le gritó:
—Il est parti a la campaaaagne. Il est avec ses copaaaiiins!!
Se acabaron las sopas de verdurita.
¿Qué teníamos? Además de nuestros propios cuerpos famélicos, teníamos una guitarra cascoteada y un bongo árabe, de esos de cerámica decorada y lonja de piel de verdad. Y nos decidimos.
Paramos en la estación Montparnasse por pura hilaridad. “Si hay hambre, que no se note”, era nuestro lema. Elegimos el corredor más largo calculando que allí la gente podría escucharnos por más tiempo y arrancamos como si nos tuviésemos fe. Cantamos todo lo que sabíamos y todo lo que pudimos inventar durante una hora y media. La primera moneda que cayó dentro del sobre de la guitarra abierto como la boca de un cocodrilo apenas delante nuestro hizo un ruido tremendo, casi como un refuerzo de mortadela tragado de un saque y sin agua; después nos fuimos envolviendo en las canciones, nos transformamos en artistas, y nos matamos haciendo un show que jamás en la vida lograríamos repetir aunque ensayáramos tres meses seguidos. Hubo gente que se detuvo a escuchar y hasta aplaudió. Al fin nos cansamos. Nos sentamos en el piso sin atrevernos a mirar lo que había entre las fauces del cocodrilo y nos reímos un buen rato repitiendo obsesivamente aquel verso de una canción que le habíamos escuchado a Elis Regina: “Minha cabeça rolaba, batia mais que um bongo...”
Esa noche ganamos 43 francos, una verdadera fortuna. Comimos pollo, ensalada, papas fritas y tomamos suficiente vino. En la pasada robamos algunos cajones de fruta vacíos e hicimos un fueguito en la estufa del apartamento mientras fumábamos tabaco y porro. Nos acordamos de nuestras mujeres, lejanas y hoscas, y nos prometimos que nunca, nunca más volveríamos a tener tanta hambre y que jamás dejaríamos de creer en los sueños.
No nos acordamos de que aún queríamos hacer la revolución, ni nos dimos cuenta de que la estábamos haciendo.

Mary recién se movía en la silla, dispuesta a cambiar de nalga, imprimir y esperar cuando latió el aviso de que tenía un nuevo mensaje.
Era de Ana. Otra carta, y esta olía a tabaco y... ¿qué bebería él? ¿Cognac? ¿Así, medio europeo como era?
—No —pensó—, toma whisky.
Abrió la siguiente carta imaginando un ambiente ascético, despojado, una ventana abierta por la que se escapaba el humo de abundantes cigarrillos negros mezclado con el cálido aroma del scotch.


From: lqmonica@tribo.sakura.jp
Son cosas -pensaba mientras miraba la grabación de tu programa que emitieron hoy-. Esas cosas que nunca serán contadas. Nosotros, que no fuimos héroes, que no tenemos ninguna historia de calabozo, que éramos nadie cuando cayó el rayo; el pasto chamuscado en la periferia del holocausto. Los guachos, los estudiantes, los sin vocación, los sin futuro, los que empezábamos a vivir y a morir al mismo tiempo. Son cosas que a nadie le importan. Viajar entre Zurich y Ginebra, por ejemplo, puede ser algo sencillo si fuiste un héroe, o un burócrata con la cabeza ya bien puesta, pero puede haber sido una historia más complicada cuando tenías veintipocos años y estabas enganchado a la heroína, y no los tenías cerca ni sabías nada de papá y mamá, del partido, de la orga, y sí sabías que a nadie le importabas. Entonces subías al primer taxi que se te cruzaba y decías:
—Llevame a Ginebra.
Y el tipo te llevaba porque era suizo, y creía en la realidad de Suiza. Y vos ibas delirando en la ruta, pensando que cuando llegaras a Ginebra ibas a saber dónde conseguir el pico, la dosis, que era Suiza, el mundo, papá y mamá. Rutear y rutear sufriendo hasta una esquina indeterminada y decirle al pobre suizo:
—Esperá, que voy a buscar la guita y vuelvo.
Y correr 20, 30 cuadras y entrar al chiquero aquél, y pelear la deuda y picarte. Flash. Y otra vez ser inexpugnable. Ser papá y mamá, el partido, la orga. Dios. Esas cosas no le importan a nadie. Como cuando salimos con el Gordo, desesperados, a afanar cualquier cosa, con el cuchillo de cocina. Y topamos con Suzy. La encaramos de perfil, sin convicción.
—¡Largá los mangos o te cortamos tu linda trucha!
Suzy hizo apenas un leve movimiento y me sacó el cuchillo de la mano. Quedamos mirándonos, ella y nosotros, como malditos corderos perdidos en la noche, y nos abrazó. Caminamos juntos un trecho, compró droga para los tres, después pizza y cerveza, y nos fuimos para casa. Nos picamos y no comimos. Suzy, la puta que fue mi mejor amiga en Ginebra y con quien nunca quisimos coger aunque dormimos muchas veces en la misma cama, enganchó un punto magrebí y se fue a Túnez. El Gordo murió de sobredosis en Ibiza, su cuerpo ya totalmente solo, lamido por pequeñas olas.
Son cosas -pensaba- que mejor no contar. Sí hay que contar, por ejemplo, que un escritor se pregunta por qué los ventiladores de techo en las películas ambientadas en Africa giran tan despacio. Eso, sí, se puede.


Mary soñó. Jimi Hendrix andaba caminando por un pretil con su guitarra rota roja y blanca. Ella quería decirle que viniera para la azotea pero en vez le pedía que tocara un “buen y viejo blues”. El giraba para mirarla y perdía el equilibrio, abría los brazos desesperadamente, se inclinaba como un árbol talado y desaparecía de su vista. Ella quería ir hasta el borde de la azotea pero estaba tejiendo y no podía dejar de hacerlo. Esperó escuchar un grito, un golpe blando, pero no lo escuchó. Entonces gritó:
—¡Cuidado! ¡Se cae!— Y no podía dejar de tejer.
Despertó.

El soñó que lo habían enterrado. Un féretro marrón y sin inscripciones embutido en un nicho dentro de una pared de nichos como apartamentos nuevos, todos iguales y pequeños. Un muro de historias tapiadas con yeso frente a otro muro de historias tapiadas con yeso.
—Esto fue todo —se dijo.
No había comitiva fúnebre. Apenas los empleados del cementerio que conversaban sobre sus banalidades cotidianas mientras ordenaban las herramientas. El los veía, los oía en tanto se alejaba de aquel lugar. En la parada encendió un cigarrillo y se volvió a su casa en un ómnibus atestado en el que nadie pareció darse cuenta de que estaba muerto. Pasó por el quiosco y la estación de servicio, y todos lo trataron como si estuviese vivo. Sus vecinos del tercero lo saludaron en la puerta del edificio, y al cabo del ascensor, el apartamento; todo estaba en su lugar: los olores y los ruidos, la computadora encendida.
—¿Así que esto es resucitar? —se preguntó sin estar realmente asombrado.
—O quizás estoy viviendo muerto —acotó para sí mismo.
Despertó como quien huye de la Legión Extranjera. Algún niño berreaba con lentitud por el pozo de aire, como sin razón o esperanza.
Se dio una ducha larga y tibia, se vistió y salió sin saber exactamente para qué. Ya era de noche. Caminó con las manos en los bolsillos del pantalón tratando de saber adónde iba. Detuvo un taxi y subió con prisa. Durante un rato fue guiando al chofer como si conociese su destino: “A la izquierda", “Ahora a la derecha", decía con convicción. Hasta que vio un bar que no conocía, un bar cualquiera, cármica y neón, pero concurrido.
Se acodó en un extremo de la barra y pidió un whisky triple con una piedra de hielo. Mientras se lo servían comprendió que estaba en un lugar que podría ser peligroso para él. Demasiado distinto, demasiado solo en un sitio donde todos parecían conocerse, o por lo menos saber lo suficiente de los otros como para no hacerse preguntas. El, obviamente, resultaba un enigma allí acodado; tan sapo de otro pozo como si viniese arrastrando un pesebre navideño con nieve artificial y todo.
Resolvió beber y esperar.
Había prostitutas. La mayoría muy jóvenes y alguna no tanto. Polución sonora: música indefendible, decenas de voces tratando de hacerse oír a un metro, risas, chirridos de sillas brevemente arrastradas contra el piso de baldosas verdes y grises, los ruidos de un bar de copas: puertas de heladeras, vidrios entrechocándose, voceos de dos mozos y otros de procedencia inubicable.
Apenas había bebido un par de tragos de su copa. Lo vio de reojo. Era tan alto que no terminaba más de pararse. Una chica que estaba sentada sobre sus piernas cayó encima de los zapatos del gigante y rodó bajo la mesa mientras las otras, tres o cuatro, intentaban permanecer agarradas al trozo de hombre que habían conseguido y del cual -pensó El- esperaban obtener alguna ganancia esa noche. No todas lo lograron.
—¡Vos! —exclamó aquella torre humana ya completamente erguido mientras apuntaba a alguien con el dedo índice de su lejana mano derecha.
El silencio cayó como una piedra en la mesa del gigante y se fue extendiendo por el bar en ondas concéntricas como si el aire se hubiese licuado. Su instinto de supervivencia le aconsejó no mirar de inmediato la escena, pero la vigilaba con el rabillo del ojo, lo que no era suficiente para comprender cabalmente qué sucedía. Levantó su vaso lentamente y comenzó a beber un trago que debía ser largo.
—¡Eh, tú! —insistió el gigante ya sin necesidad de alzar la voz.
Cuando posó su copa en el mostrador los parroquianos que estaban a su alrededor se habían apartado. Movió la cabeza levemente y vio que el índice del hombre, en realidad un joven adulto, con el cabello rubio, lacio y largo hasta los hombros, lo señalaba directamente a la cabeza.
—Salud —dijo levantando su vaso apenas unos centímetros y mirando los ojos azules de aquel ángel-demonio extranjero, aunque no tanto como él en aquel lugar.
—Tú has leído a Bertolt Brecht —afirmó el joven pronunciando ese nombre como El supuso que lo harían los alemanes.
—Sí —respondió.
—¿Y a Günter Grass? —preguntó con aquella extraña pronunciación.
—Un poco, sí.
Algunos murmullos comenzaron a devolverle al bar su ambiente sonoro habitual.
—¿Y vos leíste a Cortázar? —preguntó El sin habérselo realmente propuesto.
El alemán sonrió desde sus más de dos metros y respondió con una graciosa reverencia. La mano que antes señalaba se movió en el aire dibujando un complejo arabesco y terminó deteniéndose sobre una silla. Era una invitación cortés, imprevisible, desencajada en aquel ambiente.
El alemán era austríaco y se llamaba Klaus. Hablaba un castellano comprensible, pero dominaba mucho mejor el inglés y el francés. Tenía 26 años y hacía cinco que había iniciado “el viaje”, como él lo llamaba. Klaus amaba la literatura y la gente, particularmente a las mujeres que, por lo que se veía allí, lo aceptaban con entusiasmo delirante. Había llegado embarcado desde Brasil hacía tres días y aún no había logrado arribar al hotel donde se alojaba el resto de sus compañeros. Lo habían traído desde el puerto hasta este bar y de aquí había salido conducido por varias mujeres que, por no disputárselo, habían decidido compartirlo. Y a la tarde lo traían de nuevo al bar.
Emanaba una energía prodigiosa. Bebía, besaba a todas aquellas que se lo pedían, y hablaba casi sin cesar. Pero todo lo hacía con parsimonia, sonriendo con sus ojos dulces. Era tal su poder de seducción que los hombres rudos de aquel bolichón de mala muerte lo aceptaban como a un ídolo benefactor, como a un amuleto, un fetiche de la buena suerte; como a un santo del mar.
De su pasaje por la India contó cómo los “hombres sagrados” se lavan las tripas en el Ganges y cómo levitan los brahmanes en callejuelas sucias, secas y atestadas de gente indiferente al prodigio. Habló de los niños hojalateros que trabajan 16 horas diarias fabricando biyuterías con la precisión y la velocidad que sólo pueden tener manos pequeñas y no entorpecidas por los años. Dijo que conoció un pueblo en el que cada familia sobrevivía con un kilo de arroz por mes como única comida y que se había enamorado tanto de ese país que sólo pudo irse cuando una “mujer sabia” le ordenó continuar “el viaje" pues “de lo contrario -le advirtió- serás castigado con la muerte por haber traicionado tu destino”.
En Colombia conoció a un fanático estudioso de Rainer Maria Rilke, concebido por dos homosexuales con el propósito utópico de educar integralmente a un ser humano según los principios del filósofo, a quien consideraban su maestro y guía espiritual. El hijo de aquellos idealistas intentaba cumplir con el deseo de sus padres. Por momentos creía que él era un profeta de Jesucristo y erraba por las rutas predicando la segunda llegada del hijo de Dios, bautizando a quienes lograba convencer. Otras veces se encerraba con los textos de Rilke a mano y escribía sin cesar durante semanas.
Klaus lo admiraba porque era una persona buena y, a su manera -dijo-, genial. Por eso no se sorprendió cuando al regresar de uno de aquellos viajes proféticos le dijo que había encontrado documentación acerca de una ciudad indígena perdida en la selva colombiana. Sabía cuántas pirámides había tenido, cómo era su planta urbana y, más o menos, cómo hallarla. Descansó medio día. Cargó con algunos de sus libros y se fue para siempre.
Contó que en Cali la gente baila día y noche y que se invitan solos a las fiestas de sus vecinos; que las mujeres de la Guajira, cobrizas y con vestidos blancos bordados, son de carácter tan firme como las lluvias de agosto y tan dulces como el sonido de las flautas perdidas de su pueblo.
La platea alrededor de la mesa en la que Klaus y El conversaban se renovaba constantemente. Cuando el austríaco comenzó a explicar cuál sería su itinerario africano El hizo amague de irse, pero el gigante lo retuvo.
—No te marches aún, hombre. Si todavía no te he dicho lo que debo decirte —lo detuvo Klaus tomándolo de la muñeca.
-Bueno, pero decímelo rápido porque bebí mucho y ya no estoy seguro de poder recordarlo mañana.
—No importa. Lo recordarás pasado mañana.
Llegó la enésima vuelta de copas: cerveza para Klaus, scotch para El.
—Ahora, cambiemos —dijo Klaus apoderándose del vaso de whisky que bebió de un trago prodigioso. El apenas pudo dar un pequeño sorbo a la cerveza. Le daba asco la efervescencia en el alcohol.
Klaus le puso la mano izquierda en el hombro, se inclinó hacia adelante y le habló al oído. Cuando el taxi arrancó vio por última vez a Klaus, ocupando toda la puerta del bar, quizás sostenido en pie por el abrazo de sus mujeres, despidiéndolo con la mano y cantando, gritando, un verso de una canción de Police: “We could be together, walking on, walking on the moon".
Despertó cuando anochecía, atravesado en su cama y aún vestido.
—Yo también estuve muerto.
La frase que Klaus le susurrara estaba allí, en la puerta de su cerebro, y quería entrar. Pero primero debió ocuparse de que su percepción espacio temporal alcanzara alguna coherencia.
Un par de horas después se sentó a escribir y lo hizo sin pausas, de un tirón. Presentía que se acortaban los plazos.