sábado, 20 de marzo de 2010




14



Mary estaba de malhumor. Había discutido con Lucas. El había insistido con su idea de que debían vivir juntos. La primera vez le había resultado una propuesta agradable, tierna, un suave masaje para su ego.
—Veremos dentro de un tiempito, ¿ta? —había eludido entonces.
Lucas creyó que había recibido un “Sí, pero de a poquito”, y para sorpresa de Mary, apenas una semana después ya tenía llave de su casa, dejaba ropa para lavar y comenzaba a acumular revistas sobre motos debajo de la cama. Pero el alerta definitivo lo recibió una mañana cuando, después de ducharse, encontró un desconocido cepillo de dientes junto al suyo.
—¿Y esto… qué es? —preguntó fastidiada desde la puerta del baño, esgrimiendo el cepillo dental.
Lucas dormía a pata suelta, extendido sobre la totalidad de la superficie de la cama. Mary levantó el tono.
—¡Lucas!
—¡Qué! ¡¿Qué pasó?! —exclamó él, irguiéndose de pronto como un resorte.
—Pregunto. Qué. Es. Esto —reiteró ella.
—Mi cepillo de dientes —contestó Lucas, sin comprender el interés del asunto.
Mary dejó caer el brazo con un gesto de desaliento, le dirigió durante un instante una mirada que a Lucas le resultó indescifrable y regresó al baño. Esa noche hablaron un rato largo. Ella le explicó que lo quería mucho, que se sentía muy bien con él, pero que no estaba preparada para compartir su espacio con alguien.
—¿Ni siquiera conmigo? —preguntó Lucas señalándose el pecho.
—Por favor. Tratá de entenderme. No es un problema con vos; es conmigo misma. No sé. Vos parece que sabés exactamente qué esperás de la vida, pero yo no. Necesito espacio y tiempo para mí. No quiero apurar nada ni que te vayas quedando aquí de a poco, insensiblemente. No quiero despertarme un día y darme cuenta de que vivimos juntos. Espero que cuando lo hagamos sea una decisión consciente, algo importante, con festejo y todo. ¿Entendés?
Lucas se llevó el cepillo de dientes, las revistas y la ropa. Durante tres días ni siquiera la llamó por teléfono. Al cuarto apareció con flores y bombones. Las cosas habían recuperado su cauce, hasta ahora.
Esta vez, lo que más le molestó a Mary fue el argumento.
—Pensalo bien; gastaríamos menos dinero viviendo juntos que cada uno por su lado —había dicho Lucas con una expresión contable que la horrorizó. Pero no dijo nada.
Al contraataque de Lucas se habían sumado ese día un pujo histérico del productor del programa quien le reprochó una supuesta caída de su rendimiento en el trabajo, y una llamada de su padre que, desde hacía cierto tiempo, adoptaba al hablarle un tono meloso y afectado que le ponía los pelos de punta.
Había sido una jornada dura. Necesitaba salir.
Cuando Mary llegó al boliche donde se había dado cita con Ana era demasiado temprano para que hubiese mucha gente.
—Mejor —pensó—, no tengo ganas de hablar a los gritos.
Se ubicó en una mesa del fondo, junto a una ventana. Pidió una copa de vino blanco y cigarrillos. Ana llegó apenas unos minutos después, resplandeciente, como casi siempre. Vio a Mary y caminó hacia el fondo con una sonrisa apenas dibujada en su boca. Hacía eso cuando entraba a cualquier lugar público porque sabía que la mayoría de la gente la reconocía de la televisión. Era una forma sobria de corresponder un saludo inexistente pero real. Las personas la miraban y ella sonreía sin mirar a nadie. Sólo saludó al personal del boliche que encontró en su camino.
—Parecés una reina entrando a su palacio —dijo Mary con cierto sarcasmo mientras su amiga la besaba y se sentaba.
Ana lanzó una brevísima mirada por encima de su hombro para confirmar que aún había gente que la estaba mirando, o cuchicheando su nombre a quienes no la habían visto.
—Aparecer en televisión te condena a vivir en una vidriera; hay que aceptarlo o dejarlo. Vos lo sabés. ¿Y a vos qué bicho te picó? ¿Estás fumando? Te ves fatal. ¿Qué pasó hoy con el productor? Los vi discutiendo…
El mozo interrumpió la perorata. Ana resolvió seguir a su amiga con el vino blanco. Mary aplastó su cigarrillo en el cenicero y encendió otro.
—Te digo algo —continuó Ana—: es un buen tipo, pero es un neurótico, un obsesivo del trabajo; no lo enfrentes directamente. Si sabés encontrarle la vuelta terminará dejándote en paz.
—Eso hará contigo, que sos la estrella —lanzó Mary.
Ana la miró algo sorprendida, tomó lentamente un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mesa y lo encendió con elegancia. Mary fumaba y miraba hacia afuera por la ventana.
—Che, Cenicienta —dijo Ana sonriendo mientras frotaba con la mano izquierda el brazo de su amiga—, ¿la tía mala y las brujas de sus hijas te hicieron otra canallada? ¿Te vas a desquitar conmigo?
Logró que Mary sonriera.
—Algo así, pero no voy a desquitarme con nadie. ¿Y ahora la que fuma sos vos? Mi padre finge que le importo para que lo siga queriendo; Lucas empieza a tener cara de Banco Hipotecario; y el productor pretende exprimirme hasta la última gota: ¿no te parece un exceso de demandas masculinas? ¡Que venga el hada madrina, por favor! Es cierto, estoy de mal humor, pero lo que quiero es alegrarme.
—Alegrémonos, entonces —apoyó Ana levantando su copa y ofreciendo un brindis—. Aunque no debe haber muchas que hoy por hoy se quejen de un exceso de demandas masculinas.
—Chin, chin. Demasiados masculinos y pocos hombres —exclamó Mary riendo sonoramente.
Ambas bebieron simultáneamente hasta vaciar sus copas y culminaron el gesto con una carcajada que atrajo la mirada de algunos parroquianos.
—Ay, Mary, Mary… Y hablando de esos: ¿cómo va el corresponsal anónimo? ¿Te da buena letra, por lo menos?
Mary sintió que un hipopótamo le pisaba los pies. No había pensado en él, y ahora se daba cuenta de que no había querido hacerlo. Hacía tres días que no recibía ninguna carta. Entonces le pareció obvio que aquel silencio la había conmovido, haciéndola pasar de la ansiedad a la desesperación y, finalmente, a la rabia. Una rabia incomprensible, irracional, que le había perforado la tolerancia a los conflictos por debajo de la línea de flotación. Pensándolo bien -se dijo- no había sucedido nada realmente extraordinario. Su padre podía hacer cualquier cosa menos sorprenderla desagradablemente; el productor siempre había sido histérico y Lucas continuaba siendo igual a sí mismo desde que lo conocía. No habían sido de mal humor las nubes que le oscurecieron el día, y ya no era rabia esa lasitud que le calaba hasta los huesos. Era tristeza. Y aunque sabía qué la causaba, aún le resultaba inaceptable. En ese instante se propuso no preguntarle nada a Ana acerca de las cartas. Tuvo miedo de que su estado quedara tan en evidencia como un embarazo de ocho meses.
—Ah, ¿el de las cartas? No, sí, bien. No sé —contestó tratando de pensar rápidamente en otro tema.
Pero Ana fue más rápida.
—¿Cómo no sé? Parecías tan entusiasmada al principio. Bueno, me imagino que el tipo no debe ser Cervantes. ¿Conseguiste otros anónimos?
—Por ahora estoy hablando con la gente —inventó Mary—. Pero, viste cómo es, al principio te miran con cara rara y después entienden mejor lo que quiero. El tipo no es Cervantes, no, pero no escribe mal. Es… raro. Decíme una cosa: ¿vos sabías que aquí hubo más de nueve mil presos políticos durante la dictadura?
—Epa… ¿Y recién ahora te venís a enterar de eso?
—Sí, recién ahora. No sabía que habían sido tantos.
—Y si le agregás los exiliados, que fueron miles, te darás cuenta del tamaño de la represión.
—Claro, vos lo sabés bien —dijo Mary.
—Yo era una niña, pero me acuerdo del viaje. Me fui con una tía porque mis padres habían salido clandestinamente. Cada vez que recuerdo aquellos días me viene como una especie de angustia, aunque creo que yo no me daba cuenta de nada. No sé.
—Y me enteré de otra cosa, también.
—¿De qué? —preguntó Ana.
—De que mi padre debe haber andado de buenas con los milicos.
—¿Tu padre? Pero, ¿no me dijiste que es funcionario municipal o algo así?
—Sí, pero en aquella época hizo plata, bastante plata. Cada vez que le pregunto sobre eso me contesta que hizo “negocios". Siempre sospeché que lo que hacía era contrabando, y ahora estoy casi segura de que lo hacía con los verdes.
—¿Por qué estás tan segura?
—Porque a veces a él se le iba la lengua con mi madre pensando que yo no escuchaba. Y yo realmente no atendía, pero sí escuchaba. Nombraba a coroneles, capitanes, mayores. Conocía sus intimidades. Decía: “Fulano es un mamerto terrible”, o “Zutano es un patriota, de la pesada, pero es flor de ladrón”. Siempre pensé que eran milicos de la Intendencia, pero hace poco, cuando alquilé el apartamento, necesité una garantía. Fui al escribano de mi padre para que me diera el título de la casa y el tipo, además, me dio una carpeta para que se la entregara a mi viejo.
—¡La abriste! —exclamó Ana subyugada con el relato.
—¡Por supuesto! —continuó Mary mientras llamaba al mozo agitando la mano derecha. —¿Otro blanquito?
—Dale.
Mary ordenó la vuelta y prosiguió su narración.
—Adentro había una cantidad de papeles; tiene varios apartamentos y hasta una chacra en Canelones.
—¿Y vos no sabías nada?
—Absolutamente nada. Pero lo horrible es que había una carta, o algo así, en la que se le agradecían los servicios prestados en el Ministerio de Defensa durante los once años en los que estuvo allí en comisión.
—¿En qué comisión? —inquirió Ana.
—No. Los empleados públicos pueden cambiar de dependencia si alguna los reclama en comisión. Es como se llama ese régimen.
—Ahh… No sabía.
—Pero cuando pasás en comisión seguís cobrando el sueldo anterior. Entonces, mi viejo, ¿cómo hizo esa guita?
—Con… “los negocios” —contestó Ana.
—¡Voilà! —dijo Mary, satisfecha de haber podido contarle a alguien aquella historia turbia.
—Y bueno —contemporizó Ana—; hubo tanta gente que aprovechó la circunstancia. Por lo menos tu padre no mató a nadie, no violó mujeres, no torturó.
—¿Estás segura? Yo no. Y si no hizo nada de eso, igual me jode que uno de los que aprovechó “esas” circunstancias haya sido mi viejo. ¡Qué querés que te diga!
—Bueno; tomátelo con soda.
—No puedo. Y, sin querer ofenderte, no sé cómo hacés vos, que creciste en el exilio, que viviste el sufrimiento de tus viejos, para tomarte tantas cosas con soda.
Ana se recostó al respaldo de la silla, cruzó los brazos y miró fijamente a Mary. Permaneció en silencio durante algunos segundos, tratando de apuntalar un murallón construido con ahínco y -al principio- algo de dolor: el murallón del olvido. Pero no pudo.
—Mirá Mary —empezó, apoyando sobre la mesa los codos de sus brazos aún cruzados y adoptando un tono bisbiseante que su amiga no le conocía—, sos muy ingenua en estos temas. Creo que aún no te diste cuenta de que nosotros, los exiliados, los presos, los muertos, los desaparecidos y los acallados, no existimos. Sólo se nos nombra cuando hay que señalar culpables.
—¿Culpables de qué? —interrogó Mary a la defensiva.
—De que haya habido dictadura. Culpables de haber sido eso, lo que somos: exiliados, presos, muertos, desaparecidos. Para la mayor parte de esta sociedad -esa mayoría hipócrita, conformista, ignorante- nosotros somos los culpables, no las víctimas. Ellos se ven a sí mismos como las víctimas. Ellos perdieron su tranquilidad, su manso panzismo; sólo pudieron conservar sus caras de vaca mirando pasar el tren.
Mary soltó una risotada que intentó ahogar tapándose la boca con las manos, mientras observaba a su amiga con ojos incrédulos.
—Y no me tomo nada con soda; sobrevivo. Como vos, como Lucas, como tantos otros, pero no como tu padre. Y, como dicen los políticos —espetó en tono de parodia, ya distendida por la risa de Mary—: “Si me citás, te desmiento”.
Siguieron conversando un buen rato de temas variados, ambas con necesidad de alivianar la noche. Cuando el boliche empezó a llenarse con su nutrida fauna habitual pagaron y salieron, alegres por el alcohol y estimuladas por una velada entre corazones fuertes. Ana fingía no poder acertar la llave en la cerradura del coche.
—Perá, perá que ahora parece que se mueve menos —decía a dos pasos del automóvil, balanceándose de un lado al otro.
—Dale, Ana —rogaba Mary entre risas—. No jodas que todavía nos van a llevar en cana por mamertas.
—¿A mí me van a llevar en cana? ¿A la señorita de la televisión? Hip… —exageraba—. Vos sí que estás borracha.

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