lunes, 5 de julio de 2010



Sudáfrica 2010
La verdadera belleza de un balón en vuelo


Después de 120 minutos de juego, Sebastián Abreu caminaba desde el centro del campo hacia el arco donde ejecutaría el quinto tiro penal ante el arquero Kingston, de la selección de Ghana. Si lo convertía, Uruguay pasaría a las semifinales del Campeonato Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010, algo que no ocurría desde hacía 40 años.

Su marcha no era lenta ni apresurada. Mantenía un ritmo preciso, un paso equilibrado, un talante descontraído. Muy lejos, en su pequeño país paralizado por el épico match que venía de terminar, ahora nadie siquiera se atrevía a respirar, y aunque todos y todas, sin excepción, tenían un mismo pensamiento, nadie se atrevía a expresarlo: “La va a picar”.

Abreu colocó el balón en el suelo como si estuviese jugando con la arena de una playa cualquiera, un día cualquiera, y no ése día, con 90 mil pares de ojos mirándolo en directo y millones y millones por la tevé.

Sus compañeros de equipo se abrazaban en el centro de la cancha formando un collar de nervios en carne viva, temblando por el cansancio y el peso de la historia futbolera de esta tierrita con forma de lágrima que en ese momento no quería llorar de tristeza y frustración sino de pasión y alegría.

Abreu, con el número 13 en la espalda, su favorito, retrocedió en línea recta mirando el balón sobre el punto penal, y luego se ladeó levemente a su derecha. Abreu, más conocido como el “Loco” Abreu, es zurdo.

En su cabeza escuchaba un estruendoso rumor que reclamaba: “¡No la piques. No la vayás a picar!”. Pero en su corazón latía un amor enorme, un amor más grande que el miedo, un amor propio y ajeno, amor al pasado y al futuro, amor al sueño, al éxtasis, a la gloria deportiva, a la felicidad.

Cuando dio el primer paso en su carrera hacia el balón todo se hizo silencio. Callaron las vuvuzelas, los gritos, los rumores, callaron las leyendas y los mitos, las glorias cerraron la boca; apenas escuchaba sus zapatos frotando el pasto a cada paso.

Frenado en la última fracción de segundo, su pie izquierdo tocó la pelota desde abajo hacia arriba con un roce seco, contenido, calculado; el balón se fue elevando lentamente mientras se dirigía hacia el centro de la valla.

Abreu lo seguía con la mirada, su cuerpo inclinado levemente hacia atrás, las rodillas flexionadas.
Vio que Kinsgton se estiraba a su derecha, horizontal, ya con el espanto arrancándole los ojos.

El balón flotaba a media altura con destino cierto. Abreu había elegido picarlo, tocarlo suave y pícaramente, acariciarlo… y esperar ese medio segundo de vuelo en parábola que duró una eternidad.

Duró tanto que todos pudimos volver a recorrer el trabajoso camino transitado durante 20 partidos de la eliminatoria sudamericana, los absurdos e inexplicables altibajos de esta selección, las goleadas recibidas y propinadas, las críticas, los insultos, las descalificaciones, la cordura mantenida contra viento y marea, la entereza de un técnico que creía en lo que hacía.

Pudimos ver los cuatro partidos jugados en el Mundial, la progresión sorpresiva pero anhelada, el último encuentro ante un equipo de exuberantes atletas, alados por un estadio casi entero que los alentó cada segundo, favorecidos por un arbitraje malicioso y puerco, localista sin vergüenza.

Cuando el balón cruzaba la línea de gol, Kingston terminaba de desarmarse contra el piso, destruida la anatomía de su esperanza, sintiendo la amarga tristeza del sueño roto que caía blando como esa red que embolsaba el balón con la ternura de un regazo materno.

Abreu corrió hacia su izquierda y se detuvo al costado del área grande, abrió sus largos y tatuados brazos y, más allá de los millones de euros y de dólares en juego, más allá de las glorias pasadas usadas a veces como lastre, más allá del deseo compulsivo de vencer, sonriendo como en la puerta de su casa, llamó a sus compañeros a festejar el mensaje que su gesto le regalaba al mundo incrédulo: “¡No lo olviden nunca: esto es un juego! Lo demás viene después…”

Carlos Amorín


sábado, 15 de mayo de 2010



Pido disculpas por este intervalo no deseado durante el cual no pude mantener el ritmo de las entregas.


Llega al final la publicación "on line" de esta novela que mucho me gustó escribir y otro tanto compartir con todos y todas ustedes, pocos o muchas, eso no es lo que más importa.


Deseo que hayan disfrutado algo con su lectura.


Muchas gracias.

Carlos Amorín Aguirre






29

La encontró desfigurada por una garra que le desencajaba el rostro, la garra del dolor con su mueca inconfundible. La abrazó mientras lloraba, que fue mucho. La animó a darse una ducha caliente mientras ella improvisaba una cena frugal. Antes de acostarse –Ana se quedó a dormir allí- se pusieron de acuerdo en que el juego había efectivamente terminado. Mary no quería recibir más cartas, y Ana no creía que alguna de las dos volviera a recibirlas. Por suerte era viernes. Tenían todo el fin de semana por delante para recuperarse del golpe y prepararse para el lunes, el día marcado por Dinora para entrar subrepticiamente al sótano del Registro Civil.

Dinora les había dicho que se vistieran de forma que no llamaran la atención. Un vaquero, una camiseta de algodón, nada raro. Entraron al hall de la planta baja y se dirigieron a la ventanilla de Informes. Cuando llegó el turno de ellas Ana preguntó por la señora Jiménez, según lo convenido. Debían esperar a un lado de la fila. La señora Jiménez llegó apenas cinco minutos después.
—Hola, ¿qué tal? —dijo estrechándoles la mano a ambas—. ¿Cuál de ustedes es Mary? —preguntó.
—Yo —respondió Mary señalándose a sí misma.
—Muy bien. Vengan conmigo.
La señora Jiménez salió caminando delante de ellas y sin mirar una sola vez hacia atrás las condujo detrás del mostrador donde se atiende al público, recorrió tres lúgubres corredores internos hasta que abrió una puerta que parecía igual a las otras y que daba a una escalera. Encendió la luz y fue bajando los escalones como si los conociera de memoria. Otra puerta. Otra luz. Estaban en el sótano. El techo era muy alto, y de arriba hasta abajo, ordenados en estantes metálicos, había grandes libracos encuadernados en rojo algunos y en azul otros. Muchos eran muy antiguos. Se veían amarillentos. La señora Jiménez avanzó por algo así como la nave central de aquella guardería de la memoria de papel. No se detuvo hasta llegar al fondo, donde había una puerta que parecía de metal, bien conservada. En su mano apareció una llave que introdujo en la cerradura, dos giros y la puerta se abrió como cualquier otra. La señora Jiménez se paró en la puerta y con su mano izquierda encendió una luz dentro de la habitación que era una réplica de la anterior, pero más pequeña.
­—Este es el archivo de las inscripciones tardías. Están todas acá porque son confidenciales. Nadie sabe bien por qué, pero es así. Están enteradas de que no puedo quedarme ni dejarles la puerta abierta. Tienen 20 minutos para encontrar lo que necesitan —dijo la señora Jiménez que, hasta ese momento, había mantenido una actitud completamente neutra, profesional. Pero antes de irse, tomó las manos de Mary y todo se explicó.
—M’hijita —dijo tiernamente—. Mi sobrina tendría ahora tu edad si esos perros no la hubiesen matado en el vientre de mi hermana. Ojalá no seas lo que sospechás, porque es muy duro. Pero si lo sos, tenés que saber que contás con muchos de nosotros. Nunca estarás sola —terminó, emocionada.
Mary aún no sabía reaccionar antes estas situaciones que para ella eran completamente nuevas.
—Gracias, muchas gracias, señora —atinó a decir sin sonreír.
Apenas se cerró la puerta Mary sacó una libreta de su bolso donde había anotado el número de expediente de su inscripción tardía. Les costó un poco encontrar el libraco correspondiente, y como era muy pesado lo pusieron en el piso para buscar más cómodamente. Mientras pasaban las páginas iban leyendo retazos de vidas. Vieron otras dos anotaciones muy parecidas a la de Mary, cuyo corazón aleteaba como una mariposa en la playa.
—Es ésta. Acá está —dijo Ana poniendo su dedo índice sobre un número impreso en tinta negra.
Era el original del documento que Mary tenía en su poder, pero no había nada más, ningún certificado adjunto, ninguna aclaración al dorso, ninguna firma diferente. Eran simplemente dos gotas de agua. Mary se recostó a la pared.
—¡No hay un carajo! —exclamó.
Ana dejó pasar un momento y luego empezó a devolver las páginas hacia el lado derecho del libraco y poder así cerrarlo. Se puso de pie, levantó el pesado archivo y trató de ponerlo nuevamente en su lugar del estante donde lo habían encontrado, pero era demasiado pesado para ella sola.
—¡Mary! —llamó—, ayudame que se me cae…
Mary se levantó presurosa y entre las dos salieron del trance. En ese mismo momento se escucharon los pasos de la señora Jiménez, la llave en la cerradura, la puerta abriéndose.
—No me digan nada. No estaba el certificado, ¿no es así? —dijo al ver sus expresiones de frustración, y continuó, sin esperar respuesta—. No se desalienten. Hubo otros casos así que se terminaron aclarando. Pero que no haya un certificado médico es una razón para alimentar más sospechas, porque aquí, con dictadura y todo, la mayor parte de nosotros hicimos las cosas bien. Pero hubo otros que se prestaron para cualquier chanchullo, especialmente para éstos. En nuestro mundillo interno, todos sabemos que una inscripción tardía sin certificado médico sólo puede hacerla alguien con mucha banca.
—Gracias. Muchas gracias por todo, señora —le dijo Ana cuando atravesaron el mostrador y se encaminaron hacia la calle. Mary se despidió con un beso, pero no le salió una sola palabra.

Era domingo. El verano se iba enfriando casi día a día. Ana había pasado la mañana estudiando una propuesta laboral de otro canal. No había tanto glamour, pero sí un poco más de carácter. Era una oportunidad para inyectarle una faceta interesante a su personaje televisivo. El dinero, sin embargo, era casi el mismo.
Habían pasado casi 20 días desde que fueran a visitar a Don Carlos y no tenía ninguna novedad. Decidió no esperar más.
—Alo, Don Carlos. Habla Ana.
—Reconozco su voz. Sé que le di esperanzas de que podría saber algo en una semana. Tengo una buena y una mala. ¿Cuál quiere primero?
Ana no pudo contestar. Estaba predispuesta a que Don Carlos le comunicara un completo fracaso, incluso hasta podía aceptar una respuesta evasiva, descomprometida, pero no esperaba que su deseo pudiese estar al alcance de su mano.
Don Carlos resolvió el impasse.
—Le doy primero la buena: creo que sé quién le estuvo enviando esas cartas. ¡Ojo! Es un “creo”, no un “estoy completamente seguro”. No la llamé hasta ahora por la mala noticia.
—¿Tiene un nombre? —atropelló Ana.
—¿No quiere saber la mala primero? Mire que importa, ehh?
—Dígame el nombre.
—Como quiera. Sería un tal Mario Dávalos. El problema es que no lo encuentro por ningún lado. Es como si se lo hubiese tragado la tierra con computadora y todo. Por eso violo nuestro acuerdo y le confío esta identidad. Si yo no lo encuentro, usted…
—¿Qué me está diciendo? —dijo Ana, confundida.
—Oh, señorita Ana, disculpe mi liviandad. Sé que para usted esto es importante. No debí ser tan crudo…
—¿Se llama Mario Dávalos y desapareció? ¿Eso es lo que me dice?
—Sí. En esencia, es eso.
—¿Puedo ir a su casa para que hablemos de esto personalmente?
—No. De ninguna manera —respondió Carloncho, cortante.
—Por favor —rogó Ana.
—Lo siento mucho. No me apene, Ana. No tengo nada más que decirle. Que tenga suerte.

Carloncho dejó el teléfono sobre el escritorio de su oficina doméstica, muy parecida a la sala de controles de una nave espacial. Tenía cuatro monitores delante suyo, en la primera línea, y muchos otros detrás, además de consolas y tableros, parlantes y muebles futuristas.
Ana lo había llamado cuando estaba a punto de cumplir el último encargo que le había dejado su amigo: enviar la carta final. La llamada le dio deseos de volver a leerla antes de enviarla.

¿Por qué? Sí. ¿Por qué? Sé que estás tratando de encontrarme.
¿Sabés lo que buscás? A esta altura de la historia no sería demasiado difícil hallarme. Te costaría un laberinto y tres salas de espejos, tal vez medio tren fantasma, pero, creéme: no vivimos en el mismo parque de diversiones. ¿Ya me pusiste rostro? ¿O disponés de varias posibilidades, para no desilusionarte, por si las moscas; quién te dice que a la vuelta de una esquina...? ¿Ya tengo zapatos? ¿Te invité a cenar en un restorán elegante y discreto? ¿Bailamos boleros en tu apartamento? No, claro, ya sé: ¡nos duchamos juntos! ¿O me dijiste que debo leer alguna novela de un autor joven y español?
Sí, así es, siempre tengo el filo a mano. Debo sobrevivir un poco más. ¿Sabés lo que buscas? La idea de lo que somos es mucho mejor que nosotros. No hay mirada que te pueda revolver el alma mejor que la imaginada, la deseada. ¿Qué es la piel al cabo de un día, y otro, y otro...? ¿Qué pasión es la previsible? ¿Qué cuerpo no termina formando hueco en un colchón? ¿Qué milagro evita la gestión del desayuno? ¿Qué beso no acaba por aprenderse? ¿Qué amor el tiempo no convierte en fraternidad? ¿Qué íntima condena no empezó siendo dulce y cadena? ¿Qué hábito no provoca vicio? ¿Qué exceso no fue virtud? ¿Qué rencor no fue furia? ¿Qué venganza no fue dolor? ¿Qué traición no fue indiferencia que fue lejanía que fue ternura de dos que fueron uno y todas fueron mutuas? ¿Qué cantera no se agota? ¿Qué grito repetido no se vuelve ruido? ¿Qué aventureros no terminan sacando pasaje de ida y vuelta? ¿Qué televisor no resulta, al fin, demasiado chico? ¿Qué soledad no es deseada? ¿Qué recuerdos no se ajan? ¿Qué es mustio sin abandono? ¿Qué podremos dar que no hayamos dado? Y de lo que queda, ¿qué hay para ver que no quepa en letras?
No. No queda nada.
Una cama, un cansancio, la misma pregunta: ¿dónde estoy?

—Estás tan rabioso, amigo mío, tan frágil —dijo Carloncho en voz alta cuando terminó de releer la carta—. Así que querés la opción dos… —continuó hablándose a sí mismo—, y te voy a dar la dos, sí, pero la dos menos cuarto. Esta carta no se va a ningún lado, se queda con Papi.
Guardó la carta en una carpeta llamada “Ana” y seleccionó el comando “Deshacer” varias veces consecutivas.
Se recostó en el respaldo de una silla que parecía robada de una exposición de diseño de muebles de 2088, cruzó las manos detrás de su cabeza, puso los pies sobre el escritorio y, mientras cantaba, se quedó mirando cómo algunos archivos se iban restituyendo a los servidores de los cuales los había extraído unas horas antes.
—All you need is love, pa pa ra pa pám, all you need is love, pa pa ra pa pám…

Un par de días después Ana había reunido coraje suficiente para iniciar una investigación que, sabía, sería breve y bastante infructuosa. Había decidido no involucrar a Mary en la búsqueda.
Lo esencial lo supo por internet. Aquí y allá, Mario Dávalos había dejado algunos rastros de su pasaje por la vida pública. Aparecía en la página web de la embajada de Francia integrando una lista de uruguayos que habían estado exiliados en aquel país. Fue a la embajada, pero sólo supo que se había registrado en la biblioteca del centro cultural de la sede diplomática, y que en el formulario había declarado ser un desexiliado lo que le daba la posibilidad de retirar material por más tiempo y sin costo alguno.
—Comó quien dicé: los desexiliadós son amigós de la casá —comentó el flacucho del otro lado del mostrador. Pero fue lo único que le dijo. Los datos que tenían allí eran “totalmenté confidencialés”.
La lista parecía haber sido confeccionada con más base en un abuso de confianza de algún funcionario de la embajada antes que en una inscripción voluntaria de los concernidos.
El nombre de un Mario Dávalos sociólogo aparecía también vinculado a varios trabajos académicos presentados en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas. Eran todas investigaciones de campo escritas en coautoría con otros colegas. La última que lo incluía tenía fecha de hacía siete años. En la Facultad un viejo funcionario aún recordaba a un docente joven y brillante que, sin razón aparente, renunció a su cargo de grado 4. Pero eso había ocurrido hacía años, tal vez ocho o nueve años, calculó el informante.
Eso era todo, a excepción de una foto de grupo tomada en ocasión de la despedida de un saxofonista cubano que viajaba a Canadá contratado para integrar una banda de viejos jazzistas. La imagen integraba la galería de fotos del Hot Club, un bolichón de mala muerte al que ella no recordaba haber ido. Al pie se detallaban los nombres de los fotografiados. Uno era Mario Dávalos, el segundo desde la izquierda. No se correspondía en casi nada a la imagen que Ana tenía en mente, creada sobre todo a partir de su memoria epidérmica. Usaba saco y una corbata desprolijamente aflojada. Cabello castaño, complexión mediana, aunque era más bien delgado. La forma de la cara parecía un poco redonda. Estaba abrazado con los que estaban a su lado, como si fueran un equipo de fútbol apretado entre las mesas y con la barra de fondo. Era el único que no sonreía. La foto se había tomado hacía seis meses.
Esa noche, mientras bajaba las escaleras del Hot Club se dio cuenta de ya había estado allí. Recordó en qué mesa se había sentado junto a sus amigos en aquella ocasión y la ocupó nuevamente. Estaba sola, y guapeó bancando las miradas de la concurrencia.
—Sapo de otro pozo –pensó con razón que pensaban todos.
Preguntó primero con discreción y después abiertamente. Sí, había sido un habitué del lugar aunque nadie conocía de él más que su nombre, y eso porque de vez en cuando recibía llamadas telefónicas en la barra del club.
—Pero ahora hace semanas que no lo vemos. Le debe haber pasado algo porque venía casi todos los días –le informó el barman. Cuando ya subía las escaleras para irse la llamó, haciéndole señas de que se acercara a la barra.
­—Disculpe la indiscreción, pero ¿para qué lo busca? —le preguntó en tono de confidencia.
—Tengo algo que es de él, y quiero dárselo en persona –respondió Ana.
—¿Usted no es la que aparece en televisión?
—Sí, soy yo.
—Disculpe, ¿no? Pero usted no parece el tipo de mujer para él. Le voy a decir algo: últimamente andaba muy desmejorado. Siempre se paraba en aquella punta, y de ahí no lo movía ni Cristo.
Ana miró el extremo contrario de la barra, trató de colocar en ese lugar la imagen de la foto, pero no pudo. Había mucho ruido, mucho olor a sudor mezclado con perfume francés, y quería salir de ahí cuanto antes.
—Si lo ve, no le diga que lo estoy buscando —dijo a modo de despedida.

Esa noche Ana soñó que estaba en el Hot Club. La acción se desarrollaba en una cámara muy lenta. Ella y todos usaban máscaras. Su mirada recorría el salón en un paneo extremadamente lento. Buscaba un rostro en la penumbra. Cuando llegó a la punta de la barra lo vio allí, de pie, la corbata floja, el traje arrugado, mal afeitado, y sus miradas se cruzaron.
Despertó sobresaltada, sudando, sintiendo aquella mirada aún pesando en la suya. Había recordado en sueños el momento exacto en el que eso había ocurrido. No alcanzaba a comprenderlo, porque hasta esa madrugada ni siquiera sabía que tenía ese recuerdo, pero la vivencia era tan fuerte que no precisaba entenderla. Esa noche supo que algo definitivo se había instalado en su alma.


Tres años después, Ana bajaba del tren turístico que atraviesa las serranías entre Curitiba y Paranaguá, donde aún sobreviven los últimos relictos del bosque atlántico que originalmente cubría gran parte del litoral brasileño. Estaba allí junto a su equipo filmando una producción especial para un nuevo programa televisivo que conducía desde hacía un par de años. Había tenido mucho éxito y, junto a Mary y otras dos mujeres muy creativas, era ahora propietaria de una productora independiente con la cual, la mitad de las veces, lograban hacer lo que querían. Y, en el contexto, eso era mucho. Cargaron el equipaje en una camioneta que los estaba esperando y pidieron que los llevaran al puerto. Rabiaban por una cerveza helada.

Ana había regresado algunas veces al Hot Club, más airada, creía, que esperanzada. Don Carlos había tenido razón: a Mario Dávalos se lo tragó la tierra.

Mary había investigado a fondo el pasado de sus padres, y el suyo propio. Aún no tenía pruebas, pero estaba totalmente segura de que Walter, su padre, había sido un civil entre los comandos militares que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. Con respecto a su origen, sólo le faltaba dar el último paso: cruzar hasta Buenos Aires y hacerse el examen de sangre. Pero sentía que aún no estaba preparada.
—Tal vez el año entrante —se decía.
Desde hacía un tiempo vivía con Raúl, el camarógrafo y editor del equipo. Tenía algunos años más que ella, y eso parecía sentarles muy bien.

Habían juntado dos mesas en la terraza de uno de los barcitos que envuelven el puerto deportivo de Paranaguá, un lugar a escala humana propio de esa pequeña ciudad con algo más de cien mil habitantes. El muelle no tiene muros, rejas o protección de otro tipo. Las lanchas multicolores y algún que otro bote más importante simplemente anclan allí, amarrados a lo que parece más una vereda veneciana que un muelle. Ana había venido presionando durante todo el viaje para que el equipo cruzara a la Ilha do Mel, una pequeña isla ubicada cerca de allí que había sido declarada oficialmente reserva ecológica. Según Ana, los pocos isleños que la habitaban se habían puesto de acuerdo en algunas normas básicas para preservar el lugar. Pero todos decían estar muy cansados y a nadie le interesaba tanto una islita ecologista como para seguir de viaje.
Todavía no habían terminado de definir lo que cada uno ordenaría cuando Ana, que se había sentado en una de las cabeceras, vio que en el interior del bar un hombre se acercó al mostrador y pagó su consumo. Continuaba mirándolo cuando salió caminando lentamente en dirección al muelle. Pasó muy cerca sin siquiera mirarlos. Tenía unos 45 años, la barba algo crecida y vestía como todos allí. Ana lo vio detenerse ante un bote de mediano porte, construido en madera y pintado de colores vivos: rojo, verde, amarillo y blanco. Dos personas terminaban de pasar al bote la carga de un pequeño camión estacionado al borde del muelle. Lo observó ayudando a los hombres con las últimas cajas, pagarles, desamarrar, encender el motor de la embarcación que se fue alejando lentamente en dirección al mar abierto. En letras grandes y coloridas, pintado sobre la popa, se leía: “Pousada Arcadia”.

Unas horas después, como todas las tardes , el “João XXIII”, un pequeño bote de pasajeros que hacía la travesía desde Paranaguá hasta Ilha do Mel, entró en la ensenada. Se arrimó lo más que pudo a la playa y se detuvo entre varios botes multicolores que flotaban anclados en la arena seca de la costa. Ella vio que uno de ellos tenía pintado en la popa “Pousada Arcadia”. Habituados a vivir en una isla sin muelles, sin vehículos con motores a explosión y hasta hacía poco sin electricidad ni teléfono, los lugareños saltaban fuera del barco y terminaban el trayecto con el agua en la cintura, sosteniendo en alto lo que no debía mojarse. Los turistas dudaban, pero al fin también se tiraban al agua con la cámara digital en la cabeza.



Desde el alero de la posada la vio salir del agua con la falda mojada pegándose a sus piernas, a sus caderas, hacerle una pregunta al barquero que le respondió señalando el morro y tomar el camino al poblado.
—¡Hijo de puta! Me cagaste… —masculló pensando en Carloncho, a quien imaginó sentado al borde de la piscina con los pies dentro del agua y una sonrisa socarrona en los labios— …me cagaste… o me salvaste.
Se sentó apoyando los pies descalzos sobre la baranda y esperó. Quince minutos después ella terminaba de subir la pequeña cuesta cuando lo vio allí, sentado, con los pies sobre la baranda. El se levantó sin prisa y se paró al fin de la escalera.
—Mario Dávalos —afirmó Ana.
—Algo —respondió él.






FIN






lunes, 3 de mayo de 2010



28


Habían pasado varios días sin que recibieran ninguna carta. Ana se había puesto en contacto con algunos otros supuestos expertos en descifrar identidades informáticas, pero los que parecían saber realmente algo opinaban que era una tarea imposible, que en caso de aceptarla les demandaría mucho tiempo y eso era sinónimo de dinero, harto dinero.
Francamente escéptica al respecto, Mary no había eludido acompañar a Ana en esas gestiones que, sin embargo, consideraba una carrera hacia la nada. Además, ya había dado los primeros pasos en su propia búsqueda, y las respuestas definitivas no parecían sencillas, aunque la historia fuese sin embargo cada vez más obvia.
Una tarde, después de terminar en el canal habían ido juntas a encontrarse con Dinora, la periodista que Ana conocía y que había aceptado mantener una charla con ellas sin conocer aún el motivo.
Estaban sentadas en la terraza de un bar céntrico. Era el segundo cigarrillo que Dinora encendía desde que estaban allí. Los fumaba uno tras otro. Escuchó con atención el relato de Mary, que luego fue completando con preguntas breves, concretas.
—Por los datos que me das es difícil tener alguna certeza de quién podría ser tu padre realmente. Podría ser un represor aún encubierto, sí, y también un simple colaborador más, como los hubo por miles y miles. ¿Trajiste el papel del Registro Civil? —preguntó dirigiéndose a Mary.
—Una fotocopia —respondió ella mientras le extendía un sobre Manila.
—Esto cambia todo.
Fue lo primero que dijo Dinora después de examinar la copia del documento. La charla, en realidad, comenzó a partir de ese momento. Dinora pareció irrumpir bruscamente desde un cierto profesionalismo desencantado, aletargado.
—Este es el procedimiento más típico que utilizaron los militares para encubrir la apropiación de niños cuando se trataba de bebés. Los hacían “nacer” en el Hospital Militar, al que hasta ahora nunca se le han pedido los registros de esos años para corroborar algunos casos muy sospechosos; ponían testigos cómplices dispuestos a firmar lo que fuere, y llegaban al Registro Civil con un certificado médico acreditando la edad del niño. Este paso del trámite lo cumplían en el Hospital de Niños para no recargar al Militar. ¿No tenés ese certificado? ¿No estaba junto con esto? —preguntó Dinora acelerada.
—No. No había nada más. Sólo este papel —respondió Mary.
Dinora se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo de la silla. Miró a Ana y a Mary tratando de decidir qué tanto podía confiar en ellas. Tomó otro cigarrillo de la cajetilla que estaba sobre la mesa, lo encendió.
—Hay que entrar al Registro Civil —dijo después de exhalar el humo de la segunda pitada.
Dinora explicó que el certificado médico seguramente había quedado junto al original, y éste estaba archivado en el sótano de esa oficina pública junto a millones de otras declaraciones de nacimiento. Había que llegar hasta allí y obtener una copia o robar el certificado porque en él debería figurar el nombre del médico o la médica que en 1978 estimó la edad del bebé en dos meses y lo firmó con su puño y letra.
—¿Robarlo? ¿Yo? —preguntó Mary sorprendida mientras Ana parecía estar asistiendo a un partido de tenis de mesa.
—Yo no puedo ir, me tienen refichada. Cuando estés ahí te vas a dar cuenta de que es muy difícil copiarlo. Tal vez sea aún más arriesgado que robarlo —sentenció Dinora calmamente.
—No sé. Ni siquiera sé dónde está el Registro Civil —se atajó Mary.
—Mi problema no es conseguir que ustedes puedan entrar allí, sino que cuando salgan sean capaces de mantener la boca total y completamente cerrada –confió Dinora.
—No hay problema —se apresuró a prometer Ana—. Esto va en serio.
—Bueno. Denme unos días para arreglar los detalles –dijo la periodista—. Yo les aviso cuando haya luz verde.
—¿Y si entramos y no hay ningún certificado? –lanzó Mary cuando parecía que la charla terminaba.
—Ahí… ¡sonamos! En el Hospital no vas a encontrar nada, te lo aseguro. Si esto fracasa, el único camino posible sería ir a Buenos Aires, entrar en contacto con las Abuelas de la Plaza de Mayo y hacerte una extracción de sangre para que tu ADN sea comparado con las muestras que están depositadas en el banco genético de familiares de desaparecidos. Lleva tiempo, pero es un procedimiento muy confiable.
—O sea que… ¿vos decís que yo podría ser hija de argentinos desaparecidos y que alguien me trajo a Uruguay? —dijo Mary, conmovida.
—Creo que entiendo lo que estás sintiendo, Mary —trató de contenerla Dinora—. Pero… es verdad, no sería el primer caso. Calmate. Por ahora no te preocupes, sólo estamos tratando de descartar la hipótesis que ustedes creen la más plausible. Es posible que todo esto sean sólo apariencias similares de circunstancias distintas. Nos pasa mucho. Desgraciadamente, es más lo que no sabemos.

Se despidieron en la esquina, junto al automóvil de Ana. Mary prefirió caminar. Estaba relativamente cerca de su apartamento y necesitaba pensar, o no pensar, aún no lo sabía. Subió hasta la avenida principal donde se sintió protegida, camuflada, anónima en el caos estético y sonoro de una acera angostada por deplorables puestos callejeros y cubierta por grotescas marquesinas cuya malacara empujaba al todo hacia la intrascendencia.
Mary sentía que de pronto había descubierto otra ciudad, una suerte de paraurbe en la cual víctimas y victimarios compartían el aire, la lluvia, la vereda, la fila en el cine o frente a la caja del supermercado. Tal vez se tocaron, se miraron a los ojos sin sospechar quién, qué era cada cual. Pensó en su padre. No podía imaginar la tortura o el asesinato de prisioneros, mucho menos figurarse a su padre cometiendo esos crímenes. Era una imagen imposible de albergar. Llegó a su apartamento cansada. Necesitaba dormir.
A esa hora Ana estaba sentada ante su computadora. Habían llegado dos cartas que ella leía como si fuesen las primeras y, al día siguiente, Mary leería como si fueran las últimas.

From: wriciphter@tog.uk
Toda esta gente que me aturde me impide estar tranquilo. Por favor, deciles que se vayan. Explicales que ya no tengo 18 años, que ya no corro en las manifestaciones esperando que me den un tiro en la espalda o en la cabeza; que deseo que ya no me lleven preso y me peguen en todo el cuerpo; que ya no quiero escuchar los gritos de las jóvenes torturadas mientras tengo los ojos vendados; que me niego a sentir el olor de los milicos mientras estoy sin ojos; sus voces; los escalones del cuartel; sus manos; sus rodillas; no quiero; la sensación de que me gustaría morir si tuviese un arma encima; el deseo de matar para ser; no puedo; uno dos tres muchos vietnams; tener más amigos muertos; muertos vivos; dañados; heridos; por favor, deciles que no me molesten más; esos sinijos; deciles que se vayan de aquí. Ayudame. Se me complicó la noche. Se entreabrió una puerta indeseable y es demasiado lo que hay detrás.
Mañana. Mañana. Ese es mi territorio. Que el ayer se extinga en su fuego sin que nadie pueda apagarlo ni avivarlo. Ojalá no fuese posible recordarlo. Duele demasiado. Y lo peor de todo es que sospecho que teníamos razón. ¿Y entonces? Ahora, ¿qué hacemos? Fumamos. Bebemos. Fugamos. Escribimos. La culpa de haber sobrevivido casi indemnes. ¿Indemnes?
Me eduqué como un guerrero. Pero no encuentro a mis enemigos. Quizás por tenerlos demasiados. Sé que no vas a entender esto. Y tal vez sea ésta nuestra mayor distancia. En lo más hondo sigo siendo un guerrillero, un samurai, un suicida, un utópico, un revolucionario, un qué me importa, un qué le importa a nadie, un nadie, nadie.
Absolutamente es lo que se puede llamar libertad. Tras, mientras, desde, hacia…
Y otra vez se me quedó el faisán en el tintero.

From: sumtmum@dimension.as
Se conocieron en el baño del liceo. Ambas tenían el mismo problema, la misma confusión. Se dieron cuenta apenas se miraron, allí, solas, envueltas por el olor de la creolina y el orín, indecisas entre las puertas grafiteadas de los retretes, los lavatorios descascarados, el embaldosado incompleto, los vidrios rotos y los espejos inexistentes. Las dos se cubrían el culito con las manos tratando de ocultar las manchas de una segunda menstruación que las había sorprendido en plena clase de matemáticas y de geografía, respectivamente.
Se avergonzaron primero, y después rieron, divertidas por la coincidencia. Entre las dos pensaron cómo salir del apuro. Consiguieron papel higiénico en la bedelía, entraron juntas a uno de los retretes y usaron una parte previamente humedecida para lavarse someramente, ellas y las prendas. De pronto se descubrieron desnudas de la cintura para abajo. Se miraron sin pudor los pendejitos, las nalgas, las comisuras de la pelvis, los gestos mientras separaban las piernas para colocarse el resto de papel higiénico a modo de pequeño pañal improvisado y salieron de allí disimulando la risa y apretándose la una contra la otra como ardillitas en invierno, sintiendo que se habían hecho amigas para siempre.
Y lo fueron. Al año siguiente estaban juntas a pedido expreso de ambas en la misma clase y no se separaron hasta que terminaron el liceo. Compartieron todo, los temblores del primer amor, la embriaguez del primer porro, el embole de todos, todos y cada uno de los cursos, las salidas en barra, los campamentos, las madrugadas de ensueño con música en la oscuridad, la indignación ante el mundo adulto, noches y noches de dormir en la misma cama -en casa de una o de la otra- mientras se les mezclaba el sudor en verano y la modorra en invierno, centenares de cafés con leche, miles de bizcochos y decenas de miles de mates mientras preparaban exámenes, ya de facultad, o estiraban las mañanas de verano hasta que fuese de tarde y les picara el bicho del agite.
Eran más que hermanas, eran amigas que se amaban y se conocían tanto que una no se concebía sin la otra. Dos almas gemelas y complementarias. Eran, también, felices. Hasta que conocieron a Roberto. Tres años mayor que ellas que tenían 20. El era un tipo más bien anodino, tranquilo, hasta, si se quiere, un poco aburrido y opaco. Pero las dos se enamoraron perdidamente de él. Lo descubrieron una noche de confidencias acerca de quiénes eran los hombres más apetecibles de la barra. Cuando cayeron sobre Roberto, que era nuevo en el ámbito.
—Es divino, me lo comería enterito —dijo una.
—Enterito, enterito —repitió la otra como un eco.
Esa noche decidieron que ambas estaban enamoradas de la misma persona, y que ninguna de las dos haría nada para engancharlo. Era impensable una competencia de ese tipo entre ellas. Y Roberto cayó en el limbo de los mitos.
Pero Roberto no actuó como tal y apenas un mes después se lanzó con la más alta de las dos en una fiesta descomunal cuando ya había corrido la cerveza en abundancia y un té de cucumelos para los íntimos. Ella no supo bien cómo sucedió, pero de pronto estaba con él en un rincón oscuro. Su boca se pegaba a la de Roberto, sus manos le agarraban la cabeza y sus nalgas se contraían apretándolo contra la pared. Volvieron a coger dos días después, mucho y bien.
Entre ellas no había secretos, así que la menor supo todo desde el primer beso, y continuó sabiéndolo todo, con detalles, abrazo tras abrazo. La más alta invertía más tiempo narrándole a su amiga las efusiones amorosas de Roberto que en vivirlas.
Todo se fue enrareciendo. La relación entre ellas y la de la más alta con Roberto. Pero lo que más importaba para las dos era que desde la aparición de él ambas vivían una angustia permanente, una ansiedad constante: ¿te llamó?; nos vamos a encontrar en la casa del Rulo; ¿te dice que te quiere cuando están en la cama?; hoy lo hizo, lo hizo: me bajó.
Llegaron a la conclusión de que continuaban amando al mismo hombre, y de que para seguir siendo amigas, gemelas del alma, debían compartirlo. Pero eso, se dijeron, es imposible.
—El no va a aceptar. Nadie lo aceptaría; sólo nosotras.
Pasaron varias semanas muy deprimidas. Ya no reían, no se juntaban con la barra, no escuchaban música en las noches pero dormían juntas más que antes, abrazadas más que antes, llorando como nunca. Hasta que la decisión las hizo sentirse mucho mejor, libres.
Lo citaron en un bar de la Ciudad Vieja, de tardecita. Ellas llegaron primero y pidieron una jarra de vino con tres vasos. Roberto se sorprendió de encontrarlas a las dos y no sólo a su novia, pero no le importó demasiado. La más alta levantó su vaso como para hacer un brindis.
—Estamos celebrando que nos decidimos —dijo sonriendo.
La más baja la imitó, y los dos vasos se juntaron en el aire con un chasquido, sobre el centro de la mesa de cármica.
Roberto se unió al brindis y pregunto:
—¿Se decidieron a qué?
—A decirte que... —empezó la más alta— ... que las dos estamos enamoradas de vos —completó la otra.
—Fondo blanco —provocó la más alta, y las dos empezaron a vaciar sus vasos con un trago largo.
Roberto permaneció todavía un momento con el suyo en el aire mientras la mirada se le escapaba por la ventana, detrás del vaso, y se le perdía entre las primeras luces de la noche. Aún perplejo, quizás empezando a intuir que esa sería una noche llena de sorpresas, rió nerviosamente y se empinó el vino hasta que vio el fondo blanco. Golpeó el vaso contra la mesa y dijo, sonriendo:
—No entiendo bien.
Tres minutos después se retorcía sobre el piso sucio del bar, babeando y con los ojos en blanco.
A petición expresa de ambas y en virtud de su buena conducta, comparten la misma celda de la cárcel de mujeres donde están recluidas desde hace cinco años por el delito de homicidio especialmente agravado.
Los empleados de la droguería que vendieron el arsénico no fueron penalmente responsabilizados.

Los días iban corriendo hacia el otoño. Ana y Mary se veían diariamente en el trabajo, pero por alguna razón aún confusa no se habían visitado en sus respectivos hogares. Y por un acuerdo tácito, tampoco hablaban de las cartas, aunque sí de quien las escribía. Mary aseguraba que él ya sabía que lo estaban buscando.
—No hay más que ver la última carta, Ana. Ya lo sabe —decía Mary en la cafetería del canal mientras movía la cucharita dentro del cortado.
—Puede que sí y puede que no. De cualquier forma, si alguien lo puede hallar es Don Carloncho, y eso ya lo hicimos. Nos toca esperar un poco más. Si existe, lo voy a encontrar.
—Te dije que te voy a ayudar, y lo hago. Sabés que le puse toda la polenta a la letra para la presentación del tape sobre esos rescatistas de perros extraviados. Es un SOS más grande que una casa. Lo va a ver, no te quepa duda. Pero siento la obligación de bajarte a tierra. ¿Entendés? No es pesimismo, es realismo. Trato de ayudarte un poco así, también.
—Lo sé. No te preocupes. Estamos juntas y así seguiremos.
Ana se daba cuenta de que desde que descubriera aquel documento su amiga estaba experimentando la erupción de un volcán interior. La imaginaba surcada por quereres contradictorios: querer saber y no querer, querer encontrar y no querer, querer romper y no querer, querer gritar y no querer. Sentía que, en esas circunstancias, Mary tenía una actitud muy generosa al hacerle un lugar a sus deseos, a su búsqueda que, comparada con la de su amiga, sólo el fantasma de un posible amor rescataba de la más pura frivolidad.
A solas, entre sus sollozos y suspiros, admitía que con el pasar de los días, las horas y los minutos Mary tenía cada vez más razón. Pero también se decía que nunca había querido exprimir una historia hasta la sequedad extrema como necesitaba hacerlo con ésta. Habría un antes y un después. De eso estaba completamente segura. Sus entrañas lo estaban.
Al fin de esa jornada en la que habían charlado en la cafetería, ambas recibirían una carta que las obligaría a reunirse.

From: minasia@frictesa.com.pe
Esteban (1) estaría pensando esta noche de sábado que mañana temprano debería pedirle al vecino la cortadora de pasto. Rosario (2) tendría razón: el fondo parecería un baldío. No sería agradable hacer aquel asado con esos yuyos altos como los hijos que tendrían. Además vendrían sus padres y su suegra, y habría que acomodarlos en algún lugar agradable. Sí, definitivamente cortaría el pasto.
Los padres de Rosario viven en el Buceo y disfrutan de una vejez robusta, activa, aunque los achaques se hacen sentir cada vez más. Seguramente ya se estarían preparando para el día siguiente, previendo a qué hora saldrían, si llevarían algún abrigo liviano para la tardecita “porque siempre refresca”. Ella, su madre, no habría perdido la oportunidad de cocinar su famoso flan casero que él debería llevar en el ómnibus padeciendo el martirio habitual de evitar que se le escurriese el caramelo líquido en alguna de las múltiples maniobras que debería efectuar durante el viaje.
Muy cerca de la casa de estos veteranos viviría Aníbal (3), atrás del “Salón El Progreso”, que atendería junto a su segunda esposa, Dina, con quien se hubiese casado siete años antes, cuatro años después de haberse separado de Judith (4), que se habría vuelto para Buenos Aires con los tres hijos de ambos donde trabajaría como traductora y correctora de una editorial especializada en revistas de actualidad. El mayor de los muchachos (5) estaría casado y ya tendría una nena de 16 meses que sería el principal motivo de alegría para Judith, quien no se habría casado de nuevo ni desearía hacerlo. Los otros dos trabajarían y cursarían sus respectivas facultades, de Ingeniería ella (6) y de Letras el menor (7).
Por “El Progreso” aparecería dos por tres Alberto (8), quien viviría en el Prado pero que por su trabajo de visitador médico andaría a menudo por el Buceo y por cualquier otro barrio de Montevideo. Charlatán, como siempre, soltero, para siempre, mantendría abierto el libro afectivo de las antiguas amistades y, sin proponérselo, sería el correo de novedades entre vidas que alguna vez se cruzaron y que, salvo contadísimas excepciones, se habrían separado, también para siempre.
Por Alberto se hubiese enterado Aníbal de que Marina (9) habría muerto en un accidente aéreo en Miami, adonde llegaría con su madre a visitar a Mario, violinista emigrado con suceso a la sinfónica de Orlando, y también de la muerte de Héctor (10), que habría sucumbido tras una sospechosa catrasca médica en las mutualistas del Uruguay, y de que el “Canario” Adán (11) hubiese montado una fábrica de pastas en Lagomar que se preciaría de producir deliciosos tallarines y ravioles à la mode de “la abuela”, sin colorantes, sin conservantes y sin mentir sobre los ingredientes. Así, Aníbal y Dina se hubiesen enterado por Alberto, y gracias a la honestidad de Adán y de su novia eterna, Eva (cuatro hijos en escalerita), de que los ravioles de pollo no son de pollo sino de mondongo triturado hasta el anonimato. Por eso ellos no fabricarían ravioles de pollo, porque no son rentables.
Uno de los médicos que recibiría regularmente la visita profesional de Alberto sería Manuel -antes “Manolo”- (12), quien lo atendería con alegría por su carácter jovial, sociable e interesado en el prójimo que habría conservado a pesar de haber logrado una posición económica desahogada, siendo que hubiese tenido la oportunidad de convertirse en hematólogo en Bélgica, adonde hubiese llegado siendo un joven con poca experiencia pero ya haciendo gala de una mente brillante y siempre ávida de nuevos conocimientos. Manuel viviría en una espléndida residencia con piscina en Malvín, junto a su esposa Carmen, belga, hija de españoles emigrados durante la guerra civil, camionera de vocación pero de profesión asistente social y psicóloga. Ambos compartirían el gusto por “los fierros” y la vida con sus tres hijos, dos ya adultos y el más chico en la adolescencia. Los cumpleaños de Manolo serían una institución entre los “veteranos de guerra”. Por Malvín aparecerían, en junio, el “Gallego” Luis (13), ceramista renombrado y animador sine qua non de esa fiesta; Angelita (14), que se habría consagrado a la iglesia católica y asistiría entre escandalizada y gozosa a “la” farra-encuentro con sus queridos amigos; José (15), carpintero por -según él- destino bíblico; Ruben (16), que se habría casado con Nadia y juntos tendrían dos hijos emigrados a España porque el negocio de la venta de mangueras no alcanzaría para sostener a toda la familia; y muchos, muchos más.
Javier (17), sin embargo, no iría nunca esas fiestas convencido de que la vida le habría jugado una mala pasada cuando hubiese tenido el accidente que lo dejaría sin piernas. A pesar de los cuidados de Elsa (18) su compañera, él diría siempre que hubiese sido mejor morir en aquella ruta mojada por la lluvia.
El único momento alegre de sus días lo viviría al escuchar por la radio el programa que hubiese hecho Oscar (19), que después de separarse de Sabrina (20) y de casarse con Lala (21), habría descubierto que su vocación era la radio desde la que agitaría cada mañana con un programa iconoclasta pero…

Es difícil percibir el vacío detrás del vacío, lo que falta porque faltan los 180 desaparecidos.

—¿Aló? —dijo Ana atendiendo el teléfono.
—Hola. Vos no me rebotaste esta carta, ¿verdad? —preguntó Mary.
—¿La de los desaparecidos?
—Sí. Esa.
—No, todavía no. Hace apenas un momento terminé de leerla. Pero, ¿vos ya la recibiste?
—Esto está fuera de control, Ana.
—No, calmate. Vamos a pensar…
—¿Viste lo que dice? —Mary parecía al borde de un ataque de llanto, de miedo, de nervios—. Habla de los desaparecidos. Justo ahora. ¿Por qué lo hace justo ahora? ¿Y cómo conoce mi dirección electrónica? ¿Cómo sabe de mí? No puedo más, Ana, no puedo más…
—Estoy ahí en quince minutos. Esperame —dijo Ana y colgó.






domingo, 25 de abril de 2010






27



El automóvil de Ana ya rodaba por la carretera rumbo a la ciudad cuando Carloncho entró en la casita de cuentos. El estaba de pie, junto a la ventana donde Mary lo había visto, y lo miró entrar.
—Querido amigo —dijo Carloncho desde la puerta—: no tenés uno, sino dos problemas. Vení, vamos a la piscina que hace un calor bárbaro.

Ana y Mary casi no hablaron durante el regreso, y se despidieron con un beso.
—¿Qué hicimos? —preguntó Mary antes de salir del auto.
Ana esperaba algo así de su amiga. Le había llamado la atención que no hubiese leído en el trayecto de regreso, su actitud al límite de la hosquedad, aunque como la conocía bien concluyó que sólo estaba concentrada en sus pensamientos. Pero, ¿cuáles? Ahora lo sabía, en parte. No pretendía realmente una respuesta.
—No te preocupes. Es temprano, la tarde está hermosa, sos joven y bella, la vida te sonríe. Carpe diem.
—¿Y uso Colgate?
—No seas mala, hermanita. Dijimos que nos vamos a ayudar…
Mary bajó del coche, cerró suavemente la puerta y se inclinó para mirar a su amiga por la ventanilla. Sostenía las cartas con los brazos cruzados sobre su vientre.
—Espero estar haciendo eso. Te lo juro. Pero me parece que esto se está yendo al carajo—. Hizo una pausa y agregó—: Cualquier cosa, llamame.




Llegó exhausto a su casa. Encendió el ventilador y abrió la ventana a los ruidos. Se quitó la ropa. Se sentó desnudo delante del teléfono y fumó varios cigarrillos, con los brazos apoyados sobre sus muslos. El pene y los testículos colgaban delante del asiento. Los miró, entre sus brazos y sus piernas, como tal vez hubiese mirado a los hijos que nunca tuvo. Le parecieron agradables, familiares, confiables. De cierta forma, los admiraba, y ciertamente no los culpaba de nada. Tomó el teléfono.
—Hola. Soy yo.
—¿Llegaste bien? —preguntó Carloncho.
—Quiero la opción dos.
Carloncho guardó silencio durante algunos segundos. Las hojas del gomero filtraban los rayos del sol que rebotaban en el agua de la piscina y le daban a su cara un aspecto extraño, irreal.
—¿Estás seguro? ¿No querés pensarlo unos días?
—No, está bien. Pero limpiá todo. No dejes ni una sola huella. Dame una semana. Yo te aviso.
Colgó el teléfono, encendió la radio y se sirvió una copa. Sabía quién era la segunda mujer gracias a las habilidades de su amigo con las computadoras, pero ignoraba por qué había leído sus cartas. No le preocupaba en exceso. Simplemente sentía curiosidad. De todas formas, ya no importaba demasiado y, en realidad, conocer su existencia lo tranquilizaba. Sabía que había sido absurdo suponer que el juego se desarrollaría exclusivamente según sus reglas. Quizás ella hubiese entendido que él no estaba jugando. Tal vez.
Miró a su alrededor y mentalmente empezó a hacer una lista de las poquísimas cosas que realmente le interesaba llevarse.

Mary decidió seguir el consejo de su amiga. Se cambió de ropa, se puso una malla de baño y se fue a la playa con las cartas en la mano. Leyó hasta que cayó el sol.

From: ccoxamoon@paterson.com.hk
Estuvo plomizo y con viento, lluvia durante casi dos días enteros. Medias, calzoncillos, un par de pantalones y una camiseta están ahí, colgados todavía del alambre, tan lavados, llovidos y reaguados que ya no se deben acordar ni de quién son. Ahora, hace diez minutos, arriba, muy arriba, apareció un resplandor de sol y aquí y allá retazos azules que dicen: “No hay problema. Siempre estamos acá”. Por la forma de cantar de los pájaros que hospeda en forma permanente el tangerino que cubre mi ventana con ramas que acarician el suelo sospeché que el viento estaba amainando. Me asomé a la ventana, corrí las cortinas y comprobé que mi sospecha era correcta. El viento se fue para arriba. Ahora aumentará la temperatura y el agua que corría por los cordones de las veredas, que goteaba por el tangerino de una hoja a la otra, engordando y dividiéndose según los caprichos de las invisibles planicies o pendientes de cada hoja, se transformará en sofocante humedad, en gotas muchísimo más chicas, tan chicas que podrán ascender en lugar de caer, y así es como se meterán en los estantes de la ropa, en los zapatos, detrás de los tapices y en las cuevas de los ratones, se mezclarán con las ondas de estaciones de radio y televisión, colonizarán los pulmones de los asmáticos y harán cosquillear la superficie del río, adheridas a los fierros de los ómnibus viajaran por toda la ciudad comiéndolos lentamente hasta el tuétano, abandonarán los verdes y perseguirán los grises y los negros y los blancos en cardúmenes invisibles hasta que el sol, si el tiempo le alcanza antes de ocultarse, las extinga en masa, ya moléculas de hidrógeno y oxígeno desencadenadas para siempre. Y vi por la ventana que apenas cesada la lluvia las abejas trabajaban afanosamente en, sobre, dentro, por, tras el tangerino.
—Hoy no volverá a llover, —me dije sin pensarlo, quizás liberando desde mi adn un átomo de memoria allí impreso por el vigor étnico de alguno de mis antepasados vascos, campesinos de los valles gypuzcoanos.
Sí pensé en que las abejas saben lo que hacen desde hace milenios, tal vez millones de años. Saben, por ejemplo, cuándo en serio paró de llover. Y viéndolas libar y volar también pensé que la miel de hace milenios nada tendría que ver con esta de ahora. Imaginé a una abeja vieja, de lentes y con bastón, sentada a la entrada de la colmena junto a otras de su edad y condición, observando el frenético ajetreo de las jóvenes que intentan recuperar en la brevedad que falta para que se ponga el sol las horas de producción perdidas por la lluvia cerrada y el viento arremolinado, y diciendo:
—Ts, ts, ts; el polen de hoy ya no es como el de antes —mientras hacía correr en la rueda el mate de propóleos.
Los gases, los escapes de los automóviles, los detergentes evaporados al sol, los spray limpiavidrios, limpiamuebles, limpiatodo, matamoscas, liquidacucarachas, disimulacacas, los rayos ultravioletas que ya no filtra la agujereada capa de ozono, las toneladas de toneladas de basura microscópica que levantan y trasladan estos vientos primaverales desde los suburbios donde se aplastan en capas superpuestas desechos, detritus, escorias, putrefacciones y pobres, todo eso se deposita sobre las delicadas florcillas, todavía casi botones, del tangerino, entre los pétalos de las alocadas florcitas amarillas que se entreveran con cualquier hierba, dentro de la provocadora rosa blanca y roja que cada octubre nace y muere solitaria ante mi puerta sin que me atreva a cortarla. Algo de todo eso va a parar a la miel. Ya pasó un rato. La superficie de esta microparte del planeta empieza a secarse. El sol pega apenas sobre los pisos altos de los edificios feos y la espigada araucaria del vecino de la izquierda le dice a la retacona higuera de el del fondo que de allá, del oeste, viene limpiando. Entre dos sorbos al matepoleo, una de las abejas viejas rompe el silencio justo antes del crepúsculo.
—Sí, pero tampoco quedan osos.

From: Jacquespot@fahosts.ca
Soy hermoso. Sentado aquí, apenas alcanzado por la luz de mi arañalámpara, mis manos extendidas hacia el teclado, sudando un calor irracional, injustificado, abrasado desde adentro. Todos mis órganos internos son bellos y funcionan sin yo saberlo, automáticos, ordenados, trabajadores ejemplares del sector servicios. Mis ojos ven porque penetran, mi piel bronceada brilla, suaves vellos rubios y negros, mi lengua es húmeda, correcta, amnésica como mi nariz y mis oídos.
(¿Por qué le dije a una bailarina nacida en Senegal que quería llevarme a su calle, a su casa, a su cama: “Soy hombre de un solo sentido: mi cuerpo es una malformación de mis ojos”? Otra noche de debilidad, supongo).
Dicen que no hay que mezclar los antidepresivos con el alcohol, pero no me doy cuenta por qué. A mí esa mezcla me sienta de maravilla. ¿Que acorta la vida? Mmmhhh... ¿Tanto como el tránsito? ¿Más que la energía nuclear? ¿Igual que la pobreza? ¿Cuánta plusvalía dejaré de producir? ¿Están los letales contadores nerviosos? ¿El ganado no debe morir antes de tiempo? ¿Es más peligroso que la Policía? ¿Que los ejércitos? Esa mezcla, diga, doctor: ¿mata más rápido que el aburrimiento? ¿Produce vaciamiento mental como las papas fritas embutidas en el esófago delante de una tele? ¿Será más dañino que el sexismo? ¿Más de temer que El Dios? ¿Más mortal que la arrogancia de un ama de casa saliendo de la peluquería? ¿Trucidante como la mediocridad con o sin teléfono celular? ¿Aniquila como el miedo a la libertad? ¿Será, señor, que hace crepar más que la desimaginación? ¿Hará fraguar mi caudal sanguíneo antes que la soledad? ¿Me llevará al campodiablo más rápido que este viento del alma con el que nací?
Ahh, bueno, usted hablaba de otra cosa.
De eso no me interesa hablar.

From: farlowhurt@wikipedia.org
Los yoes conversan en la noche del domingo
—Che, ¿sabés que estás medio loco?
—No es locura. Es libertad.
—Pero estás causando dolor.
—No es dolor. Es miedo.
—¿Y cuál es la diferencia?
—No sé bien, pero me parece que se siente dolor por algo que se sabe qué es, y miedo de lo que no se sabe cómo es. Por ejemplo, me duele que me digan que no me quieren, o que no me quieren más, pero tengo miedo de que me dejen de querer. Me duele la verdad, y tengo miedo de la mentira. El dolor se materializa alrededor de un hecho, lo recubre como una espuma, como un jugo sanador. El miedo nace con una expectativa. Siento miedo cuando un milico me corre con un palo en la mano, pero no porque me corre, sino porque me puede alcanzar, y si me alcanza, entonces se acaba el miedo y empieza el dolor.
—¡Pah!, sí, ta'barbaro lo tuyo; flor de filosofía. Pero, ¿vos qué hacés cuando tenés miedo?
—Me protejo.
—Sí, pero, ¿qué hacés cuando tenés miedo de que te dejen de querer?
—Ahh, ahí, sufro.
—¿Y cuál es la diferencia entre sufrir y sentir dolor?
—Bueno, pará, tengo que pensar un poco... Esteee... De repente la diferencia es que el sufrimiento tiene adrenalina, es activo. Es como por afuera, una parte fuerte de la vida. En cambio el dolor es por adentro, es como una espina clavada en algún lugar del adentro que no te la podés sacar. Es pasivo, amargo...
—...bueno, sí, ta, ta, cortála porque no te soporto... lo que te digo es que estás jodiendo gente.
—No, pará, esa sí que no te la llevo. No estoy jodiendo a nadie. Yo lo que estoy haciendo es viviendo, y viviendo sin mentir no se puede joder a nadie.
—Ja,ja,ja... no me hagas reír; esa no te la creés ni vos mismo. Desde cuándo la verdad... digo... ¿desde cuándo la verdad ayudó a alguien? Seguís con tus delirios de ayer. Los mismos que nunca dieron resultado. El mundo cambió, baby. Es tiempo de que vos también cambies. O cambiás o desaparecés.
—Cambiar algunas cosas es igual a desaparecer. Quiero cambiar otras cosas. Las que me hacen aparecer, las que harían que otros apareciesen. Prefiero morir a desaparecer. Y si voy a morir, prefiero morir matando. Sí, como antes. Como mañana. ¡Gil!
—Claro, es fácil lo tuyo. Arrancás para la violencia cuando te las ves difíciles. Pero lo bravo es convivir con el mundo, quedarse aquí, hacer que de lo mejor se haga lo posible. Ehh...?
—No estoy todavía en este mundo para hacer lo posible. No es mi tarea. Lo mío es hacer lo imposible. ¿O creés que me habría quedado por banalidades? ¿Habría sobrevivido para dejar que me enterraran en tiques de supermercado? Tu problema es que vivís sólo en la coyuntura. Casa, auto, mujer, hijos, buena apariencia, sonrisa en la mañana cuando llegás a la oficina, sexo seguro en los moteles con espejos, charlas de fútbol o política a mediodía mientras comés una ensalada, tarjeta de crédito, ducha en la noche, guardias en la puerta, zanahorias en la frente. Tus grandes proyectos... puajjj... andá a darle de comer a los perros. Yo estoy aquí para sostener una bandera, mientras pueda. Después no me importa... habrá otros, o no habrá.
—Bien, loco; sos un héroe. Me encanta lo tuyo. Quedate ahí encerrado, protestando, jugando juegos viejos y, lo peor, solo. Mientras tanto nosotros hacemos que el mundo funcione, el mundo, ese mismo que te da de comer.
—No preciso que tu mundo me dé de comer. No preciso comer. Preciso robar, ir hasta donde está el margen y ahí sólo preciso ser. Ahí es donde nos podremos ver frente a frente. Ahí es donde se juega la partida. Soy de ahí y ahí permaneceré. Me lavo la ropa y me cocino. Soy el arma y vos sos el objetivo. Y ya me cansé. Tengo otras cosas que hacer, como falsificar moneda y seducir mujeres casadas e insatisfechas. Como la tuya. Chau.
—Bueno, chau.
—Nos vemos mañana.
—Tamos.

From: bvortizcal@katanga.com
El sol se movió. Corrí la palmera. Estuviste durmiendo un rato y ahora seguís perdida en tus adentros ciegos y blancos. Te mojé los labios con un jugo dulce y ácido, frío. Tu lengua apareció un momento en la luz y se lamió a sí misma, despacio, como el agua transparente que se explaya sobre la arena al fin de la embestida, allí no más, muy cerca de tus pies estirados, olvidados, solos, casi manos. Sé que esperás otro cuento, otra magia, y disfruto tu expectativa sin tiempo, infinita, confiada. Sé que me escuchás moviéndome despacio cerca tuyo, en otro mundo, afuera, en la intemperie. Me siento de nuevo en la arena y te miro recortada contra las rocas, aquel telón lejano. Sé que más tarde podría tocarte. Afuera, la intemperie.

Mary levantó la vista y dio una rápida mirada a su alrededor. Quedaba poca gente en la playa. Temía chocar con una mirada concreta que imaginaba a la vez inquisitiva y desesperanzada, pero también sabía que nunca ocurriría. Y estaba bien así. Cerró los ojos un instante para sentirse tocada, acariciada por la tibieza crepuscular del sol. Luego se puso una camiseta de algodón y leyó un poco más.

From: lowerambler@babushka.ru
Pepe se cayó de la higuera cuando tenía dos años. Nadie supo cómo pudo treparse hasta aquella rama, a sólo tres brazos del suelo, pero brazos de grande.
Se cayó de cabeza, justo con la mollera para abajo.
Fue un escándalo en el barrio. Decenas de alpargatas y chancletas corrieron levantando el polvo de las callejas, entre las casitas frías en invierno y calientes en verano.
No era para menos. Pepe era “el” nieto de la abuela Josefa, decana del caserío, matrona, agnóstica, consejera espiritual de todas las mujeres en diez kilómetros a la redonda y respetada por el cien por cien de los hombres de esas mujeres.
El accidente no fue fatal, pero sí un designio. Pepe nunca volvió a ser el mismo, porque la madre de Pepe cambió tanto que se fugó con un zafrero, y porque la abuela Josefa decidió que no se iba a morir mientras Pepe viviera. Ya de grande me pregunté muchas veces cómo hubiesen sido aquellos años si Pepe no se hubiese caído de la higuera, y siempre concluí que no lo sabía, pero que así como fueron estaba bien.
La abuela tenía una contestación para cada pregunta y un refrán para cada ambigüedad. El que más recuerdo –quizás porque fue el que me resultó más útil- es aquel de que “Entre cuatro paredes, nada está prohibido”. Pero también decía que “La paloma come de lo ajeno” cuando alguien se esforzaba por parecer bueno, o “Si no es fregar, no hay trabajo en que no se fume”, cuando los hombres usaban el sueldo como argumento de poder.
Ella fue envejeciendo mientras Pepe crecía. Su manto protector lo cubrió siempre, cada día, cada segundo. A pesar de que Pepe ya tenía unos 30 años cuando todavía peleaba con los botijas del barrio por una pelota, un envase o una bicicleta. Todo el mundo sabía cómo tratar a Pepe, que a veces se ponía difícil y puteaba en su jeringoso de caído de la higuera. En los días eléctricos peleaba a cualquiera, a dios y al diablo, por un sí o un no. Y aún entonces entraba puteando a cualquier casa, a cualquier hora, y lo más que recibía era un regaño tipo: “¡Pepe! ¡Pará un poco que no se escucha la tele!”. Pero habitualmente era un tipo divertido, alegre, y a su manera, servicial. Porque él había resuelto que era técnico electrónico y para eso transformó su habitación de la casa de la abuela Josefa en “el taller”.
Siempre andaba buscando cosas para arreglar. Sus “cosas” preferidas eran las radios.
—¡Aquí está su especialista en radios! —decía cuando andaba de humor para hacerse publicidad.
Tenía varias, siempre encendidas, el dial clavado en la estación del SODRE que pasaba música clásica. Cuando alguien le preguntó si nunca apagaba las radios él contestó:
—Las apagan siempre del otro lado.
El barrio entero juntaba radios inservibles para dárselas a Pepe, que las llevaba a su taller con la promesa de arreglarlas en un par de días. Después la cosa se le complicaba, porque él las desarmaba, las destripaba, las descuartizaba. Cuando a los dos meses se le preguntaba por la radio Pepe decía:
—Ah, creo que no tiene arreglo. Voy a tratar, pero no te doy garantía.
Pero Pepe tenía un talento, una habilidad que todos subestimábamos y que hoy, me digo, desperdiciamos. Lo hacíamos sobre todo en los días de lluvia, mientras la abuela Josefa supervisaba las tertulias de mate y tortas fritas de a dos o tres sartenes bajo su alero atestado de niños y jóvenes de todas las edades y desgracias.
Subíamos el volumen de las radios hasta que casi tapaba el de la lluvia cayendo sobre las chapas de zinc, y cuando empezaba una melodía preguntábamos:
—¿Y ésta, Pepe? ¿Cómo se llama ésta?
Pepe demoraba dos, cinco o diez segundos, nunca más que eso, y contestaba.
—El lago de los cisnes de chaicosqui—; o —La cuarta sinfonía de betoben—; o —Sesteto de cuerdas en do mayor de estrijer von plan.
La gracia era que cuando la pieza terminaba, el o la locutora decían lo que “se había escuchado”. Pepe nunca, nunca jamás se equivocó.
Pepe se murió un mal día de alguna cosa sorpresiva. Tenía 59 años y aparecía en las fotos de familia de todo el barrio que tenía fotos de familia. Igual que la abuela Josefa, que se murió dos meses después, apenas unos días antes de cumplir los cien años.




sábado, 17 de abril de 2010





26



Las dos mujeres se sentaron junto a una mesa de madera noble, de tapa gruesa hecha con una sola rebanada de árbol, cortada de un tajo, recto. Ana y Mary guardaron silencio durante varios minutos; contemplaban el armónico entorno que las rodeaba. Algo inmaterial se desprendía de esos jardines. Entraba por los ojos, la nariz y los oídos, se adhería progresivamente a la piel dispensando la misma sensación de alivio, levedad y absoluta distensión que la morfina luego de una jornada de combate cuerpo a cuerpo. Ambas aprovecharon la calma para retomar el aliento y el hilo de sus propósitos, hasta que Ana rompió el silencio.
—Es un paraíso —dijo con voz sedada—. Parece tan… natural.
—Pero no lo es.
La voz, masculina, venía desde la puerta ventana que comunicaba la casa y la terraza, ubicada detrás de las visitantes. Ambas se sobresaltaron, volviéndose al unísono en esa dirección. No lo habían escuchado aproximarse y en el primer momento tampoco lo reconocieron. Ese hombre impecablemente vestido de sport, con una camisa de fino algodón color habano y pantalones de lino crudo sin una sola arruga, mocasines blancos, recién bañado, afeitado y sutilmente perfumado con una fragancia seca y acogedora, era el mismo que unos minutos antes las había llevado hasta allí, el gaucho a caballo que alguna varita mágica de un hada todopoderosa había transformado en un dandy bronceado, informal pero elegante, seguro de sí mismo.
—Les pido disculpas por no haberme identificado antes, pero recibo muy poca gente. Mi señora y yo cuidamos mucho nuestra intimidad. Ustedes comprenden, ¿no?
—¿Usted es…? —empezó a preguntar Ana sin poder terminar la frase.
—Sí, soy la persona que usted busca.
—¿El… hacker? Digo, perdón, ¿Don Carlos?
—El mismísimo demonio binario en persona —bromeó, haciendo una aparatosa reverencia.
El hombre sonreía mientras sacaba un habano del bolsillo de su camisa, le hacía un agujerito en la parte posterior con un objeto dorado y puntiagudo y lo encendía con rápidas pitadas. Una mujer joven y pequeña salió de la casa con una bandeja plateada en las manos y la dejó sobre la mesa. Tres vasos, una gran jarra con limonada fresca y un cenicero de piedra gris.
—Ella es mi señora. Estos jardines nacieron de sus manos. No sé por qué, pero las plantas le hacen caso. ¿Quieren limonada? —y sin esperar la respuesta comenzó a llenar los altos vasos.
Mary estaba disfrutando la situación con regocijado asombro. Ahora el hombre le parecía tan confiable como exótico, y trataba de percibir qué hacía posible que ambas características no resultaran contradictorias en él, mientras sí lo serían en cualquier otra persona. Ana le había dado pocos datos, y a ella no le había interesado saber con más precisión a quién iban a ver. Se preguntaba de dónde habría sacado a esa jovencita aindiada, a la que imaginaba secreteando con las enredaderas, dejándose atrapar el largo cabello negro por las hojas invasoras de los helechos, moviéndose entre los rosales y los jazmines sin producir el más leve sonido, o, a lo sumo, el de una casi imperceptible brisa de verano, lenta y cálida. De pronto vio que el hombre estaba mirando discretamente las hojas que estaban frente a ella, sobre la mesa, y tuvo un movimiento reflejo de cubrirlas con sus brazos, como si debiera ocultarlas.
—Bien, señoritas: ¿con cuál de ustedes hablé telefónicamente?
—Con ella —se apresuró a aclarar Mary señalando a su amiga.
—Le pido disculpas —empezó Ana tratando de sacudirse el estupor—, es que la situación fue algo insólita, quiero decir, inesperada, y… Mi nombre es Ana —dijo extendiéndole la mano con torpeza—, y ella es mi amiga Mary. Voy a ir directo al grano porque usted debe ser una persona ocupada y no quiero robarle tiempo.
—¡Oh, no, no! ¡Qué horrible idea! —exclamó Carloncho riendo—. No soy precisamente un desocupado, pero mucho menos alguien ocupado en el sentido en que usted lo imagina. Formo parte del pequeño grupo de bacanes verdaderos, los amos de su propio tiempo. Y le aseguro que no lo comparto con quien no deseo hacerlo. La libertad, señorita, Ana, eso es lo que me ocupa y me desocupa. Tómese el tiempo necesario para ser amena.
Ana no lograba interpretar claramente la actitud del hombre que tenía enfrente, no sabía si la estaba animando o tratándola como a una imbécil, pero decidió que no era el momento de dudar, así que le fue relatando la historia del corresponsal anónimo ahorrando intimidades, vicisitudes, traiciones, engaños, pactos y coitos, de tal manera que, en síntesis, ella quería encontrar a este misterioso personaje para proponerle un trabajo en la televisión pues, en su opinión, podía ser un buen guionista.
—¿Usted está segura de que es un hombre?
—Absolutamente.
—Y este hombre le escribe cartas, ¿cartas de amor?
—No, no son de amor; son cosas, historias, cuentos, no sé cómo definirlas.
—Pedazos del alma… —dijo con algo de ironía el dueño de casa.
—Sí -terció Mary—, se parecen a eso.
—Este hombre le escribe esas cartas a usted, pero usted también las lee —inquirió Carloncho señalándolas alternativamente.
Ana y Mary se miraron brevemente sin saber qué responder.
—Ella es mi guionista —argumentó Ana, y agregó— y es como mi hermana.
—Ah, ya veo, claro. Y ustedes quieren que yo averigüe quién es a partir, digamos, de su identidad electrónica.
—Me dijeron que eso es posible, y que usted es una de las pocas personas que podría lograrlo.
—Quizás, quizás. Pero, señoritas, aquí tenemos un gran problema, y es que esta persona, obviamente, no quiere ser identificada, y si no utiliza su anonimato para algo que a usted le resulte indeseable, es muy probable que al descubrirla le estemos infligiendo una agresión extrema.
Mary percibió que su amiga se internaba en una encarnizada batalla argumental para convencer a su interlocutor, y sentía que estaba a punto de decirle que no fuera necia, que él tenía razón, y que abandonaran esa búsqueda que, de cierta forma, hasta le resultaba obscena. Pero sabía que no debía hacerlo. Quería salir de allí, regresar al auto y alejarse rápidamente. Miró hacia el jardín y vio un banco a la sombra de un sauce.
—Disculpen —dijo interrumpiendo a Ana—, esta conversación es más que nada entre ustedes.
—¿Le molesta si me siento allá? —preguntó señalando el banco junto al sauce.
—Siéntase como en su casa —respondió él, algo sorprendido.
Mientras Mary descendía lentamente la escalera de madera con las cartas en una mano, Carloncho clavó sus ojos en los de Ana. Su mirada sonreía con satisfacción, pero sin sorna.
-Señorita Ana: no estoy creyendo casi nada de lo que me cuenta, y en este momento no soy yo quien tiene algo que perder. Si llegó hasta acá es porque la alienta un sentimiento intenso, y no una oferta laboral. Si quiere que la ayude debe interesarme en su caso, debe ser absolutamente sincera conmigo. ¿Qué está pasando, exactamente?
Ana suspiró, vencida y aliviada.
—¿Exactamente? —dijo mirando a Mary que llegaba al banco y se sentaba.
—Bueno, acepto la exactitud que su pudor le permita, nada más, y nada menos. Prefiero que sigamos tratándonos de usted.
Mary vio que Ana se pasaba una mano por el cabello. Luego observó que detrás del jardín había una construcción baja, con ventanas pequeñas y una chimenea. Parecía una casita de cuentos infantiles. Se sintió relajada y fresca. La limonada le había quitado la sed, y decidió volver al planeta de las cartas.

From: sadlawatach@cwchildren.org
Son las 22.30. Mis vecinos fascistocomunistas del apartamento de arriba han recibido visitas. Tooooda una familia, con pibitos incluidos, tan discretos y sobrios como una banda de mandriles culo rojo.
(Putachita que los parió a los culo rojo; no sé cómo se puede ser tan simio... y ahora llegan más!!!)
Hoy les encajé a Led Zeppelin al mango, con función “incredible sound” y todo. Ahora los castigo con Charlie Parker, a quien, supongo, los mandriles de culo rojo no aprecian ni por las tapas.
No sé por qué desde hace dos días estoy tomando litros de jugo de naranja. Odio las naranjas, aunque el jugo me gusta un poco. Pero parece que no hubiese otra cosa para tomar, aparte de whisky, claro. Me debo estar reblandeciendo. Voy a pedir que me manden a una granja de reeducación de naranjólicos anónimos. No sé a quién se lo voy a pedir, supongo que al ministerio de Edulcoración y Kulkfiction.
Tienetengo ganas de contarte una historia, pero no sé cuál ni quién. Estoy en la hora de transición. Y este bochinche me jode que da miedo.
Miedo.
Bueno, miedo.

Un miedo. Buenos Aires nunca fue un buen lugar. Pero lo era menos en 1975, y lo sería muchísimo menos después. Esto es, para aquellos que veníamos huyendo de la guadaña desde hacía unos años, y para los propios Caínes y Abeles peronistas, entonces propietarios de un instinto asesino poco envidiable y aun menos comprensible para los ateos. La calle era peligrosa, el laburo lo era y en casa nunca se sabía, dependía de que las agendas de los amigos desaparecieran a tiempo en caso de emergencia. Yo vivía en Villa del Parque donde compartíamos un apartamento con otros adolescentes: Joaquín, el Pato, el Pata, Jorge y su hermano Pilo. Era El Sauce contra Joaquín y yo. El flaco -Joaquín- había sido adversario político de izquierda, aunque no lo había conocido personalmente en Montevideo. Esas diferencias quedaban borradas en el exilio, así que nos hicimos amigos por afinidades musicales, el gusto por las conversaciones filosóficas y el placer obsesivo del cine, todo el cine. Vimos juntos desde Easy Rider hasta Operación Dragón, con el genio inigualado de Bruce Lee. Y en música éramos igualmente eclécticos: escuchábamos tanto el heavy metal de Deep Purple como la fantasía melódica de Elton John, el rock jazzeado de Chicago, las cumbres altiplánicas de Inti-Illimani, los sintetizados Emerson, Lake and Palmer, los diabólicos Rolling -vimos juntos Gimmie Shelter-, el orgásmico Zeppelin, las novedades de Viglietti y Zitarrosa, el inseguible Jim Croupa, el trío de oro Cream, el absurdo Hendrix, el mago Mateo, la loca de Joplin o el sabio Dylan y el bíblico Genesis (con Peter incluido, aún). Pero teníamos un preferido, descubierto por el flaco, claro, que era la vanguardia en el tema. Sabía vida y obra de todos los músicos que le interesaban: a qué hora se acostaban, qué marca de instrumentos usaban, por qué no se lavaban los dientes, qué discos habían grabado y, además, entendía inglés. Era el guía perfecto. La frutilla era King Crimson, de quien idolatrábamos su Larks Tongues in Aspic, o algo que sonaba muy parecido a eso cuando Joaquín lo mencionaba. Decíamos que era el único grupo conocido que hacía “rock psicológico”, de la mano del perverso Robert Fripp (hay algo que huele muy mal en mi heladera; sólo deseo que no sea el hielo). Cuando poníamos ese disco -y también el mítico Led Zeppelin de 1971, pero que nosotros recién conocíamos, con Black Dog y Stairway to Heaven, entre otros- apagábamos todas las luces de la casa, cerrábamos todas las ventanas, poníamos el tocadiscos al mango total y nos acostábamos en la oscuridad, a esperar el viaje sin químicos ni destilados que invariablemente empezaba con los primeros acordes de aquellos monstruos zarpados y duraba hasta un buen rato después que había terminado el disco. Entonces salíamos a la calle porque no aguantábamos tanta adrenalina en las venas y no nos importaban nada las tres A ni los milicos ni la puta madre que los parió a todos juntos. Caminábamos y conversábamos y tirábamos patadas voladoras gritando iiiiiiuuuuuuuaaaaa, como Bruce Lee. Andábamos en esas una noche, bobeando en una parada de colectivos de Callao, ya tratando de volver al barrio, cuando seis o siete patrulleros de la asesina Policía Federal convergieron en esa esquina como si fueran caballos de carrera en una llegada pareja del Ramírez. Los pintas no habían terminado de frenar cuando el flaco y yo ya nos habíamos dicho con los ojos: “Separémonos. Suerte”.

Dos miedos. París. 1980. Andaba solo y con la piedad agotada. Todavía me asustaba cuando iba caminando por cualquier vereda y escuchaba detenerse a un automóvil detrás mío. Instintivamente miraba hacia atrás, para comprobar que nunca se trataba de un Ford Falcon verde -como el que tantas veces me había atormentado en sueños- del que saldrían varios tipos armados con escopetas Itaka, corriendo directamente hacia mí en cámara lenta, lenta, eterna, sino de cualquier inofensivo Renault, Peugeot, Citroen. Había decidido que el mundo carecía de sentido y de dirección, y también que sólo valía la pena vivir con un petardo en la cabeza y otro en el corazón. Vagabundeaba por la ciudad cuando hacía frío; vagabundeaba por la ciudad cuando hacía calor. Estaba siempre de vacaciones aparentes, cuando, en realidad, me sometía a un régimen de trabajo forzado. Buscaba constantemente mi excepcionalidad y la del Otro. Y la encontraba a cada paso. Por eso estaba siempre trabajando.
Un día, por ejemplo, me senté en un café de un espantoso barrio llamado Châtelet. Estaba en la primera fila de la vitrina que suelen tener los cafés parisinos, una costumbre estético-comercial aborigen que nació cuando la calle de la ciudad era un espectáculo y los voyeurs se encerraban en una jaula de vidrio para admirar impunemente, por unos pocos francos la hora, el living a cielo abierto donde la gente vivía sus vidas. Los tiempos habían cambiado, seguramente, porque cuando me senté en ese café de Châtelet no había ningún espectáculo para espiar. Pasaba el tiempo y el petardo mantenía su efecto, cuando de pronto vi que en la vereda de enfrente un extraño personaje se había detenido junto a una columna. Era un clochard. Sin duda era un clochard. Pero tenía unos guantes blancos, muy blancos, como los de Mickey Mouse. Se había parado allí y me miraba directamente a los ojos. Dudé. Observé alrededor, estaba solo. No cabía otra, pues: me miraba a mí. Liberé, por consiguiente, mi habitual protocolo de contacto a distancia y focalicé la figura en la vereda de enfrente prescindiendo de cualquier otro estímulo. El clochard se movió detrás de la columna hasta quedar completamente expuesto. Eramos dos seres solos en medio del zooilógico. Y de inmediato se instaló una duda compartida: ¿dónde están las rejas? ¿Cuál es el lado libre de la jaula? Esa tensión duró poco porque el clochard decidió más rápido que yo. Sus guantes inmaculados parecían dirigir el universo; formaron una inútil bocina alrededor de su boca. Estaba gritando, gritando a voz en cuello. Los guantes se movieron y la boca siguió agitándose. Hubo gestos. El hombre se movía siempre de lado, frente a mí. Agitaba los brazos y vociferaba. Estaba enviando un mensaje desesperadamente. París caminaba, rodaba, pasaba entre nosotros sin percibirnos. No me estaba llamando; simplemente me estaba dando un mensaje. Lo reiteró muchas veces. Sentía que no lo estaba recibiendo aunque sabía que sabía lo que estaba sucediendo. Lo repitió hasta que se quedó mudo. Una y mil veces. Me lo gritó. Me lo rogó. Me lo exigió. Pero yo estaba demasiado fascinado como para atreverme a romper el vidrio. Lo miré hasta que me dolieron los ojos, y entonces el clochard se cansó. Tomó su breve atado de nada y se fue. Para siempre.
Supuse que era un enviado de los plateados. Reflexioné al respecto. Pensé que había perdido la oportunidad de saber algo muy importante, y también que se me había enfriado el café. Decidí beberlo así, frío, porque era mi café.

Ya vacié el cenicero.
Ahora aflojó el viento, refrescó un poco. No cayó ni una gota.

Tres miedos. Mi amigo vivía en un edificio raro, en el extremo sur de París. Abajo había un hermoso jardín que era usado exclusivamente por los perros de los inquilinos que los llevaban allí de noche para que cagaran con intimidad. Ellos, los amos, no cagaban ahí. Lo hacían en otro lado.
Le habían regalado, a mi amigo, un auto viejo, sin patente, sin seguro, con muchas multas acumuladas. El valor de las deudas superaba ampliamente el del auto. Y él andaba en eso para aquí y para allá. Un día, a mediodía, nos juntamos varios en su casa. Hicimos de comer. Tomamos vino. ¿Era un viernes? La tarde se fue alargando. De pronto decidimos salir de París. Irnos. Lejos. A algún lado.
Subimos al auto al anochecer. Eramos seis. Tres adelante y tres atrás. Estaban Carmen Gloria, el Lechuga, el Chopi, una venezolana cuyo nombre no recuerdo, pero sí que andaba con mi amigo, y yo. Tomamos una ruta que los parisinos llaman “le periferique” porque circunvala toda la ciudad. Veíamos pasar los carteles: Zurich, Strasbourg, Marseille, Nantes, Pays Bas, Calais, etc, etc. En cada cartel discutíamos gritando si íbamos o no para ese lugar. Dimos varias vueltas alrededor de París sin poder decidirnos, hasta que de pronto vi uno que decía: Normandie.
—Tengo unos amigos que viven en Normandie —grité.
Se hizo un silencio aprobador, y el auto tomó la ruta hacia allá. Era otoño. Teníamos 400 kilómetros por delante. Era de noche y el auto no iba a más de 80 por hora ni tenía calefacción. Demoraríamos unas cinco o seis horas en llegar, así que decidimos parar en una estación de servicio y llamar por teléfono a mis amigos -Jorge y Anette- para avisarles que estaba yendo a visitarlos con cinco personas que no conocían y que llegaríamos de madrugada.
—Bárbaro. Los esperamos, —dijeron ellos y sus tres hijillos.
Mis amigos quemaban adentro del auto y a cada rato parábamos porque alguno tenía ganas de orinar, de beber, de estirar las piernas, de desentumecer el culo, en fin, de algo impostergable. La noche era cerrada. La ruta estaba casi desierta y empezábamos a aburrirnos. Entonces el Chopi, que era quien conducía, inventó un juego que nos mantuvo despiertos hasta Joulouville, que era donde vivían mis amigos. El juego era muy simple, pero nos mantuvo alerta durante horas: cada vez que venía un auto en el otro sentido Chopi preguntaba:
—¿Lo chocamos o no lo chocamos? —mientras hacía eses de un lado al otro del asfalto.
Nunca podíamos ponernos de acuerdo, entonces, a último momento, Chopi hacia funcionar el limpiaparabrisas que siempre decía NO NO NO NO NO NO…

Mary levantó un momento la vista de los papeles sintiendo que en su juventud no había vivido absolutamente nada parecido a lo que contaban las cartas. Don Carlos y Ana no estaban en la terraza, pero no se inquietó. Giró la cabeza 180 grados y miró hacia la casita de cuentos. Por un momento creyó percibir que una silueta la observaba desde una de las ventanas, pero cuando entrecerró los párpados para ver mejor ya no había nadie. Pensó que tal vez fuese la joven esposa de Don Carlos ocupándose de sus misteriosos asuntos, pero de pronto distinguió claramente la figura de un hombre que se paró ante la misma ventana y, desde el umbrío de la casa, miraba en su dirección. Se sintió incómoda, insegura, y levantándose del banco camino hacia la terraza, un territorio que le ofrecía más garantías. Estaba subiendo la escalera cuando su amiga y Don Carlos salían de la casa.
—Bueno, señorita Mary, ya nos pusimos de acuerdo —anunció Carloncho—, sólo necesito… esas cartas.
—¿Las cartas? —exclamó Mary moviendo instintivamente el brazo con las hojas hacia atrás.
—Eh…, bueno, no los textos sino los remitentes.
—Déme una dirección electrónica suya y yo se los envió esta tarde misma —propuso Ana.
—Bien, pero que quede claro: si lo encuentro, primero le preguntaré si quiere establecer contacto con ustedes, o sea, con usted —dijo mirando a Ana—. La decisión será de él.
—Está claro —asintió Ana.



miércoles, 14 de abril de 2010





25



Faltaba poco para que llegaran al punto en el cual el mapa les resultaría inútil. Mary pasaba las páginas.

From: wendyrea@aol.com
Una música ha cambiado completamente la casa. Las ventanas se deben abrir distinto; algunas se deben cerrar. La luz quiere ser más sola, y más lejos, como las sombras; las sillas merecen respeto y desde afuera, la brisa, entra con sigilo a este lugar sin muros ni puertas, sin fronteras. Afuera y adentro es el mismo techo. La luna atisba y especula y las estrellas ya no titilan para no perderse ni una nota.
La música libera su armonía secreta revelando que el mundo es cabeza para abajo, para el costado, para el centro; cualquier orientación antes y mejor que para arriba. Lo obvio es porquería, amontonamiento, orden. La claridad está en lo implícito, el brillo en el caos espontáneo que construye otras realidades, escenarios, sentimientos, percepciones. En el cuerpo, y en el alma, batiendo como un océano contra la costa rocosa está la libertad. La música es un barco y yo soy ese vigía, ahí, trepado a su palo mayor, oteando el horizonte crepuscular sin la esperanza de saber lo que verá.
Marybow.

—¿Qué quiere decir bow en inglés? —preguntó Mary irguiéndose en el asiento de un envión.
—Ah, estás leyendo esa. A mí también me sorprendió. ¿Qué pensás?
—Decime por favor qué quiere decir bow —insistió Mary hablando lentamente, como si temiera saber la respuesta.
—Muchas cosas. Algo así como reverencia, o la proa de un barco, y también nudo, lazo.
—¿Y qué sentido tiene, Marybow?
—No sé, creo que ninguno. No quiere decir nada.
—¿Querés decir que es una palabra que no existe?
—Sí, eso. Que no tiene traducción.
—¿No tiene traducción o no existe?
El camino de tierra terminaba en una T. Según las instrucciones, en ese punto debía haber un cartel anunciando la prohibición de cazar.
—No veo el cartel —anunció Ana mirando a derecha e izquierda.
—¿Querés decir que es una palabra inventada? –continuaba preguntando Mary, abstraída.
—¿Cuál?
—Marybow. ¡Cómo, cuál! —replicó Mary exhibiendo la carta en su mano derecha.
—Sí. ¡Qué sé yo! ¿Vos no ves el cartel de tu lado?
El automóvil estaba detenido en el centro del cruce. Mary tenía la mirada fija en algún punto distante, delante suyo. Un hombre pasaba a caballo delante de ellas. Montaba en pelo, con el torso desnudo y descalzo. Sus únicas prendas eran una típica y raída bombacha gris, y una boina que, quizás, había sido azul. Sin detenerse el gaucho las miró, inquisitivo aunque distante. Ana saltó fuera del coche cuando el hombre se alejaba.
—¡Señor! ¡Señor! —gritó agitando el brazo derecho como si despidiese a alguien en el puerto.
El gaucho detuvo el caballo y se volvió girando el torso, callado, esperando.
—Buen día —dijo Ana caminando rápido hasta él.
—Buenos días —replicó el jinete con tono respetuoso, tocando levemente su boina con los dedos índice y pulgar de la mano derecha.
—¿Usted sabe dónde hay por aquí un cartel de prohibido cazar? Me dijeron que había uno…
El hombre permaneció un momento inmóvil, mirándola. Después observó el entorno, despacio, con seriedad.
—No. Por aquí no hay nada para cazar.
—Sí, no… pero me dijeron que aquí había un cartel y… ¿no hay alguno cerca, en un cruce como éste?
-¿Un cruce?
El gaucho miraba lentamente en todos sentidos. Parecía convencido de que esa mujer no sabía qué estaba buscando ni dónde estaba, pero pretendía disimularlo. El caballo hizo un movimiento brusco y Ana retrocedió, temerosa. El le dio un tirón a las crines del caballo y emitió un extraño sonido estirando la boca hacia un lado, lo que pareció devolverle la calma al animal.
—Sí, un cruce como éste —dijo Ana formando una cruz en el aire con sus palmas estiradas.
—Nooo —contestó él—. Por aquí no hay ningún cruce.
Ya sin poder contenerse, el jinete se inclinó hacia delante y miró a Mary que aún estaba dentro del auto, observando la escena.
—¿Adónde van las señoritas? —preguntó alzando la voz, como dirigiéndose a Mary, quizás convencido de que la que tenía delante no era la jefa.
Mary no movió un músculo. Ana estaba mirando el sudor resbalando por el costado del caballo; la pierna del hombre, indiferente a los jugos de la bestia. Le pareció percibir la brizna de una extraña fragancia, violenta y apetitosa.
—A El Aljibe —contestó Ana sin convicción, resuelta a terminar con aquella pérdida de tiempo.
—Ahhh… ¿Al Aljibe?
—Sí, El Aljibe. ¿Usted trabaja allí?
—No, yo no trabajo.
Ana apeló a lo que llamaba su “piloto automático”, un recurso aprendido en los primeros meses de su regreso al país, cuando a menudo enfrentaba situaciones que no comprendía, malentendidos que adjudicaba a su desconocimiento de los códigos semióticos locales. Después, con el tiempo, se dio cuenta de que esas lagunas del entendimiento no tenían nada que ver con la semiótica.
—¿Sabe dónde es?
—Sí, claro. Sígame —dijo el paisano y taloneó las ingles del caballo que partió al trote hacia adelante.
Ana corrió hasta el auto. Encendió el motor y tomó a la izquierda, tras el caballo que, ahora veía, era completamente blanco.
—El tipo este sabe dónde es El Aljibe. Dijo que lo siguiéramos.
—No quiero ir —dijo Mary sin moverse.
—¿Eh? ¿Qué te pasa?
Ana aceleró tratando de alcanzar al caballo que ahora trotaba con el hombre sobre su lomo sudado.
—No quiero ir. Tengo miedo.
—Tenemos que ir, Mary. ¿De qué tenés miedo? ¡No me aflojés ahora!
—Marybow. ¿Qué significa? ¿Por qué Marynudo, Marylazo, Maryreverencia? —decía Mary perdida en su laberinto.

—¿Cómo se te ocurrió separar Mary de bow? Es increíble. Increíble —repetía Ana mientras intentaba seguir al gaucho que avanzaba con desesperante lentitud para un automóvil. Cambió cinco o seis veces de dirección, por caminos cada uno más estrecho que el anterior. Cuando tomaron el que sería el último, hacía rato que ya no veían casas. Sólo campos ondulados. No había vacas, ovejas, cultivos. Sólo campos ondulados llenos de chircas. Ellas lo seguían, en silencio. Hasta que el jinete se detuvo delante de una tranquera con un cartel colgado que decía: "Cuidado. Perros perros". El hombre se bajó del caballo, abrió la portera y les hizo seña de que avanzaran por el trillo que se internaba entre matorrales y chircas. Ana aceleró sin mirar a Mary.
—Siga el trillo hasta las casas —indicó el gaucho cuando el coche pasó ante él. Mary le agradeció con un movimiento de su mano izquierda y continuó la marcha.
—Esto no es El Aljibe, Ana. ¿Viste algún cartel de prohibido cazar? ¿Cómo sabés que es el lugar que buscás?
—Es aquí. No te preocupes.
—Todo esto es una locura. Estás completamente loca.
—Sí, pero no es de ahora. Calmate. Está todo bien.
Los perros aparecieron todos juntos. Saltaron desde el yuyal delante del coche, ladrando, mostrando los colmillos, los hocicos llenos de cicatrices. Mary empezó a gritar inclinándose sobre Ana.
—¡Cerrá la ventanilla! —ordenó Ana mientras subía la de su lado y apretaba el acelerador provocando que el coche comenzara a dar tumbos sobre el trillo.
Estuvieron a punto de caer a una zanja, pero Ana pudo controlar el vehículo a tiempo. Ni se le ocurrió frenar, y hasta pensó que había aplastado a un par de perros en la maniobra, pero no le importó. Mary seguía gritando y la sensación de caos y terror era total cuando, después de una curva apareció la construcción chata y con aspecto abandonado. Ana clavó los frenos. Los perros armaban un escándalo ensordecedor y corrían alrededor del auto, pero no saltaban sobre él. Sin decir una palabra, Ana colocó reversa y giró la cabeza sobre su hombro derecho para efectuar la maniobra, cuando vio al gaucho a caballo que salía de la curva al trote rápido en dirección a ellas.
—¡Vayan pa' las casa! —ordenó a los perros en voz alta pero sin gritar. Todos obedecieron de inmediato—. El Aljibe, es acá. No se puede entrar en auto. Bajen, yo las acompaño. Los perros no les van a hacer nada —agregó mientras desmontaba.
—¡Vámonos! ¡Por favor, Ana! ¡Vámonos de aquí! —rogaba Mary aferrándose a las cartas que milagrosamente había logrado conservar entre sus manos.
Ana apagó el motor, quitó las llaves, tomó su cartera, se acomodó los lentes de sol y abrió la puerta del coche.
—Voy a bajar. Si querés quedate y esperame. Acá no te va a pasar nada —dijo con calma, sin rabia, sin dramatismo, como si le estuviese hablando a una niña a la que es necesario trasmitirle seguridad. Y sin esperar respuesta salió del automóvil.
Los perros habían desaparecido. Ana caminaba detrás del caballo que el gaucho llevaba con su mano izquierda en las crines. Mary miró alrededor y dio un salto fuera del coche.
—¡Esperame! —gritó mientras corría detrás de la extraña pareja que en ese momento rodeaba la construcción.
Los alcanzó cuando el hombre ataba el caballo con una soga que colgaba de un poste. Caminó detrás de ellos. Al llegar al otro lado de lo que creía casi una tapera quedó atónita ante el maravilloso espectáculo de una casa de campo acondicionada con una refinada simplicidad y jardines trabajados con evidente buen gusto.
—Esperen aquí —dijo el hombre cuando estuvieron sobre las cerámicas del piso de la terraza, a la sombra de un enorme timbó, y entró en la casa.