lunes, 5 de julio de 2010



Sudáfrica 2010
La verdadera belleza de un balón en vuelo


Después de 120 minutos de juego, Sebastián Abreu caminaba desde el centro del campo hacia el arco donde ejecutaría el quinto tiro penal ante el arquero Kingston, de la selección de Ghana. Si lo convertía, Uruguay pasaría a las semifinales del Campeonato Mundial de Fútbol Sudáfrica 2010, algo que no ocurría desde hacía 40 años.

Su marcha no era lenta ni apresurada. Mantenía un ritmo preciso, un paso equilibrado, un talante descontraído. Muy lejos, en su pequeño país paralizado por el épico match que venía de terminar, ahora nadie siquiera se atrevía a respirar, y aunque todos y todas, sin excepción, tenían un mismo pensamiento, nadie se atrevía a expresarlo: “La va a picar”.

Abreu colocó el balón en el suelo como si estuviese jugando con la arena de una playa cualquiera, un día cualquiera, y no ése día, con 90 mil pares de ojos mirándolo en directo y millones y millones por la tevé.

Sus compañeros de equipo se abrazaban en el centro de la cancha formando un collar de nervios en carne viva, temblando por el cansancio y el peso de la historia futbolera de esta tierrita con forma de lágrima que en ese momento no quería llorar de tristeza y frustración sino de pasión y alegría.

Abreu, con el número 13 en la espalda, su favorito, retrocedió en línea recta mirando el balón sobre el punto penal, y luego se ladeó levemente a su derecha. Abreu, más conocido como el “Loco” Abreu, es zurdo.

En su cabeza escuchaba un estruendoso rumor que reclamaba: “¡No la piques. No la vayás a picar!”. Pero en su corazón latía un amor enorme, un amor más grande que el miedo, un amor propio y ajeno, amor al pasado y al futuro, amor al sueño, al éxtasis, a la gloria deportiva, a la felicidad.

Cuando dio el primer paso en su carrera hacia el balón todo se hizo silencio. Callaron las vuvuzelas, los gritos, los rumores, callaron las leyendas y los mitos, las glorias cerraron la boca; apenas escuchaba sus zapatos frotando el pasto a cada paso.

Frenado en la última fracción de segundo, su pie izquierdo tocó la pelota desde abajo hacia arriba con un roce seco, contenido, calculado; el balón se fue elevando lentamente mientras se dirigía hacia el centro de la valla.

Abreu lo seguía con la mirada, su cuerpo inclinado levemente hacia atrás, las rodillas flexionadas.
Vio que Kinsgton se estiraba a su derecha, horizontal, ya con el espanto arrancándole los ojos.

El balón flotaba a media altura con destino cierto. Abreu había elegido picarlo, tocarlo suave y pícaramente, acariciarlo… y esperar ese medio segundo de vuelo en parábola que duró una eternidad.

Duró tanto que todos pudimos volver a recorrer el trabajoso camino transitado durante 20 partidos de la eliminatoria sudamericana, los absurdos e inexplicables altibajos de esta selección, las goleadas recibidas y propinadas, las críticas, los insultos, las descalificaciones, la cordura mantenida contra viento y marea, la entereza de un técnico que creía en lo que hacía.

Pudimos ver los cuatro partidos jugados en el Mundial, la progresión sorpresiva pero anhelada, el último encuentro ante un equipo de exuberantes atletas, alados por un estadio casi entero que los alentó cada segundo, favorecidos por un arbitraje malicioso y puerco, localista sin vergüenza.

Cuando el balón cruzaba la línea de gol, Kingston terminaba de desarmarse contra el piso, destruida la anatomía de su esperanza, sintiendo la amarga tristeza del sueño roto que caía blando como esa red que embolsaba el balón con la ternura de un regazo materno.

Abreu corrió hacia su izquierda y se detuvo al costado del área grande, abrió sus largos y tatuados brazos y, más allá de los millones de euros y de dólares en juego, más allá de las glorias pasadas usadas a veces como lastre, más allá del deseo compulsivo de vencer, sonriendo como en la puerta de su casa, llamó a sus compañeros a festejar el mensaje que su gesto le regalaba al mundo incrédulo: “¡No lo olviden nunca: esto es un juego! Lo demás viene después…”

Carlos Amorín