sábado, 15 de mayo de 2010



Pido disculpas por este intervalo no deseado durante el cual no pude mantener el ritmo de las entregas.


Llega al final la publicación "on line" de esta novela que mucho me gustó escribir y otro tanto compartir con todos y todas ustedes, pocos o muchas, eso no es lo que más importa.


Deseo que hayan disfrutado algo con su lectura.


Muchas gracias.

Carlos Amorín Aguirre






29

La encontró desfigurada por una garra que le desencajaba el rostro, la garra del dolor con su mueca inconfundible. La abrazó mientras lloraba, que fue mucho. La animó a darse una ducha caliente mientras ella improvisaba una cena frugal. Antes de acostarse –Ana se quedó a dormir allí- se pusieron de acuerdo en que el juego había efectivamente terminado. Mary no quería recibir más cartas, y Ana no creía que alguna de las dos volviera a recibirlas. Por suerte era viernes. Tenían todo el fin de semana por delante para recuperarse del golpe y prepararse para el lunes, el día marcado por Dinora para entrar subrepticiamente al sótano del Registro Civil.

Dinora les había dicho que se vistieran de forma que no llamaran la atención. Un vaquero, una camiseta de algodón, nada raro. Entraron al hall de la planta baja y se dirigieron a la ventanilla de Informes. Cuando llegó el turno de ellas Ana preguntó por la señora Jiménez, según lo convenido. Debían esperar a un lado de la fila. La señora Jiménez llegó apenas cinco minutos después.
—Hola, ¿qué tal? —dijo estrechándoles la mano a ambas—. ¿Cuál de ustedes es Mary? —preguntó.
—Yo —respondió Mary señalándose a sí misma.
—Muy bien. Vengan conmigo.
La señora Jiménez salió caminando delante de ellas y sin mirar una sola vez hacia atrás las condujo detrás del mostrador donde se atiende al público, recorrió tres lúgubres corredores internos hasta que abrió una puerta que parecía igual a las otras y que daba a una escalera. Encendió la luz y fue bajando los escalones como si los conociera de memoria. Otra puerta. Otra luz. Estaban en el sótano. El techo era muy alto, y de arriba hasta abajo, ordenados en estantes metálicos, había grandes libracos encuadernados en rojo algunos y en azul otros. Muchos eran muy antiguos. Se veían amarillentos. La señora Jiménez avanzó por algo así como la nave central de aquella guardería de la memoria de papel. No se detuvo hasta llegar al fondo, donde había una puerta que parecía de metal, bien conservada. En su mano apareció una llave que introdujo en la cerradura, dos giros y la puerta se abrió como cualquier otra. La señora Jiménez se paró en la puerta y con su mano izquierda encendió una luz dentro de la habitación que era una réplica de la anterior, pero más pequeña.
­—Este es el archivo de las inscripciones tardías. Están todas acá porque son confidenciales. Nadie sabe bien por qué, pero es así. Están enteradas de que no puedo quedarme ni dejarles la puerta abierta. Tienen 20 minutos para encontrar lo que necesitan —dijo la señora Jiménez que, hasta ese momento, había mantenido una actitud completamente neutra, profesional. Pero antes de irse, tomó las manos de Mary y todo se explicó.
—M’hijita —dijo tiernamente—. Mi sobrina tendría ahora tu edad si esos perros no la hubiesen matado en el vientre de mi hermana. Ojalá no seas lo que sospechás, porque es muy duro. Pero si lo sos, tenés que saber que contás con muchos de nosotros. Nunca estarás sola —terminó, emocionada.
Mary aún no sabía reaccionar antes estas situaciones que para ella eran completamente nuevas.
—Gracias, muchas gracias, señora —atinó a decir sin sonreír.
Apenas se cerró la puerta Mary sacó una libreta de su bolso donde había anotado el número de expediente de su inscripción tardía. Les costó un poco encontrar el libraco correspondiente, y como era muy pesado lo pusieron en el piso para buscar más cómodamente. Mientras pasaban las páginas iban leyendo retazos de vidas. Vieron otras dos anotaciones muy parecidas a la de Mary, cuyo corazón aleteaba como una mariposa en la playa.
—Es ésta. Acá está —dijo Ana poniendo su dedo índice sobre un número impreso en tinta negra.
Era el original del documento que Mary tenía en su poder, pero no había nada más, ningún certificado adjunto, ninguna aclaración al dorso, ninguna firma diferente. Eran simplemente dos gotas de agua. Mary se recostó a la pared.
—¡No hay un carajo! —exclamó.
Ana dejó pasar un momento y luego empezó a devolver las páginas hacia el lado derecho del libraco y poder así cerrarlo. Se puso de pie, levantó el pesado archivo y trató de ponerlo nuevamente en su lugar del estante donde lo habían encontrado, pero era demasiado pesado para ella sola.
—¡Mary! —llamó—, ayudame que se me cae…
Mary se levantó presurosa y entre las dos salieron del trance. En ese mismo momento se escucharon los pasos de la señora Jiménez, la llave en la cerradura, la puerta abriéndose.
—No me digan nada. No estaba el certificado, ¿no es así? —dijo al ver sus expresiones de frustración, y continuó, sin esperar respuesta—. No se desalienten. Hubo otros casos así que se terminaron aclarando. Pero que no haya un certificado médico es una razón para alimentar más sospechas, porque aquí, con dictadura y todo, la mayor parte de nosotros hicimos las cosas bien. Pero hubo otros que se prestaron para cualquier chanchullo, especialmente para éstos. En nuestro mundillo interno, todos sabemos que una inscripción tardía sin certificado médico sólo puede hacerla alguien con mucha banca.
—Gracias. Muchas gracias por todo, señora —le dijo Ana cuando atravesaron el mostrador y se encaminaron hacia la calle. Mary se despidió con un beso, pero no le salió una sola palabra.

Era domingo. El verano se iba enfriando casi día a día. Ana había pasado la mañana estudiando una propuesta laboral de otro canal. No había tanto glamour, pero sí un poco más de carácter. Era una oportunidad para inyectarle una faceta interesante a su personaje televisivo. El dinero, sin embargo, era casi el mismo.
Habían pasado casi 20 días desde que fueran a visitar a Don Carlos y no tenía ninguna novedad. Decidió no esperar más.
—Alo, Don Carlos. Habla Ana.
—Reconozco su voz. Sé que le di esperanzas de que podría saber algo en una semana. Tengo una buena y una mala. ¿Cuál quiere primero?
Ana no pudo contestar. Estaba predispuesta a que Don Carlos le comunicara un completo fracaso, incluso hasta podía aceptar una respuesta evasiva, descomprometida, pero no esperaba que su deseo pudiese estar al alcance de su mano.
Don Carlos resolvió el impasse.
—Le doy primero la buena: creo que sé quién le estuvo enviando esas cartas. ¡Ojo! Es un “creo”, no un “estoy completamente seguro”. No la llamé hasta ahora por la mala noticia.
—¿Tiene un nombre? —atropelló Ana.
—¿No quiere saber la mala primero? Mire que importa, ehh?
—Dígame el nombre.
—Como quiera. Sería un tal Mario Dávalos. El problema es que no lo encuentro por ningún lado. Es como si se lo hubiese tragado la tierra con computadora y todo. Por eso violo nuestro acuerdo y le confío esta identidad. Si yo no lo encuentro, usted…
—¿Qué me está diciendo? —dijo Ana, confundida.
—Oh, señorita Ana, disculpe mi liviandad. Sé que para usted esto es importante. No debí ser tan crudo…
—¿Se llama Mario Dávalos y desapareció? ¿Eso es lo que me dice?
—Sí. En esencia, es eso.
—¿Puedo ir a su casa para que hablemos de esto personalmente?
—No. De ninguna manera —respondió Carloncho, cortante.
—Por favor —rogó Ana.
—Lo siento mucho. No me apene, Ana. No tengo nada más que decirle. Que tenga suerte.

Carloncho dejó el teléfono sobre el escritorio de su oficina doméstica, muy parecida a la sala de controles de una nave espacial. Tenía cuatro monitores delante suyo, en la primera línea, y muchos otros detrás, además de consolas y tableros, parlantes y muebles futuristas.
Ana lo había llamado cuando estaba a punto de cumplir el último encargo que le había dejado su amigo: enviar la carta final. La llamada le dio deseos de volver a leerla antes de enviarla.

¿Por qué? Sí. ¿Por qué? Sé que estás tratando de encontrarme.
¿Sabés lo que buscás? A esta altura de la historia no sería demasiado difícil hallarme. Te costaría un laberinto y tres salas de espejos, tal vez medio tren fantasma, pero, creéme: no vivimos en el mismo parque de diversiones. ¿Ya me pusiste rostro? ¿O disponés de varias posibilidades, para no desilusionarte, por si las moscas; quién te dice que a la vuelta de una esquina...? ¿Ya tengo zapatos? ¿Te invité a cenar en un restorán elegante y discreto? ¿Bailamos boleros en tu apartamento? No, claro, ya sé: ¡nos duchamos juntos! ¿O me dijiste que debo leer alguna novela de un autor joven y español?
Sí, así es, siempre tengo el filo a mano. Debo sobrevivir un poco más. ¿Sabés lo que buscas? La idea de lo que somos es mucho mejor que nosotros. No hay mirada que te pueda revolver el alma mejor que la imaginada, la deseada. ¿Qué es la piel al cabo de un día, y otro, y otro...? ¿Qué pasión es la previsible? ¿Qué cuerpo no termina formando hueco en un colchón? ¿Qué milagro evita la gestión del desayuno? ¿Qué beso no acaba por aprenderse? ¿Qué amor el tiempo no convierte en fraternidad? ¿Qué íntima condena no empezó siendo dulce y cadena? ¿Qué hábito no provoca vicio? ¿Qué exceso no fue virtud? ¿Qué rencor no fue furia? ¿Qué venganza no fue dolor? ¿Qué traición no fue indiferencia que fue lejanía que fue ternura de dos que fueron uno y todas fueron mutuas? ¿Qué cantera no se agota? ¿Qué grito repetido no se vuelve ruido? ¿Qué aventureros no terminan sacando pasaje de ida y vuelta? ¿Qué televisor no resulta, al fin, demasiado chico? ¿Qué soledad no es deseada? ¿Qué recuerdos no se ajan? ¿Qué es mustio sin abandono? ¿Qué podremos dar que no hayamos dado? Y de lo que queda, ¿qué hay para ver que no quepa en letras?
No. No queda nada.
Una cama, un cansancio, la misma pregunta: ¿dónde estoy?

—Estás tan rabioso, amigo mío, tan frágil —dijo Carloncho en voz alta cuando terminó de releer la carta—. Así que querés la opción dos… —continuó hablándose a sí mismo—, y te voy a dar la dos, sí, pero la dos menos cuarto. Esta carta no se va a ningún lado, se queda con Papi.
Guardó la carta en una carpeta llamada “Ana” y seleccionó el comando “Deshacer” varias veces consecutivas.
Se recostó en el respaldo de una silla que parecía robada de una exposición de diseño de muebles de 2088, cruzó las manos detrás de su cabeza, puso los pies sobre el escritorio y, mientras cantaba, se quedó mirando cómo algunos archivos se iban restituyendo a los servidores de los cuales los había extraído unas horas antes.
—All you need is love, pa pa ra pa pám, all you need is love, pa pa ra pa pám…

Un par de días después Ana había reunido coraje suficiente para iniciar una investigación que, sabía, sería breve y bastante infructuosa. Había decidido no involucrar a Mary en la búsqueda.
Lo esencial lo supo por internet. Aquí y allá, Mario Dávalos había dejado algunos rastros de su pasaje por la vida pública. Aparecía en la página web de la embajada de Francia integrando una lista de uruguayos que habían estado exiliados en aquel país. Fue a la embajada, pero sólo supo que se había registrado en la biblioteca del centro cultural de la sede diplomática, y que en el formulario había declarado ser un desexiliado lo que le daba la posibilidad de retirar material por más tiempo y sin costo alguno.
—Comó quien dicé: los desexiliadós son amigós de la casá —comentó el flacucho del otro lado del mostrador. Pero fue lo único que le dijo. Los datos que tenían allí eran “totalmenté confidencialés”.
La lista parecía haber sido confeccionada con más base en un abuso de confianza de algún funcionario de la embajada antes que en una inscripción voluntaria de los concernidos.
El nombre de un Mario Dávalos sociólogo aparecía también vinculado a varios trabajos académicos presentados en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas. Eran todas investigaciones de campo escritas en coautoría con otros colegas. La última que lo incluía tenía fecha de hacía siete años. En la Facultad un viejo funcionario aún recordaba a un docente joven y brillante que, sin razón aparente, renunció a su cargo de grado 4. Pero eso había ocurrido hacía años, tal vez ocho o nueve años, calculó el informante.
Eso era todo, a excepción de una foto de grupo tomada en ocasión de la despedida de un saxofonista cubano que viajaba a Canadá contratado para integrar una banda de viejos jazzistas. La imagen integraba la galería de fotos del Hot Club, un bolichón de mala muerte al que ella no recordaba haber ido. Al pie se detallaban los nombres de los fotografiados. Uno era Mario Dávalos, el segundo desde la izquierda. No se correspondía en casi nada a la imagen que Ana tenía en mente, creada sobre todo a partir de su memoria epidérmica. Usaba saco y una corbata desprolijamente aflojada. Cabello castaño, complexión mediana, aunque era más bien delgado. La forma de la cara parecía un poco redonda. Estaba abrazado con los que estaban a su lado, como si fueran un equipo de fútbol apretado entre las mesas y con la barra de fondo. Era el único que no sonreía. La foto se había tomado hacía seis meses.
Esa noche, mientras bajaba las escaleras del Hot Club se dio cuenta de ya había estado allí. Recordó en qué mesa se había sentado junto a sus amigos en aquella ocasión y la ocupó nuevamente. Estaba sola, y guapeó bancando las miradas de la concurrencia.
—Sapo de otro pozo –pensó con razón que pensaban todos.
Preguntó primero con discreción y después abiertamente. Sí, había sido un habitué del lugar aunque nadie conocía de él más que su nombre, y eso porque de vez en cuando recibía llamadas telefónicas en la barra del club.
—Pero ahora hace semanas que no lo vemos. Le debe haber pasado algo porque venía casi todos los días –le informó el barman. Cuando ya subía las escaleras para irse la llamó, haciéndole señas de que se acercara a la barra.
­—Disculpe la indiscreción, pero ¿para qué lo busca? —le preguntó en tono de confidencia.
—Tengo algo que es de él, y quiero dárselo en persona –respondió Ana.
—¿Usted no es la que aparece en televisión?
—Sí, soy yo.
—Disculpe, ¿no? Pero usted no parece el tipo de mujer para él. Le voy a decir algo: últimamente andaba muy desmejorado. Siempre se paraba en aquella punta, y de ahí no lo movía ni Cristo.
Ana miró el extremo contrario de la barra, trató de colocar en ese lugar la imagen de la foto, pero no pudo. Había mucho ruido, mucho olor a sudor mezclado con perfume francés, y quería salir de ahí cuanto antes.
—Si lo ve, no le diga que lo estoy buscando —dijo a modo de despedida.

Esa noche Ana soñó que estaba en el Hot Club. La acción se desarrollaba en una cámara muy lenta. Ella y todos usaban máscaras. Su mirada recorría el salón en un paneo extremadamente lento. Buscaba un rostro en la penumbra. Cuando llegó a la punta de la barra lo vio allí, de pie, la corbata floja, el traje arrugado, mal afeitado, y sus miradas se cruzaron.
Despertó sobresaltada, sudando, sintiendo aquella mirada aún pesando en la suya. Había recordado en sueños el momento exacto en el que eso había ocurrido. No alcanzaba a comprenderlo, porque hasta esa madrugada ni siquiera sabía que tenía ese recuerdo, pero la vivencia era tan fuerte que no precisaba entenderla. Esa noche supo que algo definitivo se había instalado en su alma.


Tres años después, Ana bajaba del tren turístico que atraviesa las serranías entre Curitiba y Paranaguá, donde aún sobreviven los últimos relictos del bosque atlántico que originalmente cubría gran parte del litoral brasileño. Estaba allí junto a su equipo filmando una producción especial para un nuevo programa televisivo que conducía desde hacía un par de años. Había tenido mucho éxito y, junto a Mary y otras dos mujeres muy creativas, era ahora propietaria de una productora independiente con la cual, la mitad de las veces, lograban hacer lo que querían. Y, en el contexto, eso era mucho. Cargaron el equipaje en una camioneta que los estaba esperando y pidieron que los llevaran al puerto. Rabiaban por una cerveza helada.

Ana había regresado algunas veces al Hot Club, más airada, creía, que esperanzada. Don Carlos había tenido razón: a Mario Dávalos se lo tragó la tierra.

Mary había investigado a fondo el pasado de sus padres, y el suyo propio. Aún no tenía pruebas, pero estaba totalmente segura de que Walter, su padre, había sido un civil entre los comandos militares que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. Con respecto a su origen, sólo le faltaba dar el último paso: cruzar hasta Buenos Aires y hacerse el examen de sangre. Pero sentía que aún no estaba preparada.
—Tal vez el año entrante —se decía.
Desde hacía un tiempo vivía con Raúl, el camarógrafo y editor del equipo. Tenía algunos años más que ella, y eso parecía sentarles muy bien.

Habían juntado dos mesas en la terraza de uno de los barcitos que envuelven el puerto deportivo de Paranaguá, un lugar a escala humana propio de esa pequeña ciudad con algo más de cien mil habitantes. El muelle no tiene muros, rejas o protección de otro tipo. Las lanchas multicolores y algún que otro bote más importante simplemente anclan allí, amarrados a lo que parece más una vereda veneciana que un muelle. Ana había venido presionando durante todo el viaje para que el equipo cruzara a la Ilha do Mel, una pequeña isla ubicada cerca de allí que había sido declarada oficialmente reserva ecológica. Según Ana, los pocos isleños que la habitaban se habían puesto de acuerdo en algunas normas básicas para preservar el lugar. Pero todos decían estar muy cansados y a nadie le interesaba tanto una islita ecologista como para seguir de viaje.
Todavía no habían terminado de definir lo que cada uno ordenaría cuando Ana, que se había sentado en una de las cabeceras, vio que en el interior del bar un hombre se acercó al mostrador y pagó su consumo. Continuaba mirándolo cuando salió caminando lentamente en dirección al muelle. Pasó muy cerca sin siquiera mirarlos. Tenía unos 45 años, la barba algo crecida y vestía como todos allí. Ana lo vio detenerse ante un bote de mediano porte, construido en madera y pintado de colores vivos: rojo, verde, amarillo y blanco. Dos personas terminaban de pasar al bote la carga de un pequeño camión estacionado al borde del muelle. Lo observó ayudando a los hombres con las últimas cajas, pagarles, desamarrar, encender el motor de la embarcación que se fue alejando lentamente en dirección al mar abierto. En letras grandes y coloridas, pintado sobre la popa, se leía: “Pousada Arcadia”.

Unas horas después, como todas las tardes , el “João XXIII”, un pequeño bote de pasajeros que hacía la travesía desde Paranaguá hasta Ilha do Mel, entró en la ensenada. Se arrimó lo más que pudo a la playa y se detuvo entre varios botes multicolores que flotaban anclados en la arena seca de la costa. Ella vio que uno de ellos tenía pintado en la popa “Pousada Arcadia”. Habituados a vivir en una isla sin muelles, sin vehículos con motores a explosión y hasta hacía poco sin electricidad ni teléfono, los lugareños saltaban fuera del barco y terminaban el trayecto con el agua en la cintura, sosteniendo en alto lo que no debía mojarse. Los turistas dudaban, pero al fin también se tiraban al agua con la cámara digital en la cabeza.



Desde el alero de la posada la vio salir del agua con la falda mojada pegándose a sus piernas, a sus caderas, hacerle una pregunta al barquero que le respondió señalando el morro y tomar el camino al poblado.
—¡Hijo de puta! Me cagaste… —masculló pensando en Carloncho, a quien imaginó sentado al borde de la piscina con los pies dentro del agua y una sonrisa socarrona en los labios— …me cagaste… o me salvaste.
Se sentó apoyando los pies descalzos sobre la baranda y esperó. Quince minutos después ella terminaba de subir la pequeña cuesta cuando lo vio allí, sentado, con los pies sobre la baranda. El se levantó sin prisa y se paró al fin de la escalera.
—Mario Dávalos —afirmó Ana.
—Algo —respondió él.






FIN






lunes, 3 de mayo de 2010



28


Habían pasado varios días sin que recibieran ninguna carta. Ana se había puesto en contacto con algunos otros supuestos expertos en descifrar identidades informáticas, pero los que parecían saber realmente algo opinaban que era una tarea imposible, que en caso de aceptarla les demandaría mucho tiempo y eso era sinónimo de dinero, harto dinero.
Francamente escéptica al respecto, Mary no había eludido acompañar a Ana en esas gestiones que, sin embargo, consideraba una carrera hacia la nada. Además, ya había dado los primeros pasos en su propia búsqueda, y las respuestas definitivas no parecían sencillas, aunque la historia fuese sin embargo cada vez más obvia.
Una tarde, después de terminar en el canal habían ido juntas a encontrarse con Dinora, la periodista que Ana conocía y que había aceptado mantener una charla con ellas sin conocer aún el motivo.
Estaban sentadas en la terraza de un bar céntrico. Era el segundo cigarrillo que Dinora encendía desde que estaban allí. Los fumaba uno tras otro. Escuchó con atención el relato de Mary, que luego fue completando con preguntas breves, concretas.
—Por los datos que me das es difícil tener alguna certeza de quién podría ser tu padre realmente. Podría ser un represor aún encubierto, sí, y también un simple colaborador más, como los hubo por miles y miles. ¿Trajiste el papel del Registro Civil? —preguntó dirigiéndose a Mary.
—Una fotocopia —respondió ella mientras le extendía un sobre Manila.
—Esto cambia todo.
Fue lo primero que dijo Dinora después de examinar la copia del documento. La charla, en realidad, comenzó a partir de ese momento. Dinora pareció irrumpir bruscamente desde un cierto profesionalismo desencantado, aletargado.
—Este es el procedimiento más típico que utilizaron los militares para encubrir la apropiación de niños cuando se trataba de bebés. Los hacían “nacer” en el Hospital Militar, al que hasta ahora nunca se le han pedido los registros de esos años para corroborar algunos casos muy sospechosos; ponían testigos cómplices dispuestos a firmar lo que fuere, y llegaban al Registro Civil con un certificado médico acreditando la edad del niño. Este paso del trámite lo cumplían en el Hospital de Niños para no recargar al Militar. ¿No tenés ese certificado? ¿No estaba junto con esto? —preguntó Dinora acelerada.
—No. No había nada más. Sólo este papel —respondió Mary.
Dinora se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo de la silla. Miró a Ana y a Mary tratando de decidir qué tanto podía confiar en ellas. Tomó otro cigarrillo de la cajetilla que estaba sobre la mesa, lo encendió.
—Hay que entrar al Registro Civil —dijo después de exhalar el humo de la segunda pitada.
Dinora explicó que el certificado médico seguramente había quedado junto al original, y éste estaba archivado en el sótano de esa oficina pública junto a millones de otras declaraciones de nacimiento. Había que llegar hasta allí y obtener una copia o robar el certificado porque en él debería figurar el nombre del médico o la médica que en 1978 estimó la edad del bebé en dos meses y lo firmó con su puño y letra.
—¿Robarlo? ¿Yo? —preguntó Mary sorprendida mientras Ana parecía estar asistiendo a un partido de tenis de mesa.
—Yo no puedo ir, me tienen refichada. Cuando estés ahí te vas a dar cuenta de que es muy difícil copiarlo. Tal vez sea aún más arriesgado que robarlo —sentenció Dinora calmamente.
—No sé. Ni siquiera sé dónde está el Registro Civil —se atajó Mary.
—Mi problema no es conseguir que ustedes puedan entrar allí, sino que cuando salgan sean capaces de mantener la boca total y completamente cerrada –confió Dinora.
—No hay problema —se apresuró a prometer Ana—. Esto va en serio.
—Bueno. Denme unos días para arreglar los detalles –dijo la periodista—. Yo les aviso cuando haya luz verde.
—¿Y si entramos y no hay ningún certificado? –lanzó Mary cuando parecía que la charla terminaba.
—Ahí… ¡sonamos! En el Hospital no vas a encontrar nada, te lo aseguro. Si esto fracasa, el único camino posible sería ir a Buenos Aires, entrar en contacto con las Abuelas de la Plaza de Mayo y hacerte una extracción de sangre para que tu ADN sea comparado con las muestras que están depositadas en el banco genético de familiares de desaparecidos. Lleva tiempo, pero es un procedimiento muy confiable.
—O sea que… ¿vos decís que yo podría ser hija de argentinos desaparecidos y que alguien me trajo a Uruguay? —dijo Mary, conmovida.
—Creo que entiendo lo que estás sintiendo, Mary —trató de contenerla Dinora—. Pero… es verdad, no sería el primer caso. Calmate. Por ahora no te preocupes, sólo estamos tratando de descartar la hipótesis que ustedes creen la más plausible. Es posible que todo esto sean sólo apariencias similares de circunstancias distintas. Nos pasa mucho. Desgraciadamente, es más lo que no sabemos.

Se despidieron en la esquina, junto al automóvil de Ana. Mary prefirió caminar. Estaba relativamente cerca de su apartamento y necesitaba pensar, o no pensar, aún no lo sabía. Subió hasta la avenida principal donde se sintió protegida, camuflada, anónima en el caos estético y sonoro de una acera angostada por deplorables puestos callejeros y cubierta por grotescas marquesinas cuya malacara empujaba al todo hacia la intrascendencia.
Mary sentía que de pronto había descubierto otra ciudad, una suerte de paraurbe en la cual víctimas y victimarios compartían el aire, la lluvia, la vereda, la fila en el cine o frente a la caja del supermercado. Tal vez se tocaron, se miraron a los ojos sin sospechar quién, qué era cada cual. Pensó en su padre. No podía imaginar la tortura o el asesinato de prisioneros, mucho menos figurarse a su padre cometiendo esos crímenes. Era una imagen imposible de albergar. Llegó a su apartamento cansada. Necesitaba dormir.
A esa hora Ana estaba sentada ante su computadora. Habían llegado dos cartas que ella leía como si fuesen las primeras y, al día siguiente, Mary leería como si fueran las últimas.

From: wriciphter@tog.uk
Toda esta gente que me aturde me impide estar tranquilo. Por favor, deciles que se vayan. Explicales que ya no tengo 18 años, que ya no corro en las manifestaciones esperando que me den un tiro en la espalda o en la cabeza; que deseo que ya no me lleven preso y me peguen en todo el cuerpo; que ya no quiero escuchar los gritos de las jóvenes torturadas mientras tengo los ojos vendados; que me niego a sentir el olor de los milicos mientras estoy sin ojos; sus voces; los escalones del cuartel; sus manos; sus rodillas; no quiero; la sensación de que me gustaría morir si tuviese un arma encima; el deseo de matar para ser; no puedo; uno dos tres muchos vietnams; tener más amigos muertos; muertos vivos; dañados; heridos; por favor, deciles que no me molesten más; esos sinijos; deciles que se vayan de aquí. Ayudame. Se me complicó la noche. Se entreabrió una puerta indeseable y es demasiado lo que hay detrás.
Mañana. Mañana. Ese es mi territorio. Que el ayer se extinga en su fuego sin que nadie pueda apagarlo ni avivarlo. Ojalá no fuese posible recordarlo. Duele demasiado. Y lo peor de todo es que sospecho que teníamos razón. ¿Y entonces? Ahora, ¿qué hacemos? Fumamos. Bebemos. Fugamos. Escribimos. La culpa de haber sobrevivido casi indemnes. ¿Indemnes?
Me eduqué como un guerrero. Pero no encuentro a mis enemigos. Quizás por tenerlos demasiados. Sé que no vas a entender esto. Y tal vez sea ésta nuestra mayor distancia. En lo más hondo sigo siendo un guerrillero, un samurai, un suicida, un utópico, un revolucionario, un qué me importa, un qué le importa a nadie, un nadie, nadie.
Absolutamente es lo que se puede llamar libertad. Tras, mientras, desde, hacia…
Y otra vez se me quedó el faisán en el tintero.

From: sumtmum@dimension.as
Se conocieron en el baño del liceo. Ambas tenían el mismo problema, la misma confusión. Se dieron cuenta apenas se miraron, allí, solas, envueltas por el olor de la creolina y el orín, indecisas entre las puertas grafiteadas de los retretes, los lavatorios descascarados, el embaldosado incompleto, los vidrios rotos y los espejos inexistentes. Las dos se cubrían el culito con las manos tratando de ocultar las manchas de una segunda menstruación que las había sorprendido en plena clase de matemáticas y de geografía, respectivamente.
Se avergonzaron primero, y después rieron, divertidas por la coincidencia. Entre las dos pensaron cómo salir del apuro. Consiguieron papel higiénico en la bedelía, entraron juntas a uno de los retretes y usaron una parte previamente humedecida para lavarse someramente, ellas y las prendas. De pronto se descubrieron desnudas de la cintura para abajo. Se miraron sin pudor los pendejitos, las nalgas, las comisuras de la pelvis, los gestos mientras separaban las piernas para colocarse el resto de papel higiénico a modo de pequeño pañal improvisado y salieron de allí disimulando la risa y apretándose la una contra la otra como ardillitas en invierno, sintiendo que se habían hecho amigas para siempre.
Y lo fueron. Al año siguiente estaban juntas a pedido expreso de ambas en la misma clase y no se separaron hasta que terminaron el liceo. Compartieron todo, los temblores del primer amor, la embriaguez del primer porro, el embole de todos, todos y cada uno de los cursos, las salidas en barra, los campamentos, las madrugadas de ensueño con música en la oscuridad, la indignación ante el mundo adulto, noches y noches de dormir en la misma cama -en casa de una o de la otra- mientras se les mezclaba el sudor en verano y la modorra en invierno, centenares de cafés con leche, miles de bizcochos y decenas de miles de mates mientras preparaban exámenes, ya de facultad, o estiraban las mañanas de verano hasta que fuese de tarde y les picara el bicho del agite.
Eran más que hermanas, eran amigas que se amaban y se conocían tanto que una no se concebía sin la otra. Dos almas gemelas y complementarias. Eran, también, felices. Hasta que conocieron a Roberto. Tres años mayor que ellas que tenían 20. El era un tipo más bien anodino, tranquilo, hasta, si se quiere, un poco aburrido y opaco. Pero las dos se enamoraron perdidamente de él. Lo descubrieron una noche de confidencias acerca de quiénes eran los hombres más apetecibles de la barra. Cuando cayeron sobre Roberto, que era nuevo en el ámbito.
—Es divino, me lo comería enterito —dijo una.
—Enterito, enterito —repitió la otra como un eco.
Esa noche decidieron que ambas estaban enamoradas de la misma persona, y que ninguna de las dos haría nada para engancharlo. Era impensable una competencia de ese tipo entre ellas. Y Roberto cayó en el limbo de los mitos.
Pero Roberto no actuó como tal y apenas un mes después se lanzó con la más alta de las dos en una fiesta descomunal cuando ya había corrido la cerveza en abundancia y un té de cucumelos para los íntimos. Ella no supo bien cómo sucedió, pero de pronto estaba con él en un rincón oscuro. Su boca se pegaba a la de Roberto, sus manos le agarraban la cabeza y sus nalgas se contraían apretándolo contra la pared. Volvieron a coger dos días después, mucho y bien.
Entre ellas no había secretos, así que la menor supo todo desde el primer beso, y continuó sabiéndolo todo, con detalles, abrazo tras abrazo. La más alta invertía más tiempo narrándole a su amiga las efusiones amorosas de Roberto que en vivirlas.
Todo se fue enrareciendo. La relación entre ellas y la de la más alta con Roberto. Pero lo que más importaba para las dos era que desde la aparición de él ambas vivían una angustia permanente, una ansiedad constante: ¿te llamó?; nos vamos a encontrar en la casa del Rulo; ¿te dice que te quiere cuando están en la cama?; hoy lo hizo, lo hizo: me bajó.
Llegaron a la conclusión de que continuaban amando al mismo hombre, y de que para seguir siendo amigas, gemelas del alma, debían compartirlo. Pero eso, se dijeron, es imposible.
—El no va a aceptar. Nadie lo aceptaría; sólo nosotras.
Pasaron varias semanas muy deprimidas. Ya no reían, no se juntaban con la barra, no escuchaban música en las noches pero dormían juntas más que antes, abrazadas más que antes, llorando como nunca. Hasta que la decisión las hizo sentirse mucho mejor, libres.
Lo citaron en un bar de la Ciudad Vieja, de tardecita. Ellas llegaron primero y pidieron una jarra de vino con tres vasos. Roberto se sorprendió de encontrarlas a las dos y no sólo a su novia, pero no le importó demasiado. La más alta levantó su vaso como para hacer un brindis.
—Estamos celebrando que nos decidimos —dijo sonriendo.
La más baja la imitó, y los dos vasos se juntaron en el aire con un chasquido, sobre el centro de la mesa de cármica.
Roberto se unió al brindis y pregunto:
—¿Se decidieron a qué?
—A decirte que... —empezó la más alta— ... que las dos estamos enamoradas de vos —completó la otra.
—Fondo blanco —provocó la más alta, y las dos empezaron a vaciar sus vasos con un trago largo.
Roberto permaneció todavía un momento con el suyo en el aire mientras la mirada se le escapaba por la ventana, detrás del vaso, y se le perdía entre las primeras luces de la noche. Aún perplejo, quizás empezando a intuir que esa sería una noche llena de sorpresas, rió nerviosamente y se empinó el vino hasta que vio el fondo blanco. Golpeó el vaso contra la mesa y dijo, sonriendo:
—No entiendo bien.
Tres minutos después se retorcía sobre el piso sucio del bar, babeando y con los ojos en blanco.
A petición expresa de ambas y en virtud de su buena conducta, comparten la misma celda de la cárcel de mujeres donde están recluidas desde hace cinco años por el delito de homicidio especialmente agravado.
Los empleados de la droguería que vendieron el arsénico no fueron penalmente responsabilizados.

Los días iban corriendo hacia el otoño. Ana y Mary se veían diariamente en el trabajo, pero por alguna razón aún confusa no se habían visitado en sus respectivos hogares. Y por un acuerdo tácito, tampoco hablaban de las cartas, aunque sí de quien las escribía. Mary aseguraba que él ya sabía que lo estaban buscando.
—No hay más que ver la última carta, Ana. Ya lo sabe —decía Mary en la cafetería del canal mientras movía la cucharita dentro del cortado.
—Puede que sí y puede que no. De cualquier forma, si alguien lo puede hallar es Don Carloncho, y eso ya lo hicimos. Nos toca esperar un poco más. Si existe, lo voy a encontrar.
—Te dije que te voy a ayudar, y lo hago. Sabés que le puse toda la polenta a la letra para la presentación del tape sobre esos rescatistas de perros extraviados. Es un SOS más grande que una casa. Lo va a ver, no te quepa duda. Pero siento la obligación de bajarte a tierra. ¿Entendés? No es pesimismo, es realismo. Trato de ayudarte un poco así, también.
—Lo sé. No te preocupes. Estamos juntas y así seguiremos.
Ana se daba cuenta de que desde que descubriera aquel documento su amiga estaba experimentando la erupción de un volcán interior. La imaginaba surcada por quereres contradictorios: querer saber y no querer, querer encontrar y no querer, querer romper y no querer, querer gritar y no querer. Sentía que, en esas circunstancias, Mary tenía una actitud muy generosa al hacerle un lugar a sus deseos, a su búsqueda que, comparada con la de su amiga, sólo el fantasma de un posible amor rescataba de la más pura frivolidad.
A solas, entre sus sollozos y suspiros, admitía que con el pasar de los días, las horas y los minutos Mary tenía cada vez más razón. Pero también se decía que nunca había querido exprimir una historia hasta la sequedad extrema como necesitaba hacerlo con ésta. Habría un antes y un después. De eso estaba completamente segura. Sus entrañas lo estaban.
Al fin de esa jornada en la que habían charlado en la cafetería, ambas recibirían una carta que las obligaría a reunirse.

From: minasia@frictesa.com.pe
Esteban (1) estaría pensando esta noche de sábado que mañana temprano debería pedirle al vecino la cortadora de pasto. Rosario (2) tendría razón: el fondo parecería un baldío. No sería agradable hacer aquel asado con esos yuyos altos como los hijos que tendrían. Además vendrían sus padres y su suegra, y habría que acomodarlos en algún lugar agradable. Sí, definitivamente cortaría el pasto.
Los padres de Rosario viven en el Buceo y disfrutan de una vejez robusta, activa, aunque los achaques se hacen sentir cada vez más. Seguramente ya se estarían preparando para el día siguiente, previendo a qué hora saldrían, si llevarían algún abrigo liviano para la tardecita “porque siempre refresca”. Ella, su madre, no habría perdido la oportunidad de cocinar su famoso flan casero que él debería llevar en el ómnibus padeciendo el martirio habitual de evitar que se le escurriese el caramelo líquido en alguna de las múltiples maniobras que debería efectuar durante el viaje.
Muy cerca de la casa de estos veteranos viviría Aníbal (3), atrás del “Salón El Progreso”, que atendería junto a su segunda esposa, Dina, con quien se hubiese casado siete años antes, cuatro años después de haberse separado de Judith (4), que se habría vuelto para Buenos Aires con los tres hijos de ambos donde trabajaría como traductora y correctora de una editorial especializada en revistas de actualidad. El mayor de los muchachos (5) estaría casado y ya tendría una nena de 16 meses que sería el principal motivo de alegría para Judith, quien no se habría casado de nuevo ni desearía hacerlo. Los otros dos trabajarían y cursarían sus respectivas facultades, de Ingeniería ella (6) y de Letras el menor (7).
Por “El Progreso” aparecería dos por tres Alberto (8), quien viviría en el Prado pero que por su trabajo de visitador médico andaría a menudo por el Buceo y por cualquier otro barrio de Montevideo. Charlatán, como siempre, soltero, para siempre, mantendría abierto el libro afectivo de las antiguas amistades y, sin proponérselo, sería el correo de novedades entre vidas que alguna vez se cruzaron y que, salvo contadísimas excepciones, se habrían separado, también para siempre.
Por Alberto se hubiese enterado Aníbal de que Marina (9) habría muerto en un accidente aéreo en Miami, adonde llegaría con su madre a visitar a Mario, violinista emigrado con suceso a la sinfónica de Orlando, y también de la muerte de Héctor (10), que habría sucumbido tras una sospechosa catrasca médica en las mutualistas del Uruguay, y de que el “Canario” Adán (11) hubiese montado una fábrica de pastas en Lagomar que se preciaría de producir deliciosos tallarines y ravioles à la mode de “la abuela”, sin colorantes, sin conservantes y sin mentir sobre los ingredientes. Así, Aníbal y Dina se hubiesen enterado por Alberto, y gracias a la honestidad de Adán y de su novia eterna, Eva (cuatro hijos en escalerita), de que los ravioles de pollo no son de pollo sino de mondongo triturado hasta el anonimato. Por eso ellos no fabricarían ravioles de pollo, porque no son rentables.
Uno de los médicos que recibiría regularmente la visita profesional de Alberto sería Manuel -antes “Manolo”- (12), quien lo atendería con alegría por su carácter jovial, sociable e interesado en el prójimo que habría conservado a pesar de haber logrado una posición económica desahogada, siendo que hubiese tenido la oportunidad de convertirse en hematólogo en Bélgica, adonde hubiese llegado siendo un joven con poca experiencia pero ya haciendo gala de una mente brillante y siempre ávida de nuevos conocimientos. Manuel viviría en una espléndida residencia con piscina en Malvín, junto a su esposa Carmen, belga, hija de españoles emigrados durante la guerra civil, camionera de vocación pero de profesión asistente social y psicóloga. Ambos compartirían el gusto por “los fierros” y la vida con sus tres hijos, dos ya adultos y el más chico en la adolescencia. Los cumpleaños de Manolo serían una institución entre los “veteranos de guerra”. Por Malvín aparecerían, en junio, el “Gallego” Luis (13), ceramista renombrado y animador sine qua non de esa fiesta; Angelita (14), que se habría consagrado a la iglesia católica y asistiría entre escandalizada y gozosa a “la” farra-encuentro con sus queridos amigos; José (15), carpintero por -según él- destino bíblico; Ruben (16), que se habría casado con Nadia y juntos tendrían dos hijos emigrados a España porque el negocio de la venta de mangueras no alcanzaría para sostener a toda la familia; y muchos, muchos más.
Javier (17), sin embargo, no iría nunca esas fiestas convencido de que la vida le habría jugado una mala pasada cuando hubiese tenido el accidente que lo dejaría sin piernas. A pesar de los cuidados de Elsa (18) su compañera, él diría siempre que hubiese sido mejor morir en aquella ruta mojada por la lluvia.
El único momento alegre de sus días lo viviría al escuchar por la radio el programa que hubiese hecho Oscar (19), que después de separarse de Sabrina (20) y de casarse con Lala (21), habría descubierto que su vocación era la radio desde la que agitaría cada mañana con un programa iconoclasta pero…

Es difícil percibir el vacío detrás del vacío, lo que falta porque faltan los 180 desaparecidos.

—¿Aló? —dijo Ana atendiendo el teléfono.
—Hola. Vos no me rebotaste esta carta, ¿verdad? —preguntó Mary.
—¿La de los desaparecidos?
—Sí. Esa.
—No, todavía no. Hace apenas un momento terminé de leerla. Pero, ¿vos ya la recibiste?
—Esto está fuera de control, Ana.
—No, calmate. Vamos a pensar…
—¿Viste lo que dice? —Mary parecía al borde de un ataque de llanto, de miedo, de nervios—. Habla de los desaparecidos. Justo ahora. ¿Por qué lo hace justo ahora? ¿Y cómo conoce mi dirección electrónica? ¿Cómo sabe de mí? No puedo más, Ana, no puedo más…
—Estoy ahí en quince minutos. Esperame —dijo Ana y colgó.