lunes, 3 de mayo de 2010



28


Habían pasado varios días sin que recibieran ninguna carta. Ana se había puesto en contacto con algunos otros supuestos expertos en descifrar identidades informáticas, pero los que parecían saber realmente algo opinaban que era una tarea imposible, que en caso de aceptarla les demandaría mucho tiempo y eso era sinónimo de dinero, harto dinero.
Francamente escéptica al respecto, Mary no había eludido acompañar a Ana en esas gestiones que, sin embargo, consideraba una carrera hacia la nada. Además, ya había dado los primeros pasos en su propia búsqueda, y las respuestas definitivas no parecían sencillas, aunque la historia fuese sin embargo cada vez más obvia.
Una tarde, después de terminar en el canal habían ido juntas a encontrarse con Dinora, la periodista que Ana conocía y que había aceptado mantener una charla con ellas sin conocer aún el motivo.
Estaban sentadas en la terraza de un bar céntrico. Era el segundo cigarrillo que Dinora encendía desde que estaban allí. Los fumaba uno tras otro. Escuchó con atención el relato de Mary, que luego fue completando con preguntas breves, concretas.
—Por los datos que me das es difícil tener alguna certeza de quién podría ser tu padre realmente. Podría ser un represor aún encubierto, sí, y también un simple colaborador más, como los hubo por miles y miles. ¿Trajiste el papel del Registro Civil? —preguntó dirigiéndose a Mary.
—Una fotocopia —respondió ella mientras le extendía un sobre Manila.
—Esto cambia todo.
Fue lo primero que dijo Dinora después de examinar la copia del documento. La charla, en realidad, comenzó a partir de ese momento. Dinora pareció irrumpir bruscamente desde un cierto profesionalismo desencantado, aletargado.
—Este es el procedimiento más típico que utilizaron los militares para encubrir la apropiación de niños cuando se trataba de bebés. Los hacían “nacer” en el Hospital Militar, al que hasta ahora nunca se le han pedido los registros de esos años para corroborar algunos casos muy sospechosos; ponían testigos cómplices dispuestos a firmar lo que fuere, y llegaban al Registro Civil con un certificado médico acreditando la edad del niño. Este paso del trámite lo cumplían en el Hospital de Niños para no recargar al Militar. ¿No tenés ese certificado? ¿No estaba junto con esto? —preguntó Dinora acelerada.
—No. No había nada más. Sólo este papel —respondió Mary.
Dinora se echó hacia atrás apoyándose en el respaldo de la silla. Miró a Ana y a Mary tratando de decidir qué tanto podía confiar en ellas. Tomó otro cigarrillo de la cajetilla que estaba sobre la mesa, lo encendió.
—Hay que entrar al Registro Civil —dijo después de exhalar el humo de la segunda pitada.
Dinora explicó que el certificado médico seguramente había quedado junto al original, y éste estaba archivado en el sótano de esa oficina pública junto a millones de otras declaraciones de nacimiento. Había que llegar hasta allí y obtener una copia o robar el certificado porque en él debería figurar el nombre del médico o la médica que en 1978 estimó la edad del bebé en dos meses y lo firmó con su puño y letra.
—¿Robarlo? ¿Yo? —preguntó Mary sorprendida mientras Ana parecía estar asistiendo a un partido de tenis de mesa.
—Yo no puedo ir, me tienen refichada. Cuando estés ahí te vas a dar cuenta de que es muy difícil copiarlo. Tal vez sea aún más arriesgado que robarlo —sentenció Dinora calmamente.
—No sé. Ni siquiera sé dónde está el Registro Civil —se atajó Mary.
—Mi problema no es conseguir que ustedes puedan entrar allí, sino que cuando salgan sean capaces de mantener la boca total y completamente cerrada –confió Dinora.
—No hay problema —se apresuró a prometer Ana—. Esto va en serio.
—Bueno. Denme unos días para arreglar los detalles –dijo la periodista—. Yo les aviso cuando haya luz verde.
—¿Y si entramos y no hay ningún certificado? –lanzó Mary cuando parecía que la charla terminaba.
—Ahí… ¡sonamos! En el Hospital no vas a encontrar nada, te lo aseguro. Si esto fracasa, el único camino posible sería ir a Buenos Aires, entrar en contacto con las Abuelas de la Plaza de Mayo y hacerte una extracción de sangre para que tu ADN sea comparado con las muestras que están depositadas en el banco genético de familiares de desaparecidos. Lleva tiempo, pero es un procedimiento muy confiable.
—O sea que… ¿vos decís que yo podría ser hija de argentinos desaparecidos y que alguien me trajo a Uruguay? —dijo Mary, conmovida.
—Creo que entiendo lo que estás sintiendo, Mary —trató de contenerla Dinora—. Pero… es verdad, no sería el primer caso. Calmate. Por ahora no te preocupes, sólo estamos tratando de descartar la hipótesis que ustedes creen la más plausible. Es posible que todo esto sean sólo apariencias similares de circunstancias distintas. Nos pasa mucho. Desgraciadamente, es más lo que no sabemos.

Se despidieron en la esquina, junto al automóvil de Ana. Mary prefirió caminar. Estaba relativamente cerca de su apartamento y necesitaba pensar, o no pensar, aún no lo sabía. Subió hasta la avenida principal donde se sintió protegida, camuflada, anónima en el caos estético y sonoro de una acera angostada por deplorables puestos callejeros y cubierta por grotescas marquesinas cuya malacara empujaba al todo hacia la intrascendencia.
Mary sentía que de pronto había descubierto otra ciudad, una suerte de paraurbe en la cual víctimas y victimarios compartían el aire, la lluvia, la vereda, la fila en el cine o frente a la caja del supermercado. Tal vez se tocaron, se miraron a los ojos sin sospechar quién, qué era cada cual. Pensó en su padre. No podía imaginar la tortura o el asesinato de prisioneros, mucho menos figurarse a su padre cometiendo esos crímenes. Era una imagen imposible de albergar. Llegó a su apartamento cansada. Necesitaba dormir.
A esa hora Ana estaba sentada ante su computadora. Habían llegado dos cartas que ella leía como si fuesen las primeras y, al día siguiente, Mary leería como si fueran las últimas.

From: wriciphter@tog.uk
Toda esta gente que me aturde me impide estar tranquilo. Por favor, deciles que se vayan. Explicales que ya no tengo 18 años, que ya no corro en las manifestaciones esperando que me den un tiro en la espalda o en la cabeza; que deseo que ya no me lleven preso y me peguen en todo el cuerpo; que ya no quiero escuchar los gritos de las jóvenes torturadas mientras tengo los ojos vendados; que me niego a sentir el olor de los milicos mientras estoy sin ojos; sus voces; los escalones del cuartel; sus manos; sus rodillas; no quiero; la sensación de que me gustaría morir si tuviese un arma encima; el deseo de matar para ser; no puedo; uno dos tres muchos vietnams; tener más amigos muertos; muertos vivos; dañados; heridos; por favor, deciles que no me molesten más; esos sinijos; deciles que se vayan de aquí. Ayudame. Se me complicó la noche. Se entreabrió una puerta indeseable y es demasiado lo que hay detrás.
Mañana. Mañana. Ese es mi territorio. Que el ayer se extinga en su fuego sin que nadie pueda apagarlo ni avivarlo. Ojalá no fuese posible recordarlo. Duele demasiado. Y lo peor de todo es que sospecho que teníamos razón. ¿Y entonces? Ahora, ¿qué hacemos? Fumamos. Bebemos. Fugamos. Escribimos. La culpa de haber sobrevivido casi indemnes. ¿Indemnes?
Me eduqué como un guerrero. Pero no encuentro a mis enemigos. Quizás por tenerlos demasiados. Sé que no vas a entender esto. Y tal vez sea ésta nuestra mayor distancia. En lo más hondo sigo siendo un guerrillero, un samurai, un suicida, un utópico, un revolucionario, un qué me importa, un qué le importa a nadie, un nadie, nadie.
Absolutamente es lo que se puede llamar libertad. Tras, mientras, desde, hacia…
Y otra vez se me quedó el faisán en el tintero.

From: sumtmum@dimension.as
Se conocieron en el baño del liceo. Ambas tenían el mismo problema, la misma confusión. Se dieron cuenta apenas se miraron, allí, solas, envueltas por el olor de la creolina y el orín, indecisas entre las puertas grafiteadas de los retretes, los lavatorios descascarados, el embaldosado incompleto, los vidrios rotos y los espejos inexistentes. Las dos se cubrían el culito con las manos tratando de ocultar las manchas de una segunda menstruación que las había sorprendido en plena clase de matemáticas y de geografía, respectivamente.
Se avergonzaron primero, y después rieron, divertidas por la coincidencia. Entre las dos pensaron cómo salir del apuro. Consiguieron papel higiénico en la bedelía, entraron juntas a uno de los retretes y usaron una parte previamente humedecida para lavarse someramente, ellas y las prendas. De pronto se descubrieron desnudas de la cintura para abajo. Se miraron sin pudor los pendejitos, las nalgas, las comisuras de la pelvis, los gestos mientras separaban las piernas para colocarse el resto de papel higiénico a modo de pequeño pañal improvisado y salieron de allí disimulando la risa y apretándose la una contra la otra como ardillitas en invierno, sintiendo que se habían hecho amigas para siempre.
Y lo fueron. Al año siguiente estaban juntas a pedido expreso de ambas en la misma clase y no se separaron hasta que terminaron el liceo. Compartieron todo, los temblores del primer amor, la embriaguez del primer porro, el embole de todos, todos y cada uno de los cursos, las salidas en barra, los campamentos, las madrugadas de ensueño con música en la oscuridad, la indignación ante el mundo adulto, noches y noches de dormir en la misma cama -en casa de una o de la otra- mientras se les mezclaba el sudor en verano y la modorra en invierno, centenares de cafés con leche, miles de bizcochos y decenas de miles de mates mientras preparaban exámenes, ya de facultad, o estiraban las mañanas de verano hasta que fuese de tarde y les picara el bicho del agite.
Eran más que hermanas, eran amigas que se amaban y se conocían tanto que una no se concebía sin la otra. Dos almas gemelas y complementarias. Eran, también, felices. Hasta que conocieron a Roberto. Tres años mayor que ellas que tenían 20. El era un tipo más bien anodino, tranquilo, hasta, si se quiere, un poco aburrido y opaco. Pero las dos se enamoraron perdidamente de él. Lo descubrieron una noche de confidencias acerca de quiénes eran los hombres más apetecibles de la barra. Cuando cayeron sobre Roberto, que era nuevo en el ámbito.
—Es divino, me lo comería enterito —dijo una.
—Enterito, enterito —repitió la otra como un eco.
Esa noche decidieron que ambas estaban enamoradas de la misma persona, y que ninguna de las dos haría nada para engancharlo. Era impensable una competencia de ese tipo entre ellas. Y Roberto cayó en el limbo de los mitos.
Pero Roberto no actuó como tal y apenas un mes después se lanzó con la más alta de las dos en una fiesta descomunal cuando ya había corrido la cerveza en abundancia y un té de cucumelos para los íntimos. Ella no supo bien cómo sucedió, pero de pronto estaba con él en un rincón oscuro. Su boca se pegaba a la de Roberto, sus manos le agarraban la cabeza y sus nalgas se contraían apretándolo contra la pared. Volvieron a coger dos días después, mucho y bien.
Entre ellas no había secretos, así que la menor supo todo desde el primer beso, y continuó sabiéndolo todo, con detalles, abrazo tras abrazo. La más alta invertía más tiempo narrándole a su amiga las efusiones amorosas de Roberto que en vivirlas.
Todo se fue enrareciendo. La relación entre ellas y la de la más alta con Roberto. Pero lo que más importaba para las dos era que desde la aparición de él ambas vivían una angustia permanente, una ansiedad constante: ¿te llamó?; nos vamos a encontrar en la casa del Rulo; ¿te dice que te quiere cuando están en la cama?; hoy lo hizo, lo hizo: me bajó.
Llegaron a la conclusión de que continuaban amando al mismo hombre, y de que para seguir siendo amigas, gemelas del alma, debían compartirlo. Pero eso, se dijeron, es imposible.
—El no va a aceptar. Nadie lo aceptaría; sólo nosotras.
Pasaron varias semanas muy deprimidas. Ya no reían, no se juntaban con la barra, no escuchaban música en las noches pero dormían juntas más que antes, abrazadas más que antes, llorando como nunca. Hasta que la decisión las hizo sentirse mucho mejor, libres.
Lo citaron en un bar de la Ciudad Vieja, de tardecita. Ellas llegaron primero y pidieron una jarra de vino con tres vasos. Roberto se sorprendió de encontrarlas a las dos y no sólo a su novia, pero no le importó demasiado. La más alta levantó su vaso como para hacer un brindis.
—Estamos celebrando que nos decidimos —dijo sonriendo.
La más baja la imitó, y los dos vasos se juntaron en el aire con un chasquido, sobre el centro de la mesa de cármica.
Roberto se unió al brindis y pregunto:
—¿Se decidieron a qué?
—A decirte que... —empezó la más alta— ... que las dos estamos enamoradas de vos —completó la otra.
—Fondo blanco —provocó la más alta, y las dos empezaron a vaciar sus vasos con un trago largo.
Roberto permaneció todavía un momento con el suyo en el aire mientras la mirada se le escapaba por la ventana, detrás del vaso, y se le perdía entre las primeras luces de la noche. Aún perplejo, quizás empezando a intuir que esa sería una noche llena de sorpresas, rió nerviosamente y se empinó el vino hasta que vio el fondo blanco. Golpeó el vaso contra la mesa y dijo, sonriendo:
—No entiendo bien.
Tres minutos después se retorcía sobre el piso sucio del bar, babeando y con los ojos en blanco.
A petición expresa de ambas y en virtud de su buena conducta, comparten la misma celda de la cárcel de mujeres donde están recluidas desde hace cinco años por el delito de homicidio especialmente agravado.
Los empleados de la droguería que vendieron el arsénico no fueron penalmente responsabilizados.

Los días iban corriendo hacia el otoño. Ana y Mary se veían diariamente en el trabajo, pero por alguna razón aún confusa no se habían visitado en sus respectivos hogares. Y por un acuerdo tácito, tampoco hablaban de las cartas, aunque sí de quien las escribía. Mary aseguraba que él ya sabía que lo estaban buscando.
—No hay más que ver la última carta, Ana. Ya lo sabe —decía Mary en la cafetería del canal mientras movía la cucharita dentro del cortado.
—Puede que sí y puede que no. De cualquier forma, si alguien lo puede hallar es Don Carloncho, y eso ya lo hicimos. Nos toca esperar un poco más. Si existe, lo voy a encontrar.
—Te dije que te voy a ayudar, y lo hago. Sabés que le puse toda la polenta a la letra para la presentación del tape sobre esos rescatistas de perros extraviados. Es un SOS más grande que una casa. Lo va a ver, no te quepa duda. Pero siento la obligación de bajarte a tierra. ¿Entendés? No es pesimismo, es realismo. Trato de ayudarte un poco así, también.
—Lo sé. No te preocupes. Estamos juntas y así seguiremos.
Ana se daba cuenta de que desde que descubriera aquel documento su amiga estaba experimentando la erupción de un volcán interior. La imaginaba surcada por quereres contradictorios: querer saber y no querer, querer encontrar y no querer, querer romper y no querer, querer gritar y no querer. Sentía que, en esas circunstancias, Mary tenía una actitud muy generosa al hacerle un lugar a sus deseos, a su búsqueda que, comparada con la de su amiga, sólo el fantasma de un posible amor rescataba de la más pura frivolidad.
A solas, entre sus sollozos y suspiros, admitía que con el pasar de los días, las horas y los minutos Mary tenía cada vez más razón. Pero también se decía que nunca había querido exprimir una historia hasta la sequedad extrema como necesitaba hacerlo con ésta. Habría un antes y un después. De eso estaba completamente segura. Sus entrañas lo estaban.
Al fin de esa jornada en la que habían charlado en la cafetería, ambas recibirían una carta que las obligaría a reunirse.

From: minasia@frictesa.com.pe
Esteban (1) estaría pensando esta noche de sábado que mañana temprano debería pedirle al vecino la cortadora de pasto. Rosario (2) tendría razón: el fondo parecería un baldío. No sería agradable hacer aquel asado con esos yuyos altos como los hijos que tendrían. Además vendrían sus padres y su suegra, y habría que acomodarlos en algún lugar agradable. Sí, definitivamente cortaría el pasto.
Los padres de Rosario viven en el Buceo y disfrutan de una vejez robusta, activa, aunque los achaques se hacen sentir cada vez más. Seguramente ya se estarían preparando para el día siguiente, previendo a qué hora saldrían, si llevarían algún abrigo liviano para la tardecita “porque siempre refresca”. Ella, su madre, no habría perdido la oportunidad de cocinar su famoso flan casero que él debería llevar en el ómnibus padeciendo el martirio habitual de evitar que se le escurriese el caramelo líquido en alguna de las múltiples maniobras que debería efectuar durante el viaje.
Muy cerca de la casa de estos veteranos viviría Aníbal (3), atrás del “Salón El Progreso”, que atendería junto a su segunda esposa, Dina, con quien se hubiese casado siete años antes, cuatro años después de haberse separado de Judith (4), que se habría vuelto para Buenos Aires con los tres hijos de ambos donde trabajaría como traductora y correctora de una editorial especializada en revistas de actualidad. El mayor de los muchachos (5) estaría casado y ya tendría una nena de 16 meses que sería el principal motivo de alegría para Judith, quien no se habría casado de nuevo ni desearía hacerlo. Los otros dos trabajarían y cursarían sus respectivas facultades, de Ingeniería ella (6) y de Letras el menor (7).
Por “El Progreso” aparecería dos por tres Alberto (8), quien viviría en el Prado pero que por su trabajo de visitador médico andaría a menudo por el Buceo y por cualquier otro barrio de Montevideo. Charlatán, como siempre, soltero, para siempre, mantendría abierto el libro afectivo de las antiguas amistades y, sin proponérselo, sería el correo de novedades entre vidas que alguna vez se cruzaron y que, salvo contadísimas excepciones, se habrían separado, también para siempre.
Por Alberto se hubiese enterado Aníbal de que Marina (9) habría muerto en un accidente aéreo en Miami, adonde llegaría con su madre a visitar a Mario, violinista emigrado con suceso a la sinfónica de Orlando, y también de la muerte de Héctor (10), que habría sucumbido tras una sospechosa catrasca médica en las mutualistas del Uruguay, y de que el “Canario” Adán (11) hubiese montado una fábrica de pastas en Lagomar que se preciaría de producir deliciosos tallarines y ravioles à la mode de “la abuela”, sin colorantes, sin conservantes y sin mentir sobre los ingredientes. Así, Aníbal y Dina se hubiesen enterado por Alberto, y gracias a la honestidad de Adán y de su novia eterna, Eva (cuatro hijos en escalerita), de que los ravioles de pollo no son de pollo sino de mondongo triturado hasta el anonimato. Por eso ellos no fabricarían ravioles de pollo, porque no son rentables.
Uno de los médicos que recibiría regularmente la visita profesional de Alberto sería Manuel -antes “Manolo”- (12), quien lo atendería con alegría por su carácter jovial, sociable e interesado en el prójimo que habría conservado a pesar de haber logrado una posición económica desahogada, siendo que hubiese tenido la oportunidad de convertirse en hematólogo en Bélgica, adonde hubiese llegado siendo un joven con poca experiencia pero ya haciendo gala de una mente brillante y siempre ávida de nuevos conocimientos. Manuel viviría en una espléndida residencia con piscina en Malvín, junto a su esposa Carmen, belga, hija de españoles emigrados durante la guerra civil, camionera de vocación pero de profesión asistente social y psicóloga. Ambos compartirían el gusto por “los fierros” y la vida con sus tres hijos, dos ya adultos y el más chico en la adolescencia. Los cumpleaños de Manolo serían una institución entre los “veteranos de guerra”. Por Malvín aparecerían, en junio, el “Gallego” Luis (13), ceramista renombrado y animador sine qua non de esa fiesta; Angelita (14), que se habría consagrado a la iglesia católica y asistiría entre escandalizada y gozosa a “la” farra-encuentro con sus queridos amigos; José (15), carpintero por -según él- destino bíblico; Ruben (16), que se habría casado con Nadia y juntos tendrían dos hijos emigrados a España porque el negocio de la venta de mangueras no alcanzaría para sostener a toda la familia; y muchos, muchos más.
Javier (17), sin embargo, no iría nunca esas fiestas convencido de que la vida le habría jugado una mala pasada cuando hubiese tenido el accidente que lo dejaría sin piernas. A pesar de los cuidados de Elsa (18) su compañera, él diría siempre que hubiese sido mejor morir en aquella ruta mojada por la lluvia.
El único momento alegre de sus días lo viviría al escuchar por la radio el programa que hubiese hecho Oscar (19), que después de separarse de Sabrina (20) y de casarse con Lala (21), habría descubierto que su vocación era la radio desde la que agitaría cada mañana con un programa iconoclasta pero…

Es difícil percibir el vacío detrás del vacío, lo que falta porque faltan los 180 desaparecidos.

—¿Aló? —dijo Ana atendiendo el teléfono.
—Hola. Vos no me rebotaste esta carta, ¿verdad? —preguntó Mary.
—¿La de los desaparecidos?
—Sí. Esa.
—No, todavía no. Hace apenas un momento terminé de leerla. Pero, ¿vos ya la recibiste?
—Esto está fuera de control, Ana.
—No, calmate. Vamos a pensar…
—¿Viste lo que dice? —Mary parecía al borde de un ataque de llanto, de miedo, de nervios—. Habla de los desaparecidos. Justo ahora. ¿Por qué lo hace justo ahora? ¿Y cómo conoce mi dirección electrónica? ¿Cómo sabe de mí? No puedo más, Ana, no puedo más…
—Estoy ahí en quince minutos. Esperame —dijo Ana y colgó.






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