sábado, 15 de mayo de 2010



Pido disculpas por este intervalo no deseado durante el cual no pude mantener el ritmo de las entregas.


Llega al final la publicación "on line" de esta novela que mucho me gustó escribir y otro tanto compartir con todos y todas ustedes, pocos o muchas, eso no es lo que más importa.


Deseo que hayan disfrutado algo con su lectura.


Muchas gracias.

Carlos Amorín Aguirre






29

La encontró desfigurada por una garra que le desencajaba el rostro, la garra del dolor con su mueca inconfundible. La abrazó mientras lloraba, que fue mucho. La animó a darse una ducha caliente mientras ella improvisaba una cena frugal. Antes de acostarse –Ana se quedó a dormir allí- se pusieron de acuerdo en que el juego había efectivamente terminado. Mary no quería recibir más cartas, y Ana no creía que alguna de las dos volviera a recibirlas. Por suerte era viernes. Tenían todo el fin de semana por delante para recuperarse del golpe y prepararse para el lunes, el día marcado por Dinora para entrar subrepticiamente al sótano del Registro Civil.

Dinora les había dicho que se vistieran de forma que no llamaran la atención. Un vaquero, una camiseta de algodón, nada raro. Entraron al hall de la planta baja y se dirigieron a la ventanilla de Informes. Cuando llegó el turno de ellas Ana preguntó por la señora Jiménez, según lo convenido. Debían esperar a un lado de la fila. La señora Jiménez llegó apenas cinco minutos después.
—Hola, ¿qué tal? —dijo estrechándoles la mano a ambas—. ¿Cuál de ustedes es Mary? —preguntó.
—Yo —respondió Mary señalándose a sí misma.
—Muy bien. Vengan conmigo.
La señora Jiménez salió caminando delante de ellas y sin mirar una sola vez hacia atrás las condujo detrás del mostrador donde se atiende al público, recorrió tres lúgubres corredores internos hasta que abrió una puerta que parecía igual a las otras y que daba a una escalera. Encendió la luz y fue bajando los escalones como si los conociera de memoria. Otra puerta. Otra luz. Estaban en el sótano. El techo era muy alto, y de arriba hasta abajo, ordenados en estantes metálicos, había grandes libracos encuadernados en rojo algunos y en azul otros. Muchos eran muy antiguos. Se veían amarillentos. La señora Jiménez avanzó por algo así como la nave central de aquella guardería de la memoria de papel. No se detuvo hasta llegar al fondo, donde había una puerta que parecía de metal, bien conservada. En su mano apareció una llave que introdujo en la cerradura, dos giros y la puerta se abrió como cualquier otra. La señora Jiménez se paró en la puerta y con su mano izquierda encendió una luz dentro de la habitación que era una réplica de la anterior, pero más pequeña.
­—Este es el archivo de las inscripciones tardías. Están todas acá porque son confidenciales. Nadie sabe bien por qué, pero es así. Están enteradas de que no puedo quedarme ni dejarles la puerta abierta. Tienen 20 minutos para encontrar lo que necesitan —dijo la señora Jiménez que, hasta ese momento, había mantenido una actitud completamente neutra, profesional. Pero antes de irse, tomó las manos de Mary y todo se explicó.
—M’hijita —dijo tiernamente—. Mi sobrina tendría ahora tu edad si esos perros no la hubiesen matado en el vientre de mi hermana. Ojalá no seas lo que sospechás, porque es muy duro. Pero si lo sos, tenés que saber que contás con muchos de nosotros. Nunca estarás sola —terminó, emocionada.
Mary aún no sabía reaccionar antes estas situaciones que para ella eran completamente nuevas.
—Gracias, muchas gracias, señora —atinó a decir sin sonreír.
Apenas se cerró la puerta Mary sacó una libreta de su bolso donde había anotado el número de expediente de su inscripción tardía. Les costó un poco encontrar el libraco correspondiente, y como era muy pesado lo pusieron en el piso para buscar más cómodamente. Mientras pasaban las páginas iban leyendo retazos de vidas. Vieron otras dos anotaciones muy parecidas a la de Mary, cuyo corazón aleteaba como una mariposa en la playa.
—Es ésta. Acá está —dijo Ana poniendo su dedo índice sobre un número impreso en tinta negra.
Era el original del documento que Mary tenía en su poder, pero no había nada más, ningún certificado adjunto, ninguna aclaración al dorso, ninguna firma diferente. Eran simplemente dos gotas de agua. Mary se recostó a la pared.
—¡No hay un carajo! —exclamó.
Ana dejó pasar un momento y luego empezó a devolver las páginas hacia el lado derecho del libraco y poder así cerrarlo. Se puso de pie, levantó el pesado archivo y trató de ponerlo nuevamente en su lugar del estante donde lo habían encontrado, pero era demasiado pesado para ella sola.
—¡Mary! —llamó—, ayudame que se me cae…
Mary se levantó presurosa y entre las dos salieron del trance. En ese mismo momento se escucharon los pasos de la señora Jiménez, la llave en la cerradura, la puerta abriéndose.
—No me digan nada. No estaba el certificado, ¿no es así? —dijo al ver sus expresiones de frustración, y continuó, sin esperar respuesta—. No se desalienten. Hubo otros casos así que se terminaron aclarando. Pero que no haya un certificado médico es una razón para alimentar más sospechas, porque aquí, con dictadura y todo, la mayor parte de nosotros hicimos las cosas bien. Pero hubo otros que se prestaron para cualquier chanchullo, especialmente para éstos. En nuestro mundillo interno, todos sabemos que una inscripción tardía sin certificado médico sólo puede hacerla alguien con mucha banca.
—Gracias. Muchas gracias por todo, señora —le dijo Ana cuando atravesaron el mostrador y se encaminaron hacia la calle. Mary se despidió con un beso, pero no le salió una sola palabra.

Era domingo. El verano se iba enfriando casi día a día. Ana había pasado la mañana estudiando una propuesta laboral de otro canal. No había tanto glamour, pero sí un poco más de carácter. Era una oportunidad para inyectarle una faceta interesante a su personaje televisivo. El dinero, sin embargo, era casi el mismo.
Habían pasado casi 20 días desde que fueran a visitar a Don Carlos y no tenía ninguna novedad. Decidió no esperar más.
—Alo, Don Carlos. Habla Ana.
—Reconozco su voz. Sé que le di esperanzas de que podría saber algo en una semana. Tengo una buena y una mala. ¿Cuál quiere primero?
Ana no pudo contestar. Estaba predispuesta a que Don Carlos le comunicara un completo fracaso, incluso hasta podía aceptar una respuesta evasiva, descomprometida, pero no esperaba que su deseo pudiese estar al alcance de su mano.
Don Carlos resolvió el impasse.
—Le doy primero la buena: creo que sé quién le estuvo enviando esas cartas. ¡Ojo! Es un “creo”, no un “estoy completamente seguro”. No la llamé hasta ahora por la mala noticia.
—¿Tiene un nombre? —atropelló Ana.
—¿No quiere saber la mala primero? Mire que importa, ehh?
—Dígame el nombre.
—Como quiera. Sería un tal Mario Dávalos. El problema es que no lo encuentro por ningún lado. Es como si se lo hubiese tragado la tierra con computadora y todo. Por eso violo nuestro acuerdo y le confío esta identidad. Si yo no lo encuentro, usted…
—¿Qué me está diciendo? —dijo Ana, confundida.
—Oh, señorita Ana, disculpe mi liviandad. Sé que para usted esto es importante. No debí ser tan crudo…
—¿Se llama Mario Dávalos y desapareció? ¿Eso es lo que me dice?
—Sí. En esencia, es eso.
—¿Puedo ir a su casa para que hablemos de esto personalmente?
—No. De ninguna manera —respondió Carloncho, cortante.
—Por favor —rogó Ana.
—Lo siento mucho. No me apene, Ana. No tengo nada más que decirle. Que tenga suerte.

Carloncho dejó el teléfono sobre el escritorio de su oficina doméstica, muy parecida a la sala de controles de una nave espacial. Tenía cuatro monitores delante suyo, en la primera línea, y muchos otros detrás, además de consolas y tableros, parlantes y muebles futuristas.
Ana lo había llamado cuando estaba a punto de cumplir el último encargo que le había dejado su amigo: enviar la carta final. La llamada le dio deseos de volver a leerla antes de enviarla.

¿Por qué? Sí. ¿Por qué? Sé que estás tratando de encontrarme.
¿Sabés lo que buscás? A esta altura de la historia no sería demasiado difícil hallarme. Te costaría un laberinto y tres salas de espejos, tal vez medio tren fantasma, pero, creéme: no vivimos en el mismo parque de diversiones. ¿Ya me pusiste rostro? ¿O disponés de varias posibilidades, para no desilusionarte, por si las moscas; quién te dice que a la vuelta de una esquina...? ¿Ya tengo zapatos? ¿Te invité a cenar en un restorán elegante y discreto? ¿Bailamos boleros en tu apartamento? No, claro, ya sé: ¡nos duchamos juntos! ¿O me dijiste que debo leer alguna novela de un autor joven y español?
Sí, así es, siempre tengo el filo a mano. Debo sobrevivir un poco más. ¿Sabés lo que buscas? La idea de lo que somos es mucho mejor que nosotros. No hay mirada que te pueda revolver el alma mejor que la imaginada, la deseada. ¿Qué es la piel al cabo de un día, y otro, y otro...? ¿Qué pasión es la previsible? ¿Qué cuerpo no termina formando hueco en un colchón? ¿Qué milagro evita la gestión del desayuno? ¿Qué beso no acaba por aprenderse? ¿Qué amor el tiempo no convierte en fraternidad? ¿Qué íntima condena no empezó siendo dulce y cadena? ¿Qué hábito no provoca vicio? ¿Qué exceso no fue virtud? ¿Qué rencor no fue furia? ¿Qué venganza no fue dolor? ¿Qué traición no fue indiferencia que fue lejanía que fue ternura de dos que fueron uno y todas fueron mutuas? ¿Qué cantera no se agota? ¿Qué grito repetido no se vuelve ruido? ¿Qué aventureros no terminan sacando pasaje de ida y vuelta? ¿Qué televisor no resulta, al fin, demasiado chico? ¿Qué soledad no es deseada? ¿Qué recuerdos no se ajan? ¿Qué es mustio sin abandono? ¿Qué podremos dar que no hayamos dado? Y de lo que queda, ¿qué hay para ver que no quepa en letras?
No. No queda nada.
Una cama, un cansancio, la misma pregunta: ¿dónde estoy?

—Estás tan rabioso, amigo mío, tan frágil —dijo Carloncho en voz alta cuando terminó de releer la carta—. Así que querés la opción dos… —continuó hablándose a sí mismo—, y te voy a dar la dos, sí, pero la dos menos cuarto. Esta carta no se va a ningún lado, se queda con Papi.
Guardó la carta en una carpeta llamada “Ana” y seleccionó el comando “Deshacer” varias veces consecutivas.
Se recostó en el respaldo de una silla que parecía robada de una exposición de diseño de muebles de 2088, cruzó las manos detrás de su cabeza, puso los pies sobre el escritorio y, mientras cantaba, se quedó mirando cómo algunos archivos se iban restituyendo a los servidores de los cuales los había extraído unas horas antes.
—All you need is love, pa pa ra pa pám, all you need is love, pa pa ra pa pám…

Un par de días después Ana había reunido coraje suficiente para iniciar una investigación que, sabía, sería breve y bastante infructuosa. Había decidido no involucrar a Mary en la búsqueda.
Lo esencial lo supo por internet. Aquí y allá, Mario Dávalos había dejado algunos rastros de su pasaje por la vida pública. Aparecía en la página web de la embajada de Francia integrando una lista de uruguayos que habían estado exiliados en aquel país. Fue a la embajada, pero sólo supo que se había registrado en la biblioteca del centro cultural de la sede diplomática, y que en el formulario había declarado ser un desexiliado lo que le daba la posibilidad de retirar material por más tiempo y sin costo alguno.
—Comó quien dicé: los desexiliadós son amigós de la casá —comentó el flacucho del otro lado del mostrador. Pero fue lo único que le dijo. Los datos que tenían allí eran “totalmenté confidencialés”.
La lista parecía haber sido confeccionada con más base en un abuso de confianza de algún funcionario de la embajada antes que en una inscripción voluntaria de los concernidos.
El nombre de un Mario Dávalos sociólogo aparecía también vinculado a varios trabajos académicos presentados en la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas. Eran todas investigaciones de campo escritas en coautoría con otros colegas. La última que lo incluía tenía fecha de hacía siete años. En la Facultad un viejo funcionario aún recordaba a un docente joven y brillante que, sin razón aparente, renunció a su cargo de grado 4. Pero eso había ocurrido hacía años, tal vez ocho o nueve años, calculó el informante.
Eso era todo, a excepción de una foto de grupo tomada en ocasión de la despedida de un saxofonista cubano que viajaba a Canadá contratado para integrar una banda de viejos jazzistas. La imagen integraba la galería de fotos del Hot Club, un bolichón de mala muerte al que ella no recordaba haber ido. Al pie se detallaban los nombres de los fotografiados. Uno era Mario Dávalos, el segundo desde la izquierda. No se correspondía en casi nada a la imagen que Ana tenía en mente, creada sobre todo a partir de su memoria epidérmica. Usaba saco y una corbata desprolijamente aflojada. Cabello castaño, complexión mediana, aunque era más bien delgado. La forma de la cara parecía un poco redonda. Estaba abrazado con los que estaban a su lado, como si fueran un equipo de fútbol apretado entre las mesas y con la barra de fondo. Era el único que no sonreía. La foto se había tomado hacía seis meses.
Esa noche, mientras bajaba las escaleras del Hot Club se dio cuenta de ya había estado allí. Recordó en qué mesa se había sentado junto a sus amigos en aquella ocasión y la ocupó nuevamente. Estaba sola, y guapeó bancando las miradas de la concurrencia.
—Sapo de otro pozo –pensó con razón que pensaban todos.
Preguntó primero con discreción y después abiertamente. Sí, había sido un habitué del lugar aunque nadie conocía de él más que su nombre, y eso porque de vez en cuando recibía llamadas telefónicas en la barra del club.
—Pero ahora hace semanas que no lo vemos. Le debe haber pasado algo porque venía casi todos los días –le informó el barman. Cuando ya subía las escaleras para irse la llamó, haciéndole señas de que se acercara a la barra.
­—Disculpe la indiscreción, pero ¿para qué lo busca? —le preguntó en tono de confidencia.
—Tengo algo que es de él, y quiero dárselo en persona –respondió Ana.
—¿Usted no es la que aparece en televisión?
—Sí, soy yo.
—Disculpe, ¿no? Pero usted no parece el tipo de mujer para él. Le voy a decir algo: últimamente andaba muy desmejorado. Siempre se paraba en aquella punta, y de ahí no lo movía ni Cristo.
Ana miró el extremo contrario de la barra, trató de colocar en ese lugar la imagen de la foto, pero no pudo. Había mucho ruido, mucho olor a sudor mezclado con perfume francés, y quería salir de ahí cuanto antes.
—Si lo ve, no le diga que lo estoy buscando —dijo a modo de despedida.

Esa noche Ana soñó que estaba en el Hot Club. La acción se desarrollaba en una cámara muy lenta. Ella y todos usaban máscaras. Su mirada recorría el salón en un paneo extremadamente lento. Buscaba un rostro en la penumbra. Cuando llegó a la punta de la barra lo vio allí, de pie, la corbata floja, el traje arrugado, mal afeitado, y sus miradas se cruzaron.
Despertó sobresaltada, sudando, sintiendo aquella mirada aún pesando en la suya. Había recordado en sueños el momento exacto en el que eso había ocurrido. No alcanzaba a comprenderlo, porque hasta esa madrugada ni siquiera sabía que tenía ese recuerdo, pero la vivencia era tan fuerte que no precisaba entenderla. Esa noche supo que algo definitivo se había instalado en su alma.


Tres años después, Ana bajaba del tren turístico que atraviesa las serranías entre Curitiba y Paranaguá, donde aún sobreviven los últimos relictos del bosque atlántico que originalmente cubría gran parte del litoral brasileño. Estaba allí junto a su equipo filmando una producción especial para un nuevo programa televisivo que conducía desde hacía un par de años. Había tenido mucho éxito y, junto a Mary y otras dos mujeres muy creativas, era ahora propietaria de una productora independiente con la cual, la mitad de las veces, lograban hacer lo que querían. Y, en el contexto, eso era mucho. Cargaron el equipaje en una camioneta que los estaba esperando y pidieron que los llevaran al puerto. Rabiaban por una cerveza helada.

Ana había regresado algunas veces al Hot Club, más airada, creía, que esperanzada. Don Carlos había tenido razón: a Mario Dávalos se lo tragó la tierra.

Mary había investigado a fondo el pasado de sus padres, y el suyo propio. Aún no tenía pruebas, pero estaba totalmente segura de que Walter, su padre, había sido un civil entre los comandos militares que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. Con respecto a su origen, sólo le faltaba dar el último paso: cruzar hasta Buenos Aires y hacerse el examen de sangre. Pero sentía que aún no estaba preparada.
—Tal vez el año entrante —se decía.
Desde hacía un tiempo vivía con Raúl, el camarógrafo y editor del equipo. Tenía algunos años más que ella, y eso parecía sentarles muy bien.

Habían juntado dos mesas en la terraza de uno de los barcitos que envuelven el puerto deportivo de Paranaguá, un lugar a escala humana propio de esa pequeña ciudad con algo más de cien mil habitantes. El muelle no tiene muros, rejas o protección de otro tipo. Las lanchas multicolores y algún que otro bote más importante simplemente anclan allí, amarrados a lo que parece más una vereda veneciana que un muelle. Ana había venido presionando durante todo el viaje para que el equipo cruzara a la Ilha do Mel, una pequeña isla ubicada cerca de allí que había sido declarada oficialmente reserva ecológica. Según Ana, los pocos isleños que la habitaban se habían puesto de acuerdo en algunas normas básicas para preservar el lugar. Pero todos decían estar muy cansados y a nadie le interesaba tanto una islita ecologista como para seguir de viaje.
Todavía no habían terminado de definir lo que cada uno ordenaría cuando Ana, que se había sentado en una de las cabeceras, vio que en el interior del bar un hombre se acercó al mostrador y pagó su consumo. Continuaba mirándolo cuando salió caminando lentamente en dirección al muelle. Pasó muy cerca sin siquiera mirarlos. Tenía unos 45 años, la barba algo crecida y vestía como todos allí. Ana lo vio detenerse ante un bote de mediano porte, construido en madera y pintado de colores vivos: rojo, verde, amarillo y blanco. Dos personas terminaban de pasar al bote la carga de un pequeño camión estacionado al borde del muelle. Lo observó ayudando a los hombres con las últimas cajas, pagarles, desamarrar, encender el motor de la embarcación que se fue alejando lentamente en dirección al mar abierto. En letras grandes y coloridas, pintado sobre la popa, se leía: “Pousada Arcadia”.

Unas horas después, como todas las tardes , el “João XXIII”, un pequeño bote de pasajeros que hacía la travesía desde Paranaguá hasta Ilha do Mel, entró en la ensenada. Se arrimó lo más que pudo a la playa y se detuvo entre varios botes multicolores que flotaban anclados en la arena seca de la costa. Ella vio que uno de ellos tenía pintado en la popa “Pousada Arcadia”. Habituados a vivir en una isla sin muelles, sin vehículos con motores a explosión y hasta hacía poco sin electricidad ni teléfono, los lugareños saltaban fuera del barco y terminaban el trayecto con el agua en la cintura, sosteniendo en alto lo que no debía mojarse. Los turistas dudaban, pero al fin también se tiraban al agua con la cámara digital en la cabeza.



Desde el alero de la posada la vio salir del agua con la falda mojada pegándose a sus piernas, a sus caderas, hacerle una pregunta al barquero que le respondió señalando el morro y tomar el camino al poblado.
—¡Hijo de puta! Me cagaste… —masculló pensando en Carloncho, a quien imaginó sentado al borde de la piscina con los pies dentro del agua y una sonrisa socarrona en los labios— …me cagaste… o me salvaste.
Se sentó apoyando los pies descalzos sobre la baranda y esperó. Quince minutos después ella terminaba de subir la pequeña cuesta cuando lo vio allí, sentado, con los pies sobre la baranda. El se levantó sin prisa y se paró al fin de la escalera.
—Mario Dávalos —afirmó Ana.
—Algo —respondió él.






FIN






No hay comentarios: