sábado, 27 de febrero de 2010




8


Varias horas después, encandilado por el sol del mediodía, vio el automóvil casi partido en dos, la columna de hormigón talada de un golpe, la sangre seca en todas partes, las moscas. Se dijo que allí había estado la muerte y que nada podría haber hecho. De todas formas, nadie esperaba que él o cualquiera hiciesen algo. Encendió un cigarro y se sentó a la sombra del amasijo, en el cordón de la vereda. No supo si con morbo o pereza. Todos los domingueros que acertaban a pasar por aquella calle absurda se sentían atraídos por el espectáculo, pero sólo unos pocos le hablaron. ¿Qué pasó? ¿Sabe cómo fue? ¿Quién venía dentro del coche? ¡Qué barbaridad! Empezó diciendo que no sabía nada, pero a partir del tercer interesado, sin premeditación, comenzó a mentir.
—Sí, era una pareja. Venía manejando él, parece que bastante borracho. Ella era la chica de la televisión que tiene ese programa de los ricos y famosos del canal 6… sí, Ana no sé qué… pobre… no, ella se salvó, pero estaba muy mal. El que la quedó fue el tipo… Ah, un desastre, no me haga acordar… sí, yo bajé enseguida y me di cuenta de que él había muerto, estaba deshecho. Pero ella no tenía nada de sangre y la cara estaba intacta, así que la saqué del auto y como no se movía le hice respiración artificial… fue increíble… estaba como dormida, y de repente tosió y empezó a respirar, pero mal, con una especie de ronquido… claro… por suerte llegó la ambulancia y se la llevaron enseguida. El médico me dijo que probablemente tuviese alguna costilla fracturada que le había perforado un pulmón o algo así… bueno, sí, si no llego enseguida de repente la quedaba ella también… no, no me debe nada… la vida no se le debe a nadie… lo único que se debe a alguien es la muerte…

Contó la historia varias veces con algunos cambios aquí y allá, pero ella siempre estaba exteriormente intacta y, también siempre, él le devolvía la vida. Después se fue caminando. Quería ir a la escollera y sentarse sobre el muro de la rambla a mirar a los pescadores, sus delgados hilos de nailon tensos, sumergidos, conectándolos con otro universo del que, secretamente, esperan algo extraordinario que nunca llegará, aunque el balde esté lleno. No quería siquiera exponerse a la tentación, así que dio un amplio rodeo para evitar pasar cerca del edificio donde ella vivía, según la guía telefónica.


No sabía que era una dirección antigua. Hacía ocho meses que se había mudado, en el mismo barrio, pero lo suficientemente lejos de aquel apartamento como para no cruzarse con su ex en el super. Le gustaba elegir ella misma sus alimentos, pero ahora lo hacía raramente. Nunca tenía tiempo, aunque sospechaba que esa carencia era más una sensación que una realidad. En todo caso, la empleada las hacía ateniéndose casi estrictamente a la lista que Ana confeccionaba dos veces por semana. Casi, porque Karen no aceptaba alimentarse sólo con vegetales, frutas, lácteos y cereales a pesar del proselitismo que le infligía su patrona. Karen almorzaba allí, y siempre tenía en el refrigerador y para su estricto consumo personal algún trozo de “animal muerto", como calificaba su etérea empleadora a cualquier tipo de carne. Sólo había cedido en una cosa: jamás hacer frituras: Ana odiaba ese olor y lo detectaba a pesar de extractores y ventanas abiertas durante todo el día sin equivocarse jamás. Después de la segunda vez que “la señorita” descubrió que se había hecho un churrasquito decidió respetar el acuerdo: la carne hervida o al horno.
Pensaba que hacía una buena obra; si había fracasado en convencerla de no comer carne por lo menos evitaba que tragara todas aquellas toxinas del aceite quemado. Con su ex lo había logrado. Pero él era mucho más maleable que Karen. En realidad había resultado demasiado maleable. Ahora, sentada en su terraza mientras acompañaba la puesta del sol allá, sobre la escollera, se preguntaba cómo había permitido aquellas cosas, tantas injerencias, interferencias, órdenes apenas disfrazadas de sugerencias que su suegra se había empeñado en darle durante dos años. ¿Fue quizás deslumbrada, intimidada por la opulencia? ¿La acobardó el riesgo de echar a perder lo que todas querían? Porque él no sólo era rico, también bello y sensible, y bastante inteligente. Pero ella no supo arrancarle más amor que miedo su madre. Los últimos seis meses habían sido una batalla campal hasta aquella escena liberadora en la embajada suiza. Sí, aquello de llamar a un mozo, tomar un vaso con jugo de tomate y tirárselo encima a la vieja había sido terriblemente teatral y de mal gusto, pero tenía que suceder algo así. El recién llegó al apartamento que compartían -regalo de la “mamá" para “los tortolitos"- al día siguiente y con cara de perro en cancha de bochas, sin saber de dónde vendría el próximo bochazo y buscando la salida más cercana. El había elegido otra vez a su mamá. La sacó de la embajada y la llevó a la casa, la consoló y se quedó a dormir en su antigua habitación de adolescente “por si le daba algo durante la noche. Estaba tan contrariada, tan avergonzada que no quise dejarla sola en aquel caserón”.
No dijo una sola palabra. Sintió que ya se había rebajado mucho más que lo admisible. Se fue con lo puesto. Dos días después ya había alquilado este apartamento donde recibió las maletas con sus cosas que él o su suegra habían reunido y embalado primorosamente.
Ya nadie recordaba aquel escandalete. Ella misma lo había prácticamente olvidado. Sólo a veces, cuando veía pasar por la rambla a esas mujeres aún jóvenes al volante de sus autos nuevos y algo descuidados, sus hijos pequeños y rubios jugando con el cocker en el asiento trasero, experimentaba un leve sentimiento de pérdida que se disipaba muy rápido cuando imaginaba que ellas tenían suegras ricas sin un vestido manchado con jugo de tomate.


De regreso a su apartamento, Ana fue hasta la terraza y se estiró sobre una chaise-longue para disfrutar lo que quedaba de sol. Había pasado el domingo con sus padres. Los quería y se sentía muy bien con ellos, siempre que le dieran la suficiente distancia como para extrañarlos un poco. En aquella cómoda casita de Malvín se respiraba una sobria dignidad. No vivían en forma austera, pero tampoco muy holgada. Ambos habían recuperado sus cargos docentes en la Universidad al regresar del exilio, en México. El estaba ahora en Ciencias Políticas y ella en Ciencias de la Educación, grados cinco.
Mientras miraba cómo el sol llegaba hasta el horizonte recordaba el apenas velado reproche que su padre le había hecho ese día, mientras su madre servía el postre a la sombra del jazmín.
—Ahora sos famosa, lo que seguramente tiene aspectos positivos y agradables, pero estoy seguro de que harás cosas aún mucho más importantes.
Detrás había algo así como: “Estás preparada para hacer algo más digno, sustancioso, trascendente, que un programucho de televisión frívolo y amplificador de la ideología dominante”. Pero jamás se lo diría de esa forma. Por evitar una discusión estéril, sí, y también por respeto.
Ellos nunca le habían impuesto un camino, una opción, y se lo habían tolerado todo. Tal vez demasiado.
El mundo había cambiado mucho desde que ellos habían elegido una dirección, una posición, una escala de valores, y ahora era demasiado tarde para abandonarlas.
—Yo no abandoné nada porque nunca tuve nada. Vivo al día, como toda mi generación —se decía Ana, con la sensación cada vez más cicatrizada de que era una mentira básica.
Sonó el teléfono. Levantó el inalámbrico que había dejado a su lado, sobre las baldosas de cerámica.
—¿Aló? —nunca había querido adoptar el “hola” local que le parecía inadecuado para responder el teléfono, aunque no sabía por qué.
—Ay, gracias a Dios. ¿Sos vos? —la voz de Mary parecía a punto de quebrarse.
—No, soy mi fantasma.
—No jodas con eso, por favor. ¡Qué alivio! —dijo como suspirando—. Yo sabía que no podía ser.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Te pasó algo?
—No, no sabés… Te dejé dos mensajes en el contestador. Hace horas que te estoy llamando.
—Estuve en casa de los viejos y aún no escuché los mensajes. ¿Qué pasa? —preguntó usando el tono imperativo que sabía tenía efecto con Mary.
—Pasa, pasa que todo el mundo acá en el canal te está buscando, eso pasa. No sé, se corrió la bola de que habías tenido un accidente, anoche, de que ibas en un auto que se hizo pelota contra una columna y que estabas internada gravísima. Eso pasa.
—¡¡¡¿Qué?!!! —se incorporó y comenzó a caminar lentamente por la terraza—. Pero... ¡¿Quién dijo eso?! ¡¿Quién?!
—No lo sé. No sé quién fue, pero se corrió por el canal. Yo justo pasé por acá a buscar una cinta que quería ver esta noche y Gabriel me preguntó si era cierto lo de tu accidente. Te imaginás, me puse como loca. Y no quería llamar a tus padres. ¿Qué les iba a decir? Hasta llamamos a las mutualistas, pero como en varias nos dijeron que no daban información por teléfono...
—¡Por favor! ¡Qué historia más macabra! Pero, ¿cómo lo creyeron?
—No lo creímos, pero como el accidente existió, ¿entendés?, y Gabriel y Fernando lo habían cubierto para el flash de las 19 y la Policía no tenía las identidades de las víctimas, ¿qué sé yo?, no sé, se corrió. Bueno, menos mal que fue una confusión.
—Es increíble—. Miró hacia la escollera. El sol ya no estaba y el cielo era ocre y naranja. —Bueno, al final parece cómico. Decíle a todo el mundo que estoy vivita y coleando. Que no se hagan ilusiones.
—Eso, además, como anoche no te encontré en tu casa, de repente pensé que habías salido con alguien. No sé, fue todo muy raro.
—Bueno, basta. Dale, veníte para casa y nos tomamos una copita de vino. Para festejar.
—Te quiero. Voy volando.
—¿Sería ése uno de los precios de su reciente fama? —se preguntó Ana mientras iba hasta el baño y abría la ducha. Recién cuando estuvo debajo del agua recordó la carta del día anterior. No había pensado en ella en todo el día ni sabía por qué lo hacía ahora.
Encendió la computadora y se dirigió a su casilla electrónica mientras se secaba el cabello negro con una toalla blanca y gruesa. Levantó la impresión de la primera carta y la miró sin leerla, pensando: ¿otro accidente?
“You have new mail”, le dijo su computadora. Otra vez un login desconocido. Doble clic. Allí estaba nuevamente el corresponsal anónimo. Empezó a leer.

From: craighann@korea.com
Yo era pequeño (¿cuatro o cinco años?); aún no iba a la escuela. Tal vez hice algo mal, no sé si muy mal, o molesté más de la cuenta. Era de noche. Mi padre...

Sonó el timbre de abajo. Mary. Corrió hasta el portero eléctrico y le abrió. Ana regresó casi automáticamente hasta la pantalla y siguió leyendo hasta que sonó el timbre de arriba. Iba a levantarse para abrir cuando la paralizó un impulso que después le resultaría insólito: cerró la carta y apagó la computadora. El timbre sonó por segunda vez cuando terminaba de guardar en un cajón de su escritorio la hoja donde estaba impresa la primera carta.
—Hola. Estaba en la ducha, —dijo abriendo la puerta con la toalla sobre la cabeza.

miércoles, 24 de febrero de 2010



7



Varias horas después, encandilado por el sol del mediodía, vio el automóvil casi partido en dos, la columna de hormigón talada de un golpe, la sangre seca en todas partes, las moscas. Se dijo que allí había estado la muerte y que nada podría haber hecho. De todas formas, nadie esperaba que él o cualquiera hiciesen algo. Encendió un cigarro y se sentó a la sombra del amasijo, en el cordón de la vereda. No supo si con morbo o pereza. Todos los domingueros que acertaban a pasar por aquella calle absurda se sentían atraídos por el espectáculo, pero sólo unos pocos le hablaron. ¿Qué pasó? ¿Sabe cómo fue? ¿Quién venía dentro del coche? ¡Qué barbaridad! Empezó diciendo que no sabía nada, pero a partir del tercer interesado, sin premeditación, comenzó a mentir.
—Sí, era una pareja. Venía manejando él, parece que bastante borracho. Ella era la chica de la televisión que tiene ese programa de los ricos y famosos del canal 6… sí, Ana no sé qué… pobre… no, ella se salvó, pero estaba muy mal. El que la quedó fue el tipo… Ah, un desastre, no me haga acordar… sí, yo bajé enseguida y me di cuenta de que él había muerto, estaba deshecho. Pero ella no tenía nada de sangre y la cara estaba intacta, así que la saqué del auto y como no se movía le hice respiración artificial… fue increíble… estaba como dormida, y de repente tosió y empezó a respirar, pero mal, con una especie de ronquido… claro… por suerte llegó la ambulancia y se la llevaron enseguida. El médico me dijo que probablemente tuviese alguna costilla fracturada que le había perforado un pulmón o algo así… bueno, sí, si no llego enseguida de repente la quedaba ella también… no, no me debe nada… la vida no se le debe a nadie… lo único que se debe a alguien es la muerte…

Contó la historia varias veces con algunos cambios aquí y allá, pero ella siempre estaba exteriormente intacta y, también siempre, él le devolvía la vida. Después se fue caminando. Quería ir a la escollera y sentarse sobre el muro de la rambla a mirar a los pescadores, sus delgados hilos de nailon tensos, sumergidos, conectándolos con otro universo del que, secretamente, esperan algo extraordinario que nunca llegará, aunque el balde esté lleno. No quería siquiera exponerse a la tentación, así que dio un amplio rodeo para evitar pasar cerca del edificio donde ella vivía, según la guía telefónica.
No sabía que era una dirección antigua. Hacía ocho meses que se había mudado, en el mismo barrio, pero lo suficientemente lejos de aquel apartamento como para no cruzarse con su ex en el super. Le gustaba elegir ella misma sus alimentos, pero ahora lo hacía raramente. Nunca tenía tiempo, aunque sospechaba que esa carencia era más una sensación que una realidad. En todo caso, la empleada las hacía ateniéndose casi estrictamente a la lista que Ana confeccionaba dos veces por semana. Casi, porque Karen no aceptaba alimentarse sólo con vegetales, frutas, lácteos y cereales a pesar del proselitismo que le infligía su patrona. Karen almorzaba allí, y siempre tenía en el refrigerador y para su estricto consumo personal algún trozo de “animal muerto", como calificaba su etérea empleadora a cualquier tipo de carne. Sólo había cedido en una cosa: jamás hacer frituras: Ana odiaba ese olor y lo detectaba a pesar de extractores y ventanas abiertas durante todo el día sin equivocarse jamás. Después de la segunda vez que “la señorita” descubrió que se había hecho un churrasquito decidió respetar el acuerdo: la carne hervida o al horno.
Pensaba que hacía una buena obra; si había fracasado en convencerla de no comer carne por lo menos evitaba que tragara todas aquellas toxinas del aceite quemado. Con su ex lo había logrado. Pero él era mucho más maleable que Karen. En realidad había resultado demasiado maleable. Ahora, sentada en su terraza mientras acompañaba la puesta del sol allá, sobre la escollera, se preguntaba cómo había permitido aquellas cosas, tantas injerencias, interferencias, órdenes apenas disfrazadas de sugerencias que su suegra se había empeñado en darle durante dos años. ¿Fue quizás deslumbrada, intimidada por la opulencia? ¿La acobardó el riesgo de echar a perder lo que todas querían? Porque él no sólo era rico, también bello y sensible, y bastante inteligente. Pero ella no supo arrancarle más amor que miedo su madre. Los últimos seis meses habían sido una batalla campal hasta aquella escena liberadora en la embajada suiza. Sí, aquello de llamar a un mozo, tomar un vaso con jugo de tomate y tirárselo encima a la vieja había sido terriblemente teatral y de mal gusto, pero tenía que suceder algo así. El recién llegó al apartamento que compartían -regalo de la “mamá" para “los tortolitos"- al día siguiente y con cara de perro en cancha de bochas, sin saber de dónde vendría el próximo bochazo y buscando la salida más cercana. El había elegido otra vez a su mamá. La sacó de la embajada y la llevó a la casa, la consoló y se quedó a dormir en su antigua habitación de adolescente “por si le daba algo durante la noche. Estaba tan contrariada, tan avergonzada que no quise dejarla sola en aquel caserón”.
No dijo una sola palabra. Sintió que ya se había rebajado mucho más que lo admisible. Se fue con lo puesto. Dos días después ya había alquilado este apartamento donde recibió las maletas con sus cosas que él o su suegra habían reunido y embalado primorosamente.
Ya nadie recordaba aquel escandalete. Ella misma lo había prácticamente olvidado. Sólo a veces, cuando veía pasar por la rambla a esas mujeres aún jóvenes al volante de sus autos nuevos y algo descuidados, sus hijos pequeños y rubios jugando con el cocker en el asiento trasero, experimentaba un leve sentimiento de pérdida que se disipaba muy rápido cuando imaginaba que ellas tenían suegras ricas sin un vestido manchado con jugo de tomate.


De regreso a su apartamento, Ana fue hasta la terraza y se estiró sobre una chaise-longue para disfrutar lo que quedaba de sol. Había pasado el domingo con sus padres. Los quería y se sentía muy bien con ellos, siempre que le dieran la suficiente distancia como para extrañarlos un poco. En aquella cómoda casita de Malvín se respiraba una sobria dignidad. No vivían en forma austera, pero tampoco muy holgada. Ambos habían recuperado sus cargos docentes en la Universidad al regresar del exilio, en México. El estaba ahora en Ciencias Políticas y ella en Ciencias de la Educación, grados cinco.
Mientras miraba cómo el sol llegaba hasta el horizonte recordaba el apenas velado reproche que su padre le había hecho ese día, mientras su madre servía el postre a la sombra del jazmín.
—Ahora sos famosa, lo que seguramente tiene aspectos positivos y agradables, pero estoy seguro de que harás cosas aún mucho más importantes.
Detrás había algo así como: “Estás preparada para hacer algo más digno, sustancioso, trascendente, que un programucho de televisión frívolo y amplificador de la ideología dominante”. Pero jamás se lo diría de esa forma. Por evitar una discusión estéril, sí, y también por respeto.
Ellos nunca le habían impuesto un camino, una opción, y se lo habían tolerado todo. Tal vez demasiado.
El mundo había cambiado mucho desde que ellos habían elegido una dirección, una posición, una escala de valores, y ahora era demasiado tarde para abandonarlas.
—Yo no abandoné nada porque nunca tuve nada. Vivo al día, como toda mi generación —se decía Ana, con la sensación cada vez más cicatrizada de que era una mentira básica.
Sonó el teléfono. Levantó el inalámbrico que había dejado a su lado, sobre las baldosas de cerámica.

sábado, 20 de febrero de 2010



7


—¡Cháfale!, ¡cháfale! —repetía como estornudando mientras caminaba de un lado a otro de la ventana que daba a un pozo de aire y señalaba el piso haciendo cuernos con ambas manos. Era tarde, pero el escándalo, o lo que a El le parecía un escándalo, no cesaba. Quizás sólo fuese el ruido de la gente viviendo, utensilios que se entrechocan, un niño o niña que llora algún mal sueño, varias televisiones sintonizadas en el mismo programa, cierta risita masculina repetida decenas de veces, frases pronunciadas un poco más alto que las otras como retazos de momentos impensados, una puerta aquí y otra allá golpeándose imprevistamente por obra de una irrepetible y fugaz corriente de aire que todos echarían de menos esa noche, aceite.
Había tenido que elegir entre el bullicio y la asfixia. El ventilador no funcionaba desde hacía dos veranos. Los sonidos no se producían simultáneamente, lo sabía, pero en su cabeza se iban acumulando unos junto a otros como ecos interminables, se escribían como en un pentagrama circular y se ejecutaban enrulándose. Desde hacía un tiempo le sucedía cada vez más a menudo. Lo atormentaba sorpresivamente la sensación de que ninguno de los miles, tal vez millones de sonidos que escuchaba era nuevo, de que ya los había oído todos y se volvían a repetir exactamente iguales. Sólo iban clasificándose en sus respectivos casilleros preexistentes, cayendo sobre sus pares como galletitas industriales desde una cinta deslizante, despertándolos para permanecer vibrando, latiendo entre sus oídos. Era cuando lo embargaba la intolerancia y se imaginaba viviendo en un edificio habitado por monos de culo rojo, monos machos, monos hembras, monos pequeños, jóvenes y viejos, pero todos de culo rojo. Él mismo en la frontera entre el homo sapiens y el primate colorido. Salió.
Cuando regresó, desinhibido por más alcohol, todo había cambiado. El silencio era casi total, apenas alguna tos, una cisterna vaciándose, y nada más. Estaba de buen humor, de muy buen humor. Un interlocutor ocasional e inesperadamente hábil le había dado la solución. Era obvia y simple como la mayor parte de las genialidades:
—Auriculares —había dicho el hombre mirando para cualquier lado y con el mismo tono de voz que usaría un mecánico para diagnosticar “es el tercer cilindro" luego de escuchar durante cinco segundos un motor pidiendo auxilio.
—El problema es que no va a oír el teléfono ni el timbre —recordaba ahora, mientras se sentaba delante de la computadora, que había agregado el hombre en la barra, evidentemente virginiano. Lo admiró sorprendido y mudo, sonriendo inmutable al comparar cuán útil había sido el consejo e inútil la prevención. Sabía lo que iba a escribir.


Yo era pequeño (¿cuatro o cinco años?); aún no iba a la escuela. Tal vez hice algo mal, no sé si muy mal, o molesté más de la cuenta. Era de noche. Mi padre trabajaba todo el día y cuando llegaba a casa recibía el parte de guerra. No había habitaciones individuales para nadie, no había plata y tampoco mucha paciencia. Entonces él me tomó de un brazo, me llevó a su dormitorio, apagó la luz y se fue cerrando la puerta con llave. Yo no entendí, ni siquiera creí en lo que estaba sucediendo. No podía llorar ni alcanzar el interruptor. Tomé conciencia de lo oscuro, una gelatina parecida a la nada.
Hasta entonces mi vida había transcurrido a la luz, en el bullicio, entre olores de sopa y patio, con la libertad del séptimo de ocho, siempre ocupado en hacer mis propias cosas y en admirar las proezas de los grandes. Vivía a coro, ingenuo entre la prole.
Aquella oscuridad -tercera muerte- me dio conciencia de mí mismo. Fue en ese negro donde vi por primera vez la apariencia de mi miedo: fauces babeantes, colmillos sucios, ojos de dragones malignos, pieles escamudas de lagartoverde avanzando veloces hacia mí, cargando una y otra vez, sin pausa, sin concierto, sin fin. Me arrancaban pedazos que se reconstituían de inmediato para que me los volvieran a arrancar. Era la eternidad iniciática, en sí la soledad.
Hasta que me ahogué en mí y descubrí que tengo un lugar donde no hay miedo ni pena.
Luego apareció mi madre y me liberó. Todo había cambiado, pero ellos continuaban en sus lugares, mirando la tele sin sospechar las cosas que sucedían en el dormitorio de mis padres. Entonces comprendí que el mundo es un lugar inseguro, y que yo había sobrevivido por pura suerte. También entendí que nadie creería que existen los monstruos inmortales que aparecen en la oscuridad cuando estoy solo, que la realidad es muy frágil, y que yo había accedido a otro universo, invisible, inenarrable.
Después, mucho después, supe el nombre de ese secreto, tan real y espeso como el odio, como el castigo a los que queremos.
En esa oscuridad tejí mis telas. Y allí estoy, todavía, atento como una araña.


Con todo pronto, el cursor sobre el send y el dedo rozando el botón del ratón, se detuvo. Se preguntó si ya habría visto su primera carta. ¿Sería de esos que ingresan diariamente a su correo electrónico? ¿Lo usaría realmente o lo tendría por esnobismo, para agregar otra línea en su tarjeta de presentación? Y si había leído, ¿cómo habría reaccionado? Esas preguntas y muchas otras ya habían envejecido junto a las respuestas durante la bruma de su día, sólo repetirse la primera le pareció que tenía algún sentido a esa hora, en ese momento. Se quedó un largo rato inmóvil, buscando en su anegada conciencia una luz, una señal que le indicara la decisión correcta. El chirriante, breve y desesperado frenazo seguido por un estrépito de latas y vidrios lo despejó instantáneamente. Había sido muy cerca, quizás en su misma cuadra. Quiso llegar hasta la puerta y se imaginó bajando la escalera de a cuatro escalones, pero perdió el equilibrio. Se apoyó en la mesa. No se había dado cuenta de que estaba tan borracho.
Miró la cama.


6


Estaba enteramente sumergida en el agua tibia con excepción de su cara y su antebrazo derecho. A través del agua apenas teñida de cielo las formas de su cuerpo se recortaban temblando contra el fondo de la bañera. Era pequeño, proporcionado y bello. Las piernas bien torneadas, las caderas algo estrechas pero bien marcadas por una cintura ajustadísima y presididas por una breve pilosidad, negra y que parecía suave. El torso nacía lentamente ascendiendo hacia los senos redondos, plenos y que rebosaban apenas la palma de una mano. Su boca succionaba largas pitadas del porro y sus labios se apretaban reteniendo el humo en los pulmones durante un momento. Sus ojos verdes miraban alguna intersección entre las hileras de azulejos rosa viejo, allí, delante de ella.
Su mente relajada por la marihuana vagaba por pensamientos que se asociaban libremente, pero volvía una y otra vez a la misteriosa carta. Su cuerpo se sentía envuelto en un estuche a la vez acariciante, flexible y levemente aprisionante. Apagó el toco en el agua y lo dejó sobre el borde contra la pared, junto a la ceniza. Sumergió el brazo derecho y cerró los ojos. Esa frase de Shakespeare, no la recordaba con precisión, pero era horrible. Eso de los gusanos que se están comiendo al que estaba de cena. Pero, bueno, es Shakespeare. Es ficción. Y después eso del astro y de lo inevitable, la gloria o la muerte, y se imaginó a un ladrón en una esquina oscura como en las tiras cómicas, con antifaz y gorra de paño encañonando a un incrédulo burgués; el globito decía: “La gloria o la vida". Sonrió, y se escuchó liberando un involuntario “he" desde el pecho que hizo una onda apenas perceptible en la superficie del agua. La onda se desplazó lentamente, cada vez más lentamente, hacia sus pies, rebotó contra la loza y regresó apenas insinuada. Veía la arruga móvil con los ojos casi a la altura del agua; sabía que llegaría hasta su mentón, pero le pareció que demoraba un tiempo enorme en recorrer esa breve distancia, un tiempo durante el cual sus pensamientos erraron por mil vericuetos inconexos. Cuando parecía que aquel pliegue minúsculo chocaría inminentemente contra su piel las palabras ocuparon todo: “Ser bajo, bajo y ancho. Está hecho”. Abrió la boca en el momento justo y la cerró como dando un mordiscón: lo que le tocaba de “he” le recorrió los labios, los dientes, las encías, el paladar. No lo pensó, realmente. Sólo dejó que la onda continuara su viaje.

Se había puesto una camiseta amplia y unas alpargatas blancas, un poco bigotudas, íntimas, que guardaba en el fondo de un placard, dentro de una coqueta caja de zapatos finos. Había lavado la vajilla, cocinado rápidamente unos champignons con crema y no había respondido el teléfono. En el contestador habían quedado tres mensajes de Mary: “Por favor, ¿dónde estás? Llamame en cuanto llegues; vamos al Oriente y viene el insufrible de Nacho. Tenés que ayudarme. Acordate del pacto y no seas traidora. Chaucito”, el primero. “Perdón, te llamé hace tres cuartos de hora y nada. ¿Estoy interrumpiendo algo? Te aguanto hasta las once y media. ¡Dale, llamame!”, el segundo. “Bueno, ingrata amiga, me tendré que bancar sola al Nacho, lo que es mejor que nada. ¿Dónde estás? ¿O estás ahí y no me das bola? En fin, ¡que viva la noche!”, el último. Uno de su invasivo productor: “Nena (siempre le decía 'Nena', a pesar de que le había aclarado mil veces que odiaba que la llamaran así; optó por devolverle el sopapo llamándolo 'Tontito' en cualquier circunstancia y especialmente en público), acordate de que mañana tenés que pasar a las 10 por lo de Patricia para elegir la bijou y después nos juntamos en la oficina para puntear lo de Londres que sabés que está brava la mano con el canal y además sería conveniente que fueras pensando cómo cuernos arreglamos la macana que se mandó tu amiguito camarógrafo en la secuencia del Central Park porque la emisión es dentro de tres días chau chau divina yo también te quiero”.
—Mañana es domingo, Tontito, y no pienso hacer nada de eso. Disolvete –se escuchó decirle al contestador.
Y uno de se madre: “Hola mi amor, habla tu madre (la gente de generaciones anteriores a la maquinización doméstica siempre cree necesario aclarar lo obvio, como si solamente le hablaran al contestador que, sin datos apropiados, después no sabría de quién es cada mensaje lo que perjudicaría irremisiblemente su trasmisión); Papi quiere saber si vas a venir a almorzar mañana. Dice que te extraña, que hace tres semanas que no te ve. Bueno, te manda un beso grandote y otro yo. Si podés llamanos. Chau; hasta mañana”.
Su madre siempre había hablado de la misma forma, invocando a su marido. Nunca había podido averiguar si realmente actuaba como portavoz o si utilizaba a su padre para dar más importancia a sus deseos. Autoestima, sí, ya tenía claro qué era lo que le faltaba. Pero no se podía quejar: conocía a otras y otros hijos únicos que la pasaban muchísimo peor. Dentro de todo, los suyos eran monopadres bastante autónomos. Sí, tal vez mañana iría a almorzar con ellos para renovar el inigualable sentimiento de ser sola, centro, ombligo, única, irrepetible y amada sin discreción. Aunque fuese un amor paternomaternal, era amor al fin. Obedeciendo a la compulsión de saborear algo dulce, muy dulce, totalmente dulce, se levantó del sofá desde donde estirada miraba distraídamente una película insípida que había agarrado empezada en el cable. Revolvió los placares de la cocina hasta que encontró una pequeña lata de cerezas en almíbar cuyo aspecto cosmético le pareció colmarían su ansiosa necesidad. Las colocó en un bol de postre y las llevó hasta la mesita, se sentó en el sofá y tomó la primera con lentitud, postergando el primer placer para hacerlo más disfrutable. Chupó la piel almibarada de la fruta dos o tres veces y la introdujo en su boca sin más contemplaciones. Estaba sentada frente al bol, los codos en las rodillas, masticando la primera cereza mientras ya sostenía otra entre el pulgar y el índice sacudiéndola levemente sobre el recipiente donde caían gotitas del jugo azucarado cuando se decidió: recuperó la extraña carta de la papelera informática y la imprimió, esta vez hasta el final. Siguió comiendo las cerezas hasta que se sintió empalagada, entonces encendió un cigarrillo, el único del día, tomó la hoja de la impresora y la puso en el suelo, junto a un cenicero. Empezó a leer con atención. Se le había ocurrido que quizás se tratara de una mujer. Ella había aceptado como un hecho que quien había escrito aquello era un hombre. Se dijo que si el texto no lo indicaba explícitamente era un buen tema para plantear en la terapia: ¿ando buscando tan desesperadamente un hombre? Avanzaba por los párrafos sin encontrar una sola pista, hasta que llegó casi al final: otro... aquí está: “Es posible que mañana sea otro... bajo y ancho...".
—Era un hombre, claro, tan loca no estoy —pensó.
Pero de inmediato dudó, podría ser Otro en el sentido de otredad, de ser otro Ser, otro juego de máscaras, otro mosquito, y “bajo y ancho" tampoco era un dato firme, son adjetivos, un edificio bajo, un pie ancho, un sentimiento bajo y ancho, un lugar panorámico distinto. “Es posible que mañana sea otro...", y terminaba con “Hasta mañana".
—¡Puta madre! ¿Qué es esto? —se preguntó en voz alta aunque sin crispación mientras levantaba la vista y sin darse cuenta la focalizaba en la pantalla de la computadora.
Dejó la hoja impresa en una bandeja de madera sobre el escritorio. Miró la hora: la una y media. Aseguró la puerta, apagó la computadora y las luces, se lavó exageradamente los dientes y se metió en la cama bajo una sábana de levísimo algodón blanco. Hacía calor pero no quiso levantarse a encender el aire acondicionado. Se sentía extraña, rara, aunque no encontraba la palabra exacta que describiera su sensación. Abrazó la almohada y con los ojos cerrados pensó que al día siguiente iría a almorzar con sus padres. Justo antes de entrar en el sueño la palabra desfiló por la oscuridad de sus ojos como en esos paneles con letras iluminadas que van revelándose de derecha a izquierda: …I…N…Q…U…I…E…T…A…

jueves, 18 de febrero de 2010


5

No parecía ser una publicidad. Era una carta, o algo parecido. Se sentó y leyó.

From: jburn@star.com.au
Estábamos sentados en la playa. El sol bajaba sobre los edificios, allá enfrente; tras el agua y la isla, las gaviotas ciegas.
El citó a Shakespeare, creo que fue en la voz de Hamlet.
—El rey le preguntó por Polonio, y Hamlet contestó: Está de cena —dijo él.
—¿Dónde es esa cena? —preguntó el rey.
—No dónde, sino cómo —corrigió Hamlet—. Lo están comiendo los gusanos.
El se preguntó luego acerca del genio, del talento. ¿Qué es lo que hace que alguien tan biológicamente igual a otro, sin embargo, posea tal distinción espiritual? Tipos como esos, no los toca nadie. ¿Quién podría tocarlos?
—Hay un misterio —dijo—. ¿Vos sabés cuál es?
—No —le contesté.
El miraba para otro lado y movía las manos sobre la arena húmeda, haciendo y deshaciendo una estela ancha y corta. Quería decir algo, pero no se animaba. Le dije que debía irme. Me contestó que era una pena que no me quedara a compartir el sol que restaba del día, siempre sin mirarme. El viento había cesado hacía un buen rato.
—Hay muy pocas tardes como ésta en el año —dijo—. La gente no lo sabe, pero es así. Tardes soleadas, con esta brisa suave, esta temperatura corporal en el aire; muy pocas.
Me quedé. Entonces habló. Habló con infinito amor y calidez y miedo. Me explicó que estoy al borde de la muerte o de la gloria, aunque no fueron estas sus palabras. El habló con poesía, desde el mundo que está apenas un paso más allá de la razón, un paso leve y sutil que sólo algunos pocos espíritus se animan a dar más de una vez para volver a ese lugar donde la verdad de ciertas cosas se presenta tan desnuda que no se entiende, se atiende.
Tal vez lo soñó. Tal vez lo soñó despierto. Quizás lo soñamos juntos. Yo sabía que él tenía que decirme algo y él no sabía lo que tenía que decirme. Pero lo encontró.
—Nosotros somos esto —dijo haciendo una montañita de arena con las manos—, y entonces pasa el astro —y su mano izquierda partió la montañita al medio—. A algunos los quema —y me miró con pasión—, y a otros los distingue. Para muchos la vida no será como antes. Tu astro está pasando ahora. No se puede resistir lo inevitable. Aunque sientas que todas las puertas de la esperanza están cerradas, no te preocupes.
—No pasa nada —afirmé preguntando.
Me miró de nuevo de la misma forma que antes y asintió con la cabeza, pero no con los ojos.
Necesito horizonte, camino, ruta, paisaje, viento en la cara y sol. Mi amigo lo supo. Yo lo sé hace tiempo. Quiero salir del desfile de disfraces; mi máscara está cayendo y me gusta mi verdadero rostro. Es posible que mañana sea otro: un perro, un mosquito, un alcatraz, una sequoia, un rodríguez. Ser bajo, bajo y ancho. Está hecho.
Pd: No te fijes en mi login, lo estoy hackeando. Hasta mañana.


Lo primero que hizo fue mirar el login: jburn@star.com.au Releyó todo desde el principio deteniéndose aquí en una frase, allá en una palabra y volviendo atrás varias veces. No entendía de qué se trataba aquella insólita carta. ¿La habría recibido por un error de dirección? ¿Por qué hackear un login? Alguien que no quiere ser identificado. Un degenerado, un loco, un perverso, un tarado, un vendedor estilo internet. ¿Qué querría vender? ¿El horóscopo? ¡El agua...! Fue corriendo hasta el baño y cerró las canillas. Por suerte el desagüe de la bañera era amplio, pero del líquido viscoso y azul no quedaba casi nada. Se sintió de pronto desprotegida, frágil, espiada. Recordó las películas en las que mujeres solas son acosadas por una variedad de monstruos con forma de hombres. Experimentó un intenso escalofrío al pasar frente al ventanal de la sala. Del otro lado de la calle había decenas de ventanas, y más allá centenares de ellas en edificios más altos. ¿La estarían observando con binoculares? ¿Con algún telescopio doméstico? Cerró los cortinados. Fue hasta la cocina y llevó la botella de vino blanco hasta la mesa donde estaba la computadora. Seleccionó un comando. Mientras la impresora hacía lo suyo volvió a llenar la copa y la vació con dos largos tragos mirando fijamente las letras que se iban dibujando sobre el papel blanco aunque sin leerlas. Pero, ¿qué estoy haciendo?, se preguntó de pronto como si cayera brutalmente expelida desde la boca de un túnel invisible cuyo otro extremo la hubiese succionado por un momento a algún lugar inhóspito de un planeta extragaláctico y ahora la devolvía con violencia. Sacó la hoja de la impresora, hizo una bola irregular con ella y la embutió en la papelera, con rabia, casi con asco. Borró la carta de la carpeta “Correo entrante”. Abrió las cortinas y fue hasta el dormitorio. Se desvistió con prisa tirando la ropa sin fijarse dónde caía. Cuando los dedos de su pie derecho estaban tocando el agua se detuvo, volvió al dormitorio y abrió la pequeña caja de plata donde siempre tenía dos o tres porros armados. Encendió uno.

miércoles, 17 de febrero de 2010


4


—Me agarraste tomando sol en la panza —dijo Carloncho sentándose en un gran sofá y moviendo la camiseta sobre el vientre como si fuese un abanico. Había cultivado un estilo crudo de expresarse porque amaba los contrastes.
—Estás hecho un chanchito burgués.
—Estoy... así, en un período oral, digamos. Necesito que el mundo me entre por la boca y me salga por el culo.
—Avisame cuando pases al período de tránsito inverso. En todo caso, hay una parte considerable de ese mundo que se te está atascando en la cintura.
—Tengo una dieta infalible y agradable. Cuando ya no me soporto más me paso una semana a puro té.
—¿Té? ¿De hierbas?
—Algo así, de hongos. Cucumelos. Estoy una semana alucinando y ni pienso en comer, fumar, cojer o cualquier otra cosa. Te juro, pierdo cinco o seis quilos al toque.
Rieron como si estuviesen sentados en el cordón de alguna vereda, con 16 años y todo el tiempo por delante.
Recién después del postre, al borde de la piscina, él le contó el propósito de la visita. La tarde estaba avanzada y las sombras de los árboles cubrían casi toda la superficie de agua verdiceleste. Carloncho estaba sentado al borde de la pileta, sus piernas iban y venían hacia adelante y hacia atrás, hacia los costados, como dibujando el agua.
—¿Te encajetaste con la guachita? —le preguntó.
El no respondió. Sabía que no era necesario.
—¿No me digas que al fin te enamoraste de alguien? —insistió Carloncho.
—No digas pavadas —contestó él demasiado seriamente para el tono con que había sido formulada la pregunta—. ¿Podés averiguar si tiene correo electrónico?
—Si querés te averiguo hasta de qué color prefiere las bombachas.
—Con el correo electrónico será suficiente.
—Pero, ¿qué querés hacer? Sos un perverso hijo de puta —dijo con una risa entrecortada—. Querés hacerle el bocho. Eso querés. Sos un hijo de puta... —calificativo que en la jerga de Carloncho era un verdadero cumplido.
Se despidieron mientras se ocultaba el sol. Ella le había dado un rápido beso en la mejilla derecha y había sonreído, toda una excepción que él supo apreciar. Carloncho lo acompañó hasta la portera y se quedó allí hasta que el auto dobló el primer recodo del camino de tierra que conducía hacia la ruta. Después regresó a su paraíso caminando despacio, olfateando los aromas del atardecer mientras los diez perros trillaban los alrededores de su amo como si fuesen guardaespaldas cuya principal diferencia y ventaja sobre los humanos dedicados a esa profesión era que ellos parecían distraídos.

Dos días después recibió la visita de Carloncho en su casa. Traía un cd. Lo introdujo en la computadora y desplegó centenares de direcciones electrónicas con sus respectivas claves. Los había de todos los continentes y de casi todas las capitales del mundo.
—Aquí tenés. Te aclaro una cosa: esto no es para hacer pendejadas; usalo con criterio. Hay dos tipos de cuentas: las que tienen un asterisco son las que por alguna razón están en servicio pero sus titulares no las usan o las han abandonado y algún error burocrático las dejó habilitadas. Las que tienen un guión son de personas o instituciones que tienen un tráfico enorme, miles de comunicaciones mensuales, ¿entendés? El secreto es usar uno por uno y sólo para correos breves; si usás uno por día vas a tardar 477 días en volver al primero. De esa forma es casi imposible que alguien se percate de que estás utilizando su cuenta. ¿Cazaste, no? Uno cada día. Si las querés usar para meterte en internet con conexiones largas o arriesgarte tratando de entrar en servidores protegidos, entonces no te doy ninguna garantía.
Carloncho copió el contenido del cd en el disco duro de su amigo, lo retiró y lo guardó en una bolsa de nailon que después colocó delicadamente dentro de una gran saco de plastillera roja repleto de objetos indefinidos que cerraba una gruesa cuerda de nailon celeste en cuyo extremo había un nudo corredizo donde Carloncho colocaba un gancho de hierro.
—Es de lo más práctico para viajar en ómnibus llenos; en vez de andar arrastrando la bolsa la cuelgo del pasamanos y la voy corriendo con un dedo, ¿te das cuenta, botija? —dijo señalando la nada con el índice regordete de la mano derecha. Nunca había querido aprender a conducir. Sólo la inspiración del momento determinaba si haría cada desplazamiento en ómnibus, taxi, remise o helicóptero, pero siempre con chofer.
Se quedó tres días. Lavó la vajilla, barrió lo barrible de los pisos, surtió la heladera y el bar, cocinó, ventiló y sacudió el apartamento como si estuviese en su casa y sin hacer absolutamente ningún comentario al respecto. La tarde del tercer día la pasaron en la playa, y esa noche Carloncho se fue con su bolsa de plastillera al hombro fingiendo que nada había sucedido.
Apenas quedó solo en su apartamento fue hasta la computadora y escribió lo que parecía una carta. Siguió el procedimiento recomendado por Carloncho y envió el texto a la dirección que digitaba por primera vez y que desde ese momento quedaría grabada para siempre en su memoria.

Llegó a su casa y como casi todas las noches se sirvió una copa de vino blanco helado. Hizo un gesto de contrariedad al ver que la vajilla sucia estaba intocada. Pensó que la empleada habría tenido algún contratiempo y se dijo que la lavaría más tarde, cuando reuniera ánimo. Se quitó las caravanas, las pulseras, y las dejó sobre la primera superficie plana que encontró. Abrió las ventanas a la noche mezquina de Pocitos cuyos sonidos llegaban asordinados hasta su piso. Volvió a la cocina, tomó la copa y fue hasta la sala. Los zapatos quedaron sobre la alfombra, junto a la mesa ratona. Se sentó en su sofá preferido, un Chesterfield, estiró las piernas y las apoyó sobre la mesita. Esperó que el vino, que bebía rápido pero en cortos sorbos, empezara a hacerle efecto. Sus músculos se fueron aflojando, como siempre, desde las manos hasta los pies cuyos dedos comenzaron a moverse como tentáculos de un minipulpo, lentos, independientes, obscenos. Dejó la copa casi vacía en el suelo, puso un disco cualquiera y encendió la computadora.
Fue hasta el baño y abrió las canillas hasta que el agua salió a la temperatura ideal como para meterse en ella un buen rato. Hizo girar la llave que bajaba el tapón cromado de la bañera que empezaba a llenarse y volvió hasta la computadora, activó el programa de correo electrónico y le ordenó ingresar en su cuenta personal. Levantó la copa y bebiendo fue a ver el progreso del agua en la bañera. Dejó la copa en el borde, tomó un pequeño recipiente de formas redondeadas y volcó un poco de su contenido -líquido, viscoso, azulado- sobre el agua que en pocos segundos se tiñó de un celeste fragante. Cuando volvió hasta la computadora vio que una ventana en la pantalla le indicaba que tenía nuevo correo. Eran tres mensajes. Uno de su primo, desde New York, donde vivía hacía ya más de 20 años, otro de Nelson, su insaciable productor que tenía la delirante convicción de que todo el mundo debería trabajar permanentemente, sin descanso, sin tiempo propio para ganar o perder, y el tercero de procedencia desconocida. Nunca había visto ese login. Pensó que quizás fuese spam, una de esas promociones que los negociantes de internet volanteaban por miles, decenas de miles de direcciones electrónicas con la esperanza de enganchar algún consumidor interesado en la infinita variedad de servicios que se ofrecían en el ciberespacio. Sin pensarlo, por mera curiosidad, llevó el cursor hasta la línea correspondiente a ese mensaje y pulsó dos veces el botón izquierdo del ratón.

martes, 16 de febrero de 2010

3
Se abrazaron y se besaron. Los perros se le acercaron con el hocico bajo, olfateándole los pantalones y los zapatos.
—Dejá que te huelan, así se dejan de joder —dijo Carloncho viendo que su amigo miraba con desconfianza a aquellas bestias que hasta hacía un minuto amenazaban con tragárselo sin masticar.
Ya conocía la casa, pero cada vez que venía lo maravillaba el increíble talento de su amigo para enmascarar por delante en pocilga lo que por detrás era un vergel. Por el fondo, que quedaba oculto al camino de acceso, la casa era una hermosa construcción restaurada y reciclada con gusto y respeto por sus características arquitectónicas esenciales: simplicidad, robustez, nobleza de materiales. La piscina y otras instalaciones contemporáneas quedaban fuera de la vista desde la casa, ocultas con gracia tras un juego de desniveles del terreno, árboles, enredaderas y setos tan convenientemente dispuestos que parecían haber nacido allí por capricho de la naturaleza. Adentro, entre los gruesos muros, el fresco no sólo se debía a las bondades de la construcción sino a un sofisticado ingenio de aire acondicionado central alimentado con energía solar y controlado por un sistema computarizado que el propio Carloncho había inventado. Todo era orden y pulcritud, pisos de madera y cerámica resplandecientes, muebles rústicos y antiguos con perfecto mantenimiento y el hogar original de la casa ahora limpio, esperando sus meses de gloria, cuando albergaría gruesos leños quemándose lentamente, manteniendo un fuego que sólo se extinguiría cuando la estación caliente estuviese bien entrada.
Carloncho recibía muy poco, pero era un excelente anfitrión. Llenó dos pequeños vasos con ginebra holandesa fresca y brindaron como antes, como siempre:
—¡Por la puta madre que te parió!
Se habían conocido en el liceo. Carloncho dudaba entre convertirse en mormón y dedicarse a la educación de niños pobres, marginados e infractores, tres características que aunque a menudo andan juntas no se asocian instantánea ni obligatoriamente. El, contrariamente a su amigo, no tenía ninguna idea de lo que quería hacer; venía del caos y continuaba hacia allí, aunque entonces no lo sabía. Simpatizaron de inmediato; compartieron la grappamiel, el miedo de no servir para nada, la indignación ante cualquier cosa que oliera a adultez, algunas mujeres y combates. Mucho más que lo necesario para fundirse en una amistad sin claudicaciones, una fraternidad del corazón y el espíritu. Habían llegado muy pronto a un estado de comunicación tan intenso que no necesitaban hablarse para comprenderse, lo que a menudo les acarreaba problemas con sus novias de turno quienes les reprochaban súbitas explosiones de hilaridad que la conversación explícita no justificaba y para las cuales sólo había mediado entre ellos un intercambio rápido de miradas, un medio gesto, y sus pensamientos -malos o buenos- quedaban clandestinamente conectados.
Carloncho había vivido en pensiones baratas y bulliciosas desde niño. Se empapó en los intersticios del alma humana mientras aprendía a hacer los mandados y a cruzar la calle, con la naturalidad de quien ve la vida ocurriendo delante suyo sin más velo que una puerta mal cerrada o la escasa intimidad que permite un delgado tabique de yeso entre dos habitaciones, dos mundos y sus penas, alegrías, glorias y miserias. Pero no hubiese alcanzado con ver y oír. El supo, además, entender.
No soportó la cincha del sistema educativo y se dedicó a estudiar filosofía devorando textos según su capricho, intuición o lógica, ¡qué más da! Su madre murió siendo él aún un joven y entonces afinó hasta el extremo su talento de sobrevivir sin negociar los principios. Pasó períodos muy difíciles. Hasta que dos cabos de su ecléctico espíritu investigador aparentemente caótico se unieron una tarde lluviosa mientras estaba concentrado en el olor a tortas fritas que subía por el pozo de aire del edificio de apartamentos de la Ciudad Vieja donde aguantaba el invierno.
Desde el inicio de su difusión masiva se había interesado en la informática. Leía cuanta cosa caía entre sus manos, aun sin entender cabalmente los textos más técnicos, seguro de que algo quedaría en su infinito subconsciente que fuera de alguna utilidad. Su muy personal itinerario de lecturas filosóficas, a su vez, lo había obligado a adquirir un método para ir fichando lo leído y lo que empezó siendo una cajita con tarjetas ordenadas alfabéticamente se había convertido en pocos años en un verdadero archivo, complejo, denso, con diferentes entradas y centenas de cruzamientos posibles. Le ocupaba todo un armario que había encontrado lugar definitivo en el baño. El olor a tortas fritas agitaba sus jugos gástricos hasta la desesperación. Y fue mientras luchaba por pensar en otra cosa cuando la idea le golpeó los ojos como un viento helado. Lo demás no fue sencillo, pero sí febril. El y un socio que supo seleccionar -un joven y astuto programador- patentaron unos meses después el “Arquiversal 1.1", un sistema de organización de archivos tan simple y eficaz que llamó la atención de las megaempresas informáticas. Se lo disputaron entre ellas para beneplácito de los creadores que terminaron recibiendo una suculenta cantidad de dinero por la mayor parte de la patente. Tuvieron el tino de reservarse un pequeño porcentaje de los derechos, previsión que les permitió convertirse en millonarios al cabo del primer año de explotación comercial del Arquiversal 1.1. Ahora, varios años después, el Arquiversal está comercializando su novena versión, mejorada y ampliada, pero que conserva en la base el sistema del original. Y la cuenta bancaria de Carloncho engorda sin que él deba hacer otra cosa que intentar disminuirla.
Viajó un tiempo por los confines del planeta sin pasar por París, Londres, Barcelona o Nueva York.
—Esas siempre van a estar ahí, puedo ir en cualquier momento; todo lo demás está desapareciendo —explicaba.
Y terminó instalándose en la chacra, repartiendo su tiempo entre la filosofía, la informática -de la que empezó apenas aficionándose por curiosidad y llegó a ser un verdadero experto en redes internacionales de hackers, convirtiéndose él mismo en un excelso ácrata cibernético- y su compañera, una mujercita pequeña, silenciosa y aindiada de la que se había prendado hacía tres años en una pasada por Solís de Mataojo, cuando ella tenía 17 años y trabajaba en el quilombo Apolo XII, frecuentado por los trabajadores de las plantas pesqueras de la zona. Ella, sin dejar de ser cortés, nunca pronunciaba más de tres o cuatro palabras seguidas delante de extraños, lo que en su concepto abarcaba a todas las personas que no fuesen Carloncho, el personal de servicio, y todos los animales.
Se amaban con reserva y misterio.

lunes, 15 de febrero de 2010



2

La cocina olía a muerto. Había ceniceros desbordando de puchos en los lugares más incómodos, montañas de libros en el piso, botellas vacías, piedras, ramas secas, trozos de hierro que alguna vez formaron parte de algo útil. Todo estaba colocado sin premeditación aparente y cubría la mayor parte de la superficie de la casa. Quedaban estrechos senderos más o menos liberados por los cuales era posible desplazarse de una habitación a otra. Esa acumulación extraña tenía una ventaja: no había dónde sentarse. No demasiado confortablemente, quizás.
Llegó hasta la cama e hizo una extraordinaria cantidad de movimientos encadenados: encendió una veladora, se quitó el saco y terminó de desanudarse la corbata, se quitó los zapatos atados empujándolos desde el talón con la punta del otro pie, se desajustó el cinturón, aplastó el cigarrillo en una montaña de puchos que se suponía estaba sobre un cenicero y eso fue todo; se dejó caer sobre la cama revuelta y pringosa. Minutos después, sin abrir los ojos, sin mover ninguna otra parte de su cuerpo, apagó la veladora con el brazo izquierdo revoleado en el aire. La habitación quedó apenas iluminada por el brillo de la pantalla de la computadora que no había apagado en ocho meses, desde el día en que la instaló. Pensaba que ella tenía que estar siempre disponible, sin dilaciones, sin trámites, sin gestos preparatorios: era una máquina y no merecía piedad. Antes de dormirse decidió nombrarla de alguna manera que al otro día habría olvidado.

Carloncho vivía en una chacra relativamente cercana a la ciudad. La casa era antigua. Vieja, dicen en estas tierras donde los conceptos de tradición e historia son casi desconocidos por no caber en una parrilla los domingos soleados ni en una calabaza rellenada cada mañana y cada tarde con yerba mate. Después de trasponer la portera sobre la que un cartel desprolijo advertía: “¡Cuidado. Perros perros!”, había que avanzar por el camino entre altas chircas y yuyales antes de ver la construcción principal. Los perros eran por lo menos una decena, perros de campo, mezcla de mezclas, pero no había ninguno pequeño. Unos cuantos venían acompañando el auto desde la entrada, gruñendo, ladrándole a las gomas y a los brillos de los cromados. Tocó bocina y esperó a que su amigo apareciera -lentamente, como siempre- por un costado de la casa que daba la espalda al camino. Aquí y allá quedaban lamparones de ladrillo y piedra a la vista. El campo circundante estaba completamente abandonado y había recuperado su naturaleza cimarrona, intimidante para cualquier curioso o extraviado. Supo que venía hacia allí cuando los perros, todos juntos, comenzaron a ladrar mucho más que antes corriendo alrededor del coche como poseídos por una rabia vengadora. El amo diría qué hacer después.
Era imposible saber cómo luciría Carloncho, cuyo aspecto físico y su estilo vestimentario variaban según sus estados de ánimo o la sensación de confluencias astrales que estuviese percibiendo en cada momento antes que por el clima y mucho menos por la moda. Podía parecer un hombre recién fugado del más descuidado asilo para enfermos mentales, con barba y mugre incluidas, un atlético deportista que se entrena para competir en los 100 metros llanos olímpicos, un campesino envuelto en lana rústica y sobada con botas de goma hasta las rodillas en pleno verano o como esa mañana, mostacho de mariachi, cabello lacio y algo largo, camiseta de algodón enrollada hasta las tetillas de manera que el vientre esta vez potente tomase aire fresco, pantalón corto y unos zapatos viejos calzados como chancletas. El pañuelo blanco anudado en las cuatro puntas que le cubría la cabeza era una de sus prendas más habituales en los días soleados.
Caminó hasta el automóvil mientras agitaba los brazos dándole la bienvenida y al mismo tiempo alejando los perros que en un segundo entendieron que se trataba de una visita confiable. Sonreía, contento, mientras abría la puerta del coche.
—¿Qué haces, animal? ¿Te vas a quedar ahí todo el día?

sábado, 13 de febrero de 2010

1

Empalidecido. No encontraba otra palabra mejor para definirse a sí mismo. Escuchaba por enésima vez al grupo de músicos que intentaba animar las noches del Hot Club mientras bebía un escocés doble con poco hielo apoyado en la barra demasiado grande y sin lustre desde hacía varios años. La grasa depositada sobre la madera por el roce de miles de manos pasaba casi desapercibida gracias a la escasa luz y al nulo detallismo de los habitué. La música pretendía ser jazz. En realidad resultaba una tediosa marcha militar disfrazada con mediocridad y ahínco. Ya no le daba rabia como al principio. Quizás algo de piadosa ternura después de varios meses de estar escuchando aquellas melodías que ya no tenían nombre y autor; era apenas una rutinaria secuencia que terminaba arrancando de cuajo la curiosidad para hundirla en la pecera de la entrada, agua bendita y podrida.
No recordaba por qué había recalado en aquel lugar y lo había adoptado como su hogar principal. Tal vez porque siempre había alcohol disponible y cigarrillos a precio de quiosco, porque no necesitaba preocuparse de vaciar los ceniceros al cabo de la noche, o porque les hizo conocer a Bob Marley cuando ellos estaban adorando a Michael Jackson, lo que no tuvo ninguna consecuencia apreciable en el aspecto del lugar ni en la concurrencia, pero al menos a veces se podía escuchar buena música.

La vio bajar por la escalera entre una caterva de idiotas, ella misma imbecilizada por aquella compañía. Tenía un vestido negro un poco escotado, corto, zapatos negros, un anillo de oro con un brillante regular en el dedo medio de la mano izquierda, una pequeña cartera negra con una cadena plateada colgando del hombro derecho, una sonrisa expectante entre dos labios casi gruesos que enmarcaban una boca amplia. Cabello negro cortado debajo de la oreja.
—Otra bella tonta —se dijo—, pero muy bella —completó mientras cambiaba de dirección la mirada encontrando al negro Tinta en el espejo, prendido al saxo, simulando placer con el arte gastado de una puta resignada y poco ambiciosa, de una esposa vieja. Se hundió en el vaso, mojado.
Empalidecido se vio desde la mesa donde ella se sentó eligiendo cuidadosamente el lugar, desplazándose por el banco adosado a la pared con pequeños saltos sobre sus nalgas aun frescas y estrechas. Estaba rodeada por manos finas, aromas finos, cuerpos finos, ropas finas, cabezas finas trabajadas por peluqueros finos. No veía ningún otro rostro sino el de ella. La imaginó desnuda sobre su cama deshecha. La imaginó vestida bajo su ducha angosta mientras ella reía circunstancialmente mirando alrededor, tratando de descubrir el fondo de la oscuridad, la procedencia de los olores, el lugar donde poner a temblar la expectativa. No estaba interesada en ninguna de las personas que la acompañaban. Estaba muerta, y no lo sabía. Se dio vuelta y la miró sin esperar ser correspondido, apenas con su habitual morbo de voyeur profesional. Entonces la reconoció. Era la cheta de la televisión, pero mucho más atractiva. Estudió su cerquillo, las caravanas apenas visibles, su forma de cruzar las manos a la izquierda de su eje por debajo de la mesa y de inclinar el torso hacia adelante, las piernas siguiendo la orientación de las manos que ahora se movían, la derecha, tocando un brazo con un gesto desprovisto de adrenalina. Sus miradas se encontraron sin alevosía, por casualidad, cuando ninguno de los dos lo deseaba. Y uno se demoró en el otro el tiempo suficiente para envenenarse la vida: le prometió la muerte y sintió que ella el miedo. Fue así, y nada más.
Recogió sus cigarrillos del mostrador, los guardó en el bolsillo de la camisa, dedicó un gesto breve con la mano derecha al hombre detrás de la barra y salió sin mirar atrás, considerando cuánto trabajo le costaría llegar hasta su cama sobre la que se echaría vestido, como siempre, diciéndose que debería ir a un remate para conseguir una de dos plazas, proyecto que suspendía, como siempre, porque no tenía sábanas de dos plazas ni deseos de comprarlas.
La calle estaba más caliente que el sótano donde yacía el Hot Club. No había un alma a la vista, considerando que las dos putas que rumiaban en la esquina ya hacía tiempo que habían extraviado las suyas. Las habían extraviado, o empeñado o regalado: qué más daba. Ellas, antes que todos, prematuramente, habían mirado el mundo desde el patio trasero, allá donde no hay versos, reputaciones, armonías o imposibles. El tiempo y la mala leche les habían hinchado el vientre, aflojado los aductores, ahuecado los pezones, estriado las comisuras de los labios que apuntan hacia abajo en señal de una seca derrota cuyos anuncios pasaron desapercibidos entre tanto ejercicio de mortaja para pijas pobres, rápidas, incontinentes víctimas de la miseria sexual en una ciudad donde demasiadas mujeres todavía se niegan a ir a la cama antes de haberse llenado el estómago con pamplonas de pollo, ensalada mixta y flan con dulce de leche, haber ido al cine a ver alguna estúpida película americana con final feliz o infeliz y recibido cuatro o cinco proposiciones en el ómnibus de regreso a un barrio con calles oscuras y evacuadas cada noche a las diez en punto. Aparte de eso, no había un alma.
Vio tres autos “distintos”. Eran los de ellos. Se acercó, las manos en los bolsillos. Era evidente que venían de otra zona de la ciudad. Una zona limpia, con gente empleada para asear lo que se ensucia, para frotar lo que se opaca, mantener las puertas vigiladas y sonreír a cualquier mierda con plata. Esos tres autos olían distinto a los que habitualmente estacionaban allí. Emanaban un extraño aroma compuesto por el olor de las cosas nuevas, detergente y perfumes caros; había otra presencia que no lograba definir. Rodeó los autos despacio, sin mirarlos, oliéndolos. Una vuelta le bastó. No era una presencia, sino una ausencia lo que los distinguía: no tenían el más mínimo rastro de olor a tabaco. Encendió un cigarro y fumó unas pitadas junto a ellos. En su juventud quizás hubiese cometido un atentado individual, un retrovisor arrancado, un rayón de punta a punta o el extremo de bajarles el parabrisas. Pero ya no era joven, ni pensaba que tales actos fuesen creativos. Así que les fumó un poco arriba y se fue rumbo a su apartamento, zigzagueando junto al cordón de la vereda.