jueves, 18 de febrero de 2010


5

No parecía ser una publicidad. Era una carta, o algo parecido. Se sentó y leyó.

From: jburn@star.com.au
Estábamos sentados en la playa. El sol bajaba sobre los edificios, allá enfrente; tras el agua y la isla, las gaviotas ciegas.
El citó a Shakespeare, creo que fue en la voz de Hamlet.
—El rey le preguntó por Polonio, y Hamlet contestó: Está de cena —dijo él.
—¿Dónde es esa cena? —preguntó el rey.
—No dónde, sino cómo —corrigió Hamlet—. Lo están comiendo los gusanos.
El se preguntó luego acerca del genio, del talento. ¿Qué es lo que hace que alguien tan biológicamente igual a otro, sin embargo, posea tal distinción espiritual? Tipos como esos, no los toca nadie. ¿Quién podría tocarlos?
—Hay un misterio —dijo—. ¿Vos sabés cuál es?
—No —le contesté.
El miraba para otro lado y movía las manos sobre la arena húmeda, haciendo y deshaciendo una estela ancha y corta. Quería decir algo, pero no se animaba. Le dije que debía irme. Me contestó que era una pena que no me quedara a compartir el sol que restaba del día, siempre sin mirarme. El viento había cesado hacía un buen rato.
—Hay muy pocas tardes como ésta en el año —dijo—. La gente no lo sabe, pero es así. Tardes soleadas, con esta brisa suave, esta temperatura corporal en el aire; muy pocas.
Me quedé. Entonces habló. Habló con infinito amor y calidez y miedo. Me explicó que estoy al borde de la muerte o de la gloria, aunque no fueron estas sus palabras. El habló con poesía, desde el mundo que está apenas un paso más allá de la razón, un paso leve y sutil que sólo algunos pocos espíritus se animan a dar más de una vez para volver a ese lugar donde la verdad de ciertas cosas se presenta tan desnuda que no se entiende, se atiende.
Tal vez lo soñó. Tal vez lo soñó despierto. Quizás lo soñamos juntos. Yo sabía que él tenía que decirme algo y él no sabía lo que tenía que decirme. Pero lo encontró.
—Nosotros somos esto —dijo haciendo una montañita de arena con las manos—, y entonces pasa el astro —y su mano izquierda partió la montañita al medio—. A algunos los quema —y me miró con pasión—, y a otros los distingue. Para muchos la vida no será como antes. Tu astro está pasando ahora. No se puede resistir lo inevitable. Aunque sientas que todas las puertas de la esperanza están cerradas, no te preocupes.
—No pasa nada —afirmé preguntando.
Me miró de nuevo de la misma forma que antes y asintió con la cabeza, pero no con los ojos.
Necesito horizonte, camino, ruta, paisaje, viento en la cara y sol. Mi amigo lo supo. Yo lo sé hace tiempo. Quiero salir del desfile de disfraces; mi máscara está cayendo y me gusta mi verdadero rostro. Es posible que mañana sea otro: un perro, un mosquito, un alcatraz, una sequoia, un rodríguez. Ser bajo, bajo y ancho. Está hecho.
Pd: No te fijes en mi login, lo estoy hackeando. Hasta mañana.


Lo primero que hizo fue mirar el login: jburn@star.com.au Releyó todo desde el principio deteniéndose aquí en una frase, allá en una palabra y volviendo atrás varias veces. No entendía de qué se trataba aquella insólita carta. ¿La habría recibido por un error de dirección? ¿Por qué hackear un login? Alguien que no quiere ser identificado. Un degenerado, un loco, un perverso, un tarado, un vendedor estilo internet. ¿Qué querría vender? ¿El horóscopo? ¡El agua...! Fue corriendo hasta el baño y cerró las canillas. Por suerte el desagüe de la bañera era amplio, pero del líquido viscoso y azul no quedaba casi nada. Se sintió de pronto desprotegida, frágil, espiada. Recordó las películas en las que mujeres solas son acosadas por una variedad de monstruos con forma de hombres. Experimentó un intenso escalofrío al pasar frente al ventanal de la sala. Del otro lado de la calle había decenas de ventanas, y más allá centenares de ellas en edificios más altos. ¿La estarían observando con binoculares? ¿Con algún telescopio doméstico? Cerró los cortinados. Fue hasta la cocina y llevó la botella de vino blanco hasta la mesa donde estaba la computadora. Seleccionó un comando. Mientras la impresora hacía lo suyo volvió a llenar la copa y la vació con dos largos tragos mirando fijamente las letras que se iban dibujando sobre el papel blanco aunque sin leerlas. Pero, ¿qué estoy haciendo?, se preguntó de pronto como si cayera brutalmente expelida desde la boca de un túnel invisible cuyo otro extremo la hubiese succionado por un momento a algún lugar inhóspito de un planeta extragaláctico y ahora la devolvía con violencia. Sacó la hoja de la impresora, hizo una bola irregular con ella y la embutió en la papelera, con rabia, casi con asco. Borró la carta de la carpeta “Correo entrante”. Abrió las cortinas y fue hasta el dormitorio. Se desvistió con prisa tirando la ropa sin fijarse dónde caía. Cuando los dedos de su pie derecho estaban tocando el agua se detuvo, volvió al dormitorio y abrió la pequeña caja de plata donde siempre tenía dos o tres porros armados. Encendió uno.

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