miércoles, 17 de febrero de 2010


4


—Me agarraste tomando sol en la panza —dijo Carloncho sentándose en un gran sofá y moviendo la camiseta sobre el vientre como si fuese un abanico. Había cultivado un estilo crudo de expresarse porque amaba los contrastes.
—Estás hecho un chanchito burgués.
—Estoy... así, en un período oral, digamos. Necesito que el mundo me entre por la boca y me salga por el culo.
—Avisame cuando pases al período de tránsito inverso. En todo caso, hay una parte considerable de ese mundo que se te está atascando en la cintura.
—Tengo una dieta infalible y agradable. Cuando ya no me soporto más me paso una semana a puro té.
—¿Té? ¿De hierbas?
—Algo así, de hongos. Cucumelos. Estoy una semana alucinando y ni pienso en comer, fumar, cojer o cualquier otra cosa. Te juro, pierdo cinco o seis quilos al toque.
Rieron como si estuviesen sentados en el cordón de alguna vereda, con 16 años y todo el tiempo por delante.
Recién después del postre, al borde de la piscina, él le contó el propósito de la visita. La tarde estaba avanzada y las sombras de los árboles cubrían casi toda la superficie de agua verdiceleste. Carloncho estaba sentado al borde de la pileta, sus piernas iban y venían hacia adelante y hacia atrás, hacia los costados, como dibujando el agua.
—¿Te encajetaste con la guachita? —le preguntó.
El no respondió. Sabía que no era necesario.
—¿No me digas que al fin te enamoraste de alguien? —insistió Carloncho.
—No digas pavadas —contestó él demasiado seriamente para el tono con que había sido formulada la pregunta—. ¿Podés averiguar si tiene correo electrónico?
—Si querés te averiguo hasta de qué color prefiere las bombachas.
—Con el correo electrónico será suficiente.
—Pero, ¿qué querés hacer? Sos un perverso hijo de puta —dijo con una risa entrecortada—. Querés hacerle el bocho. Eso querés. Sos un hijo de puta... —calificativo que en la jerga de Carloncho era un verdadero cumplido.
Se despidieron mientras se ocultaba el sol. Ella le había dado un rápido beso en la mejilla derecha y había sonreído, toda una excepción que él supo apreciar. Carloncho lo acompañó hasta la portera y se quedó allí hasta que el auto dobló el primer recodo del camino de tierra que conducía hacia la ruta. Después regresó a su paraíso caminando despacio, olfateando los aromas del atardecer mientras los diez perros trillaban los alrededores de su amo como si fuesen guardaespaldas cuya principal diferencia y ventaja sobre los humanos dedicados a esa profesión era que ellos parecían distraídos.

Dos días después recibió la visita de Carloncho en su casa. Traía un cd. Lo introdujo en la computadora y desplegó centenares de direcciones electrónicas con sus respectivas claves. Los había de todos los continentes y de casi todas las capitales del mundo.
—Aquí tenés. Te aclaro una cosa: esto no es para hacer pendejadas; usalo con criterio. Hay dos tipos de cuentas: las que tienen un asterisco son las que por alguna razón están en servicio pero sus titulares no las usan o las han abandonado y algún error burocrático las dejó habilitadas. Las que tienen un guión son de personas o instituciones que tienen un tráfico enorme, miles de comunicaciones mensuales, ¿entendés? El secreto es usar uno por uno y sólo para correos breves; si usás uno por día vas a tardar 477 días en volver al primero. De esa forma es casi imposible que alguien se percate de que estás utilizando su cuenta. ¿Cazaste, no? Uno cada día. Si las querés usar para meterte en internet con conexiones largas o arriesgarte tratando de entrar en servidores protegidos, entonces no te doy ninguna garantía.
Carloncho copió el contenido del cd en el disco duro de su amigo, lo retiró y lo guardó en una bolsa de nailon que después colocó delicadamente dentro de una gran saco de plastillera roja repleto de objetos indefinidos que cerraba una gruesa cuerda de nailon celeste en cuyo extremo había un nudo corredizo donde Carloncho colocaba un gancho de hierro.
—Es de lo más práctico para viajar en ómnibus llenos; en vez de andar arrastrando la bolsa la cuelgo del pasamanos y la voy corriendo con un dedo, ¿te das cuenta, botija? —dijo señalando la nada con el índice regordete de la mano derecha. Nunca había querido aprender a conducir. Sólo la inspiración del momento determinaba si haría cada desplazamiento en ómnibus, taxi, remise o helicóptero, pero siempre con chofer.
Se quedó tres días. Lavó la vajilla, barrió lo barrible de los pisos, surtió la heladera y el bar, cocinó, ventiló y sacudió el apartamento como si estuviese en su casa y sin hacer absolutamente ningún comentario al respecto. La tarde del tercer día la pasaron en la playa, y esa noche Carloncho se fue con su bolsa de plastillera al hombro fingiendo que nada había sucedido.
Apenas quedó solo en su apartamento fue hasta la computadora y escribió lo que parecía una carta. Siguió el procedimiento recomendado por Carloncho y envió el texto a la dirección que digitaba por primera vez y que desde ese momento quedaría grabada para siempre en su memoria.

Llegó a su casa y como casi todas las noches se sirvió una copa de vino blanco helado. Hizo un gesto de contrariedad al ver que la vajilla sucia estaba intocada. Pensó que la empleada habría tenido algún contratiempo y se dijo que la lavaría más tarde, cuando reuniera ánimo. Se quitó las caravanas, las pulseras, y las dejó sobre la primera superficie plana que encontró. Abrió las ventanas a la noche mezquina de Pocitos cuyos sonidos llegaban asordinados hasta su piso. Volvió a la cocina, tomó la copa y fue hasta la sala. Los zapatos quedaron sobre la alfombra, junto a la mesa ratona. Se sentó en su sofá preferido, un Chesterfield, estiró las piernas y las apoyó sobre la mesita. Esperó que el vino, que bebía rápido pero en cortos sorbos, empezara a hacerle efecto. Sus músculos se fueron aflojando, como siempre, desde las manos hasta los pies cuyos dedos comenzaron a moverse como tentáculos de un minipulpo, lentos, independientes, obscenos. Dejó la copa casi vacía en el suelo, puso un disco cualquiera y encendió la computadora.
Fue hasta el baño y abrió las canillas hasta que el agua salió a la temperatura ideal como para meterse en ella un buen rato. Hizo girar la llave que bajaba el tapón cromado de la bañera que empezaba a llenarse y volvió hasta la computadora, activó el programa de correo electrónico y le ordenó ingresar en su cuenta personal. Levantó la copa y bebiendo fue a ver el progreso del agua en la bañera. Dejó la copa en el borde, tomó un pequeño recipiente de formas redondeadas y volcó un poco de su contenido -líquido, viscoso, azulado- sobre el agua que en pocos segundos se tiñó de un celeste fragante. Cuando volvió hasta la computadora vio que una ventana en la pantalla le indicaba que tenía nuevo correo. Eran tres mensajes. Uno de su primo, desde New York, donde vivía hacía ya más de 20 años, otro de Nelson, su insaciable productor que tenía la delirante convicción de que todo el mundo debería trabajar permanentemente, sin descanso, sin tiempo propio para ganar o perder, y el tercero de procedencia desconocida. Nunca había visto ese login. Pensó que quizás fuese spam, una de esas promociones que los negociantes de internet volanteaban por miles, decenas de miles de direcciones electrónicas con la esperanza de enganchar algún consumidor interesado en la infinita variedad de servicios que se ofrecían en el ciberespacio. Sin pensarlo, por mera curiosidad, llevó el cursor hasta la línea correspondiente a ese mensaje y pulsó dos veces el botón izquierdo del ratón.

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