sábado, 20 de febrero de 2010



7


—¡Cháfale!, ¡cháfale! —repetía como estornudando mientras caminaba de un lado a otro de la ventana que daba a un pozo de aire y señalaba el piso haciendo cuernos con ambas manos. Era tarde, pero el escándalo, o lo que a El le parecía un escándalo, no cesaba. Quizás sólo fuese el ruido de la gente viviendo, utensilios que se entrechocan, un niño o niña que llora algún mal sueño, varias televisiones sintonizadas en el mismo programa, cierta risita masculina repetida decenas de veces, frases pronunciadas un poco más alto que las otras como retazos de momentos impensados, una puerta aquí y otra allá golpeándose imprevistamente por obra de una irrepetible y fugaz corriente de aire que todos echarían de menos esa noche, aceite.
Había tenido que elegir entre el bullicio y la asfixia. El ventilador no funcionaba desde hacía dos veranos. Los sonidos no se producían simultáneamente, lo sabía, pero en su cabeza se iban acumulando unos junto a otros como ecos interminables, se escribían como en un pentagrama circular y se ejecutaban enrulándose. Desde hacía un tiempo le sucedía cada vez más a menudo. Lo atormentaba sorpresivamente la sensación de que ninguno de los miles, tal vez millones de sonidos que escuchaba era nuevo, de que ya los había oído todos y se volvían a repetir exactamente iguales. Sólo iban clasificándose en sus respectivos casilleros preexistentes, cayendo sobre sus pares como galletitas industriales desde una cinta deslizante, despertándolos para permanecer vibrando, latiendo entre sus oídos. Era cuando lo embargaba la intolerancia y se imaginaba viviendo en un edificio habitado por monos de culo rojo, monos machos, monos hembras, monos pequeños, jóvenes y viejos, pero todos de culo rojo. Él mismo en la frontera entre el homo sapiens y el primate colorido. Salió.
Cuando regresó, desinhibido por más alcohol, todo había cambiado. El silencio era casi total, apenas alguna tos, una cisterna vaciándose, y nada más. Estaba de buen humor, de muy buen humor. Un interlocutor ocasional e inesperadamente hábil le había dado la solución. Era obvia y simple como la mayor parte de las genialidades:
—Auriculares —había dicho el hombre mirando para cualquier lado y con el mismo tono de voz que usaría un mecánico para diagnosticar “es el tercer cilindro" luego de escuchar durante cinco segundos un motor pidiendo auxilio.
—El problema es que no va a oír el teléfono ni el timbre —recordaba ahora, mientras se sentaba delante de la computadora, que había agregado el hombre en la barra, evidentemente virginiano. Lo admiró sorprendido y mudo, sonriendo inmutable al comparar cuán útil había sido el consejo e inútil la prevención. Sabía lo que iba a escribir.


Yo era pequeño (¿cuatro o cinco años?); aún no iba a la escuela. Tal vez hice algo mal, no sé si muy mal, o molesté más de la cuenta. Era de noche. Mi padre trabajaba todo el día y cuando llegaba a casa recibía el parte de guerra. No había habitaciones individuales para nadie, no había plata y tampoco mucha paciencia. Entonces él me tomó de un brazo, me llevó a su dormitorio, apagó la luz y se fue cerrando la puerta con llave. Yo no entendí, ni siquiera creí en lo que estaba sucediendo. No podía llorar ni alcanzar el interruptor. Tomé conciencia de lo oscuro, una gelatina parecida a la nada.
Hasta entonces mi vida había transcurrido a la luz, en el bullicio, entre olores de sopa y patio, con la libertad del séptimo de ocho, siempre ocupado en hacer mis propias cosas y en admirar las proezas de los grandes. Vivía a coro, ingenuo entre la prole.
Aquella oscuridad -tercera muerte- me dio conciencia de mí mismo. Fue en ese negro donde vi por primera vez la apariencia de mi miedo: fauces babeantes, colmillos sucios, ojos de dragones malignos, pieles escamudas de lagartoverde avanzando veloces hacia mí, cargando una y otra vez, sin pausa, sin concierto, sin fin. Me arrancaban pedazos que se reconstituían de inmediato para que me los volvieran a arrancar. Era la eternidad iniciática, en sí la soledad.
Hasta que me ahogué en mí y descubrí que tengo un lugar donde no hay miedo ni pena.
Luego apareció mi madre y me liberó. Todo había cambiado, pero ellos continuaban en sus lugares, mirando la tele sin sospechar las cosas que sucedían en el dormitorio de mis padres. Entonces comprendí que el mundo es un lugar inseguro, y que yo había sobrevivido por pura suerte. También entendí que nadie creería que existen los monstruos inmortales que aparecen en la oscuridad cuando estoy solo, que la realidad es muy frágil, y que yo había accedido a otro universo, invisible, inenarrable.
Después, mucho después, supe el nombre de ese secreto, tan real y espeso como el odio, como el castigo a los que queremos.
En esa oscuridad tejí mis telas. Y allí estoy, todavía, atento como una araña.


Con todo pronto, el cursor sobre el send y el dedo rozando el botón del ratón, se detuvo. Se preguntó si ya habría visto su primera carta. ¿Sería de esos que ingresan diariamente a su correo electrónico? ¿Lo usaría realmente o lo tendría por esnobismo, para agregar otra línea en su tarjeta de presentación? Y si había leído, ¿cómo habría reaccionado? Esas preguntas y muchas otras ya habían envejecido junto a las respuestas durante la bruma de su día, sólo repetirse la primera le pareció que tenía algún sentido a esa hora, en ese momento. Se quedó un largo rato inmóvil, buscando en su anegada conciencia una luz, una señal que le indicara la decisión correcta. El chirriante, breve y desesperado frenazo seguido por un estrépito de latas y vidrios lo despejó instantáneamente. Había sido muy cerca, quizás en su misma cuadra. Quiso llegar hasta la puerta y se imaginó bajando la escalera de a cuatro escalones, pero perdió el equilibrio. Se apoyó en la mesa. No se había dado cuenta de que estaba tan borracho.
Miró la cama.

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