miércoles, 24 de febrero de 2010



7



Varias horas después, encandilado por el sol del mediodía, vio el automóvil casi partido en dos, la columna de hormigón talada de un golpe, la sangre seca en todas partes, las moscas. Se dijo que allí había estado la muerte y que nada podría haber hecho. De todas formas, nadie esperaba que él o cualquiera hiciesen algo. Encendió un cigarro y se sentó a la sombra del amasijo, en el cordón de la vereda. No supo si con morbo o pereza. Todos los domingueros que acertaban a pasar por aquella calle absurda se sentían atraídos por el espectáculo, pero sólo unos pocos le hablaron. ¿Qué pasó? ¿Sabe cómo fue? ¿Quién venía dentro del coche? ¡Qué barbaridad! Empezó diciendo que no sabía nada, pero a partir del tercer interesado, sin premeditación, comenzó a mentir.
—Sí, era una pareja. Venía manejando él, parece que bastante borracho. Ella era la chica de la televisión que tiene ese programa de los ricos y famosos del canal 6… sí, Ana no sé qué… pobre… no, ella se salvó, pero estaba muy mal. El que la quedó fue el tipo… Ah, un desastre, no me haga acordar… sí, yo bajé enseguida y me di cuenta de que él había muerto, estaba deshecho. Pero ella no tenía nada de sangre y la cara estaba intacta, así que la saqué del auto y como no se movía le hice respiración artificial… fue increíble… estaba como dormida, y de repente tosió y empezó a respirar, pero mal, con una especie de ronquido… claro… por suerte llegó la ambulancia y se la llevaron enseguida. El médico me dijo que probablemente tuviese alguna costilla fracturada que le había perforado un pulmón o algo así… bueno, sí, si no llego enseguida de repente la quedaba ella también… no, no me debe nada… la vida no se le debe a nadie… lo único que se debe a alguien es la muerte…

Contó la historia varias veces con algunos cambios aquí y allá, pero ella siempre estaba exteriormente intacta y, también siempre, él le devolvía la vida. Después se fue caminando. Quería ir a la escollera y sentarse sobre el muro de la rambla a mirar a los pescadores, sus delgados hilos de nailon tensos, sumergidos, conectándolos con otro universo del que, secretamente, esperan algo extraordinario que nunca llegará, aunque el balde esté lleno. No quería siquiera exponerse a la tentación, así que dio un amplio rodeo para evitar pasar cerca del edificio donde ella vivía, según la guía telefónica.
No sabía que era una dirección antigua. Hacía ocho meses que se había mudado, en el mismo barrio, pero lo suficientemente lejos de aquel apartamento como para no cruzarse con su ex en el super. Le gustaba elegir ella misma sus alimentos, pero ahora lo hacía raramente. Nunca tenía tiempo, aunque sospechaba que esa carencia era más una sensación que una realidad. En todo caso, la empleada las hacía ateniéndose casi estrictamente a la lista que Ana confeccionaba dos veces por semana. Casi, porque Karen no aceptaba alimentarse sólo con vegetales, frutas, lácteos y cereales a pesar del proselitismo que le infligía su patrona. Karen almorzaba allí, y siempre tenía en el refrigerador y para su estricto consumo personal algún trozo de “animal muerto", como calificaba su etérea empleadora a cualquier tipo de carne. Sólo había cedido en una cosa: jamás hacer frituras: Ana odiaba ese olor y lo detectaba a pesar de extractores y ventanas abiertas durante todo el día sin equivocarse jamás. Después de la segunda vez que “la señorita” descubrió que se había hecho un churrasquito decidió respetar el acuerdo: la carne hervida o al horno.
Pensaba que hacía una buena obra; si había fracasado en convencerla de no comer carne por lo menos evitaba que tragara todas aquellas toxinas del aceite quemado. Con su ex lo había logrado. Pero él era mucho más maleable que Karen. En realidad había resultado demasiado maleable. Ahora, sentada en su terraza mientras acompañaba la puesta del sol allá, sobre la escollera, se preguntaba cómo había permitido aquellas cosas, tantas injerencias, interferencias, órdenes apenas disfrazadas de sugerencias que su suegra se había empeñado en darle durante dos años. ¿Fue quizás deslumbrada, intimidada por la opulencia? ¿La acobardó el riesgo de echar a perder lo que todas querían? Porque él no sólo era rico, también bello y sensible, y bastante inteligente. Pero ella no supo arrancarle más amor que miedo su madre. Los últimos seis meses habían sido una batalla campal hasta aquella escena liberadora en la embajada suiza. Sí, aquello de llamar a un mozo, tomar un vaso con jugo de tomate y tirárselo encima a la vieja había sido terriblemente teatral y de mal gusto, pero tenía que suceder algo así. El recién llegó al apartamento que compartían -regalo de la “mamá" para “los tortolitos"- al día siguiente y con cara de perro en cancha de bochas, sin saber de dónde vendría el próximo bochazo y buscando la salida más cercana. El había elegido otra vez a su mamá. La sacó de la embajada y la llevó a la casa, la consoló y se quedó a dormir en su antigua habitación de adolescente “por si le daba algo durante la noche. Estaba tan contrariada, tan avergonzada que no quise dejarla sola en aquel caserón”.
No dijo una sola palabra. Sintió que ya se había rebajado mucho más que lo admisible. Se fue con lo puesto. Dos días después ya había alquilado este apartamento donde recibió las maletas con sus cosas que él o su suegra habían reunido y embalado primorosamente.
Ya nadie recordaba aquel escandalete. Ella misma lo había prácticamente olvidado. Sólo a veces, cuando veía pasar por la rambla a esas mujeres aún jóvenes al volante de sus autos nuevos y algo descuidados, sus hijos pequeños y rubios jugando con el cocker en el asiento trasero, experimentaba un leve sentimiento de pérdida que se disipaba muy rápido cuando imaginaba que ellas tenían suegras ricas sin un vestido manchado con jugo de tomate.


De regreso a su apartamento, Ana fue hasta la terraza y se estiró sobre una chaise-longue para disfrutar lo que quedaba de sol. Había pasado el domingo con sus padres. Los quería y se sentía muy bien con ellos, siempre que le dieran la suficiente distancia como para extrañarlos un poco. En aquella cómoda casita de Malvín se respiraba una sobria dignidad. No vivían en forma austera, pero tampoco muy holgada. Ambos habían recuperado sus cargos docentes en la Universidad al regresar del exilio, en México. El estaba ahora en Ciencias Políticas y ella en Ciencias de la Educación, grados cinco.
Mientras miraba cómo el sol llegaba hasta el horizonte recordaba el apenas velado reproche que su padre le había hecho ese día, mientras su madre servía el postre a la sombra del jazmín.
—Ahora sos famosa, lo que seguramente tiene aspectos positivos y agradables, pero estoy seguro de que harás cosas aún mucho más importantes.
Detrás había algo así como: “Estás preparada para hacer algo más digno, sustancioso, trascendente, que un programucho de televisión frívolo y amplificador de la ideología dominante”. Pero jamás se lo diría de esa forma. Por evitar una discusión estéril, sí, y también por respeto.
Ellos nunca le habían impuesto un camino, una opción, y se lo habían tolerado todo. Tal vez demasiado.
El mundo había cambiado mucho desde que ellos habían elegido una dirección, una posición, una escala de valores, y ahora era demasiado tarde para abandonarlas.
—Yo no abandoné nada porque nunca tuve nada. Vivo al día, como toda mi generación —se decía Ana, con la sensación cada vez más cicatrizada de que era una mentira básica.
Sonó el teléfono. Levantó el inalámbrico que había dejado a su lado, sobre las baldosas de cerámica.

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