lunes, 15 de febrero de 2010



2

La cocina olía a muerto. Había ceniceros desbordando de puchos en los lugares más incómodos, montañas de libros en el piso, botellas vacías, piedras, ramas secas, trozos de hierro que alguna vez formaron parte de algo útil. Todo estaba colocado sin premeditación aparente y cubría la mayor parte de la superficie de la casa. Quedaban estrechos senderos más o menos liberados por los cuales era posible desplazarse de una habitación a otra. Esa acumulación extraña tenía una ventaja: no había dónde sentarse. No demasiado confortablemente, quizás.
Llegó hasta la cama e hizo una extraordinaria cantidad de movimientos encadenados: encendió una veladora, se quitó el saco y terminó de desanudarse la corbata, se quitó los zapatos atados empujándolos desde el talón con la punta del otro pie, se desajustó el cinturón, aplastó el cigarrillo en una montaña de puchos que se suponía estaba sobre un cenicero y eso fue todo; se dejó caer sobre la cama revuelta y pringosa. Minutos después, sin abrir los ojos, sin mover ninguna otra parte de su cuerpo, apagó la veladora con el brazo izquierdo revoleado en el aire. La habitación quedó apenas iluminada por el brillo de la pantalla de la computadora que no había apagado en ocho meses, desde el día en que la instaló. Pensaba que ella tenía que estar siempre disponible, sin dilaciones, sin trámites, sin gestos preparatorios: era una máquina y no merecía piedad. Antes de dormirse decidió nombrarla de alguna manera que al otro día habría olvidado.

Carloncho vivía en una chacra relativamente cercana a la ciudad. La casa era antigua. Vieja, dicen en estas tierras donde los conceptos de tradición e historia son casi desconocidos por no caber en una parrilla los domingos soleados ni en una calabaza rellenada cada mañana y cada tarde con yerba mate. Después de trasponer la portera sobre la que un cartel desprolijo advertía: “¡Cuidado. Perros perros!”, había que avanzar por el camino entre altas chircas y yuyales antes de ver la construcción principal. Los perros eran por lo menos una decena, perros de campo, mezcla de mezclas, pero no había ninguno pequeño. Unos cuantos venían acompañando el auto desde la entrada, gruñendo, ladrándole a las gomas y a los brillos de los cromados. Tocó bocina y esperó a que su amigo apareciera -lentamente, como siempre- por un costado de la casa que daba la espalda al camino. Aquí y allá quedaban lamparones de ladrillo y piedra a la vista. El campo circundante estaba completamente abandonado y había recuperado su naturaleza cimarrona, intimidante para cualquier curioso o extraviado. Supo que venía hacia allí cuando los perros, todos juntos, comenzaron a ladrar mucho más que antes corriendo alrededor del coche como poseídos por una rabia vengadora. El amo diría qué hacer después.
Era imposible saber cómo luciría Carloncho, cuyo aspecto físico y su estilo vestimentario variaban según sus estados de ánimo o la sensación de confluencias astrales que estuviese percibiendo en cada momento antes que por el clima y mucho menos por la moda. Podía parecer un hombre recién fugado del más descuidado asilo para enfermos mentales, con barba y mugre incluidas, un atlético deportista que se entrena para competir en los 100 metros llanos olímpicos, un campesino envuelto en lana rústica y sobada con botas de goma hasta las rodillas en pleno verano o como esa mañana, mostacho de mariachi, cabello lacio y algo largo, camiseta de algodón enrollada hasta las tetillas de manera que el vientre esta vez potente tomase aire fresco, pantalón corto y unos zapatos viejos calzados como chancletas. El pañuelo blanco anudado en las cuatro puntas que le cubría la cabeza era una de sus prendas más habituales en los días soleados.
Caminó hasta el automóvil mientras agitaba los brazos dándole la bienvenida y al mismo tiempo alejando los perros que en un segundo entendieron que se trataba de una visita confiable. Sonreía, contento, mientras abría la puerta del coche.
—¿Qué haces, animal? ¿Te vas a quedar ahí todo el día?

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