sábado, 13 de febrero de 2010

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Empalidecido. No encontraba otra palabra mejor para definirse a sí mismo. Escuchaba por enésima vez al grupo de músicos que intentaba animar las noches del Hot Club mientras bebía un escocés doble con poco hielo apoyado en la barra demasiado grande y sin lustre desde hacía varios años. La grasa depositada sobre la madera por el roce de miles de manos pasaba casi desapercibida gracias a la escasa luz y al nulo detallismo de los habitué. La música pretendía ser jazz. En realidad resultaba una tediosa marcha militar disfrazada con mediocridad y ahínco. Ya no le daba rabia como al principio. Quizás algo de piadosa ternura después de varios meses de estar escuchando aquellas melodías que ya no tenían nombre y autor; era apenas una rutinaria secuencia que terminaba arrancando de cuajo la curiosidad para hundirla en la pecera de la entrada, agua bendita y podrida.
No recordaba por qué había recalado en aquel lugar y lo había adoptado como su hogar principal. Tal vez porque siempre había alcohol disponible y cigarrillos a precio de quiosco, porque no necesitaba preocuparse de vaciar los ceniceros al cabo de la noche, o porque les hizo conocer a Bob Marley cuando ellos estaban adorando a Michael Jackson, lo que no tuvo ninguna consecuencia apreciable en el aspecto del lugar ni en la concurrencia, pero al menos a veces se podía escuchar buena música.

La vio bajar por la escalera entre una caterva de idiotas, ella misma imbecilizada por aquella compañía. Tenía un vestido negro un poco escotado, corto, zapatos negros, un anillo de oro con un brillante regular en el dedo medio de la mano izquierda, una pequeña cartera negra con una cadena plateada colgando del hombro derecho, una sonrisa expectante entre dos labios casi gruesos que enmarcaban una boca amplia. Cabello negro cortado debajo de la oreja.
—Otra bella tonta —se dijo—, pero muy bella —completó mientras cambiaba de dirección la mirada encontrando al negro Tinta en el espejo, prendido al saxo, simulando placer con el arte gastado de una puta resignada y poco ambiciosa, de una esposa vieja. Se hundió en el vaso, mojado.
Empalidecido se vio desde la mesa donde ella se sentó eligiendo cuidadosamente el lugar, desplazándose por el banco adosado a la pared con pequeños saltos sobre sus nalgas aun frescas y estrechas. Estaba rodeada por manos finas, aromas finos, cuerpos finos, ropas finas, cabezas finas trabajadas por peluqueros finos. No veía ningún otro rostro sino el de ella. La imaginó desnuda sobre su cama deshecha. La imaginó vestida bajo su ducha angosta mientras ella reía circunstancialmente mirando alrededor, tratando de descubrir el fondo de la oscuridad, la procedencia de los olores, el lugar donde poner a temblar la expectativa. No estaba interesada en ninguna de las personas que la acompañaban. Estaba muerta, y no lo sabía. Se dio vuelta y la miró sin esperar ser correspondido, apenas con su habitual morbo de voyeur profesional. Entonces la reconoció. Era la cheta de la televisión, pero mucho más atractiva. Estudió su cerquillo, las caravanas apenas visibles, su forma de cruzar las manos a la izquierda de su eje por debajo de la mesa y de inclinar el torso hacia adelante, las piernas siguiendo la orientación de las manos que ahora se movían, la derecha, tocando un brazo con un gesto desprovisto de adrenalina. Sus miradas se encontraron sin alevosía, por casualidad, cuando ninguno de los dos lo deseaba. Y uno se demoró en el otro el tiempo suficiente para envenenarse la vida: le prometió la muerte y sintió que ella el miedo. Fue así, y nada más.
Recogió sus cigarrillos del mostrador, los guardó en el bolsillo de la camisa, dedicó un gesto breve con la mano derecha al hombre detrás de la barra y salió sin mirar atrás, considerando cuánto trabajo le costaría llegar hasta su cama sobre la que se echaría vestido, como siempre, diciéndose que debería ir a un remate para conseguir una de dos plazas, proyecto que suspendía, como siempre, porque no tenía sábanas de dos plazas ni deseos de comprarlas.
La calle estaba más caliente que el sótano donde yacía el Hot Club. No había un alma a la vista, considerando que las dos putas que rumiaban en la esquina ya hacía tiempo que habían extraviado las suyas. Las habían extraviado, o empeñado o regalado: qué más daba. Ellas, antes que todos, prematuramente, habían mirado el mundo desde el patio trasero, allá donde no hay versos, reputaciones, armonías o imposibles. El tiempo y la mala leche les habían hinchado el vientre, aflojado los aductores, ahuecado los pezones, estriado las comisuras de los labios que apuntan hacia abajo en señal de una seca derrota cuyos anuncios pasaron desapercibidos entre tanto ejercicio de mortaja para pijas pobres, rápidas, incontinentes víctimas de la miseria sexual en una ciudad donde demasiadas mujeres todavía se niegan a ir a la cama antes de haberse llenado el estómago con pamplonas de pollo, ensalada mixta y flan con dulce de leche, haber ido al cine a ver alguna estúpida película americana con final feliz o infeliz y recibido cuatro o cinco proposiciones en el ómnibus de regreso a un barrio con calles oscuras y evacuadas cada noche a las diez en punto. Aparte de eso, no había un alma.
Vio tres autos “distintos”. Eran los de ellos. Se acercó, las manos en los bolsillos. Era evidente que venían de otra zona de la ciudad. Una zona limpia, con gente empleada para asear lo que se ensucia, para frotar lo que se opaca, mantener las puertas vigiladas y sonreír a cualquier mierda con plata. Esos tres autos olían distinto a los que habitualmente estacionaban allí. Emanaban un extraño aroma compuesto por el olor de las cosas nuevas, detergente y perfumes caros; había otra presencia que no lograba definir. Rodeó los autos despacio, sin mirarlos, oliéndolos. Una vuelta le bastó. No era una presencia, sino una ausencia lo que los distinguía: no tenían el más mínimo rastro de olor a tabaco. Encendió un cigarro y fumó unas pitadas junto a ellos. En su juventud quizás hubiese cometido un atentado individual, un retrovisor arrancado, un rayón de punta a punta o el extremo de bajarles el parabrisas. Pero ya no era joven, ni pensaba que tales actos fuesen creativos. Así que les fumó un poco arriba y se fue rumbo a su apartamento, zigzagueando junto al cordón de la vereda.

1 comentario:

Unknown dijo...

No sé si soy una gran lectora,supe serlo,pero creo que una vez que uno entra al mundo maravilloso de los libros nosé si nos es posible distanciarnos de ellos...siempre hay algún amigo,una alma llena de letras y de historias que nos acercan con buena fe sus pertenencias,sus rincones,sus creaciones.No quiero quedarme con la bronca furiosa de sentir que no puedo tener el placer y el DERECHO a disfrutar de estas letras en un libro y de jugar el juego de seducción que solo un libro y su lector saben lograr....quiero quedarme con el fabuloso sabor que tiene aquello que uno no puede desprenderse,el placer de un buena lectura....así que gracias a este gran escritor uruguayo que nos premia con su escritura como solo pocos lo saben hacer....GRACIAS!!!!