sábado, 20 de febrero de 2010



6


Estaba enteramente sumergida en el agua tibia con excepción de su cara y su antebrazo derecho. A través del agua apenas teñida de cielo las formas de su cuerpo se recortaban temblando contra el fondo de la bañera. Era pequeño, proporcionado y bello. Las piernas bien torneadas, las caderas algo estrechas pero bien marcadas por una cintura ajustadísima y presididas por una breve pilosidad, negra y que parecía suave. El torso nacía lentamente ascendiendo hacia los senos redondos, plenos y que rebosaban apenas la palma de una mano. Su boca succionaba largas pitadas del porro y sus labios se apretaban reteniendo el humo en los pulmones durante un momento. Sus ojos verdes miraban alguna intersección entre las hileras de azulejos rosa viejo, allí, delante de ella.
Su mente relajada por la marihuana vagaba por pensamientos que se asociaban libremente, pero volvía una y otra vez a la misteriosa carta. Su cuerpo se sentía envuelto en un estuche a la vez acariciante, flexible y levemente aprisionante. Apagó el toco en el agua y lo dejó sobre el borde contra la pared, junto a la ceniza. Sumergió el brazo derecho y cerró los ojos. Esa frase de Shakespeare, no la recordaba con precisión, pero era horrible. Eso de los gusanos que se están comiendo al que estaba de cena. Pero, bueno, es Shakespeare. Es ficción. Y después eso del astro y de lo inevitable, la gloria o la muerte, y se imaginó a un ladrón en una esquina oscura como en las tiras cómicas, con antifaz y gorra de paño encañonando a un incrédulo burgués; el globito decía: “La gloria o la vida". Sonrió, y se escuchó liberando un involuntario “he" desde el pecho que hizo una onda apenas perceptible en la superficie del agua. La onda se desplazó lentamente, cada vez más lentamente, hacia sus pies, rebotó contra la loza y regresó apenas insinuada. Veía la arruga móvil con los ojos casi a la altura del agua; sabía que llegaría hasta su mentón, pero le pareció que demoraba un tiempo enorme en recorrer esa breve distancia, un tiempo durante el cual sus pensamientos erraron por mil vericuetos inconexos. Cuando parecía que aquel pliegue minúsculo chocaría inminentemente contra su piel las palabras ocuparon todo: “Ser bajo, bajo y ancho. Está hecho”. Abrió la boca en el momento justo y la cerró como dando un mordiscón: lo que le tocaba de “he” le recorrió los labios, los dientes, las encías, el paladar. No lo pensó, realmente. Sólo dejó que la onda continuara su viaje.

Se había puesto una camiseta amplia y unas alpargatas blancas, un poco bigotudas, íntimas, que guardaba en el fondo de un placard, dentro de una coqueta caja de zapatos finos. Había lavado la vajilla, cocinado rápidamente unos champignons con crema y no había respondido el teléfono. En el contestador habían quedado tres mensajes de Mary: “Por favor, ¿dónde estás? Llamame en cuanto llegues; vamos al Oriente y viene el insufrible de Nacho. Tenés que ayudarme. Acordate del pacto y no seas traidora. Chaucito”, el primero. “Perdón, te llamé hace tres cuartos de hora y nada. ¿Estoy interrumpiendo algo? Te aguanto hasta las once y media. ¡Dale, llamame!”, el segundo. “Bueno, ingrata amiga, me tendré que bancar sola al Nacho, lo que es mejor que nada. ¿Dónde estás? ¿O estás ahí y no me das bola? En fin, ¡que viva la noche!”, el último. Uno de su invasivo productor: “Nena (siempre le decía 'Nena', a pesar de que le había aclarado mil veces que odiaba que la llamaran así; optó por devolverle el sopapo llamándolo 'Tontito' en cualquier circunstancia y especialmente en público), acordate de que mañana tenés que pasar a las 10 por lo de Patricia para elegir la bijou y después nos juntamos en la oficina para puntear lo de Londres que sabés que está brava la mano con el canal y además sería conveniente que fueras pensando cómo cuernos arreglamos la macana que se mandó tu amiguito camarógrafo en la secuencia del Central Park porque la emisión es dentro de tres días chau chau divina yo también te quiero”.
—Mañana es domingo, Tontito, y no pienso hacer nada de eso. Disolvete –se escuchó decirle al contestador.
Y uno de se madre: “Hola mi amor, habla tu madre (la gente de generaciones anteriores a la maquinización doméstica siempre cree necesario aclarar lo obvio, como si solamente le hablaran al contestador que, sin datos apropiados, después no sabría de quién es cada mensaje lo que perjudicaría irremisiblemente su trasmisión); Papi quiere saber si vas a venir a almorzar mañana. Dice que te extraña, que hace tres semanas que no te ve. Bueno, te manda un beso grandote y otro yo. Si podés llamanos. Chau; hasta mañana”.
Su madre siempre había hablado de la misma forma, invocando a su marido. Nunca había podido averiguar si realmente actuaba como portavoz o si utilizaba a su padre para dar más importancia a sus deseos. Autoestima, sí, ya tenía claro qué era lo que le faltaba. Pero no se podía quejar: conocía a otras y otros hijos únicos que la pasaban muchísimo peor. Dentro de todo, los suyos eran monopadres bastante autónomos. Sí, tal vez mañana iría a almorzar con ellos para renovar el inigualable sentimiento de ser sola, centro, ombligo, única, irrepetible y amada sin discreción. Aunque fuese un amor paternomaternal, era amor al fin. Obedeciendo a la compulsión de saborear algo dulce, muy dulce, totalmente dulce, se levantó del sofá desde donde estirada miraba distraídamente una película insípida que había agarrado empezada en el cable. Revolvió los placares de la cocina hasta que encontró una pequeña lata de cerezas en almíbar cuyo aspecto cosmético le pareció colmarían su ansiosa necesidad. Las colocó en un bol de postre y las llevó hasta la mesita, se sentó en el sofá y tomó la primera con lentitud, postergando el primer placer para hacerlo más disfrutable. Chupó la piel almibarada de la fruta dos o tres veces y la introdujo en su boca sin más contemplaciones. Estaba sentada frente al bol, los codos en las rodillas, masticando la primera cereza mientras ya sostenía otra entre el pulgar y el índice sacudiéndola levemente sobre el recipiente donde caían gotitas del jugo azucarado cuando se decidió: recuperó la extraña carta de la papelera informática y la imprimió, esta vez hasta el final. Siguió comiendo las cerezas hasta que se sintió empalagada, entonces encendió un cigarrillo, el único del día, tomó la hoja de la impresora y la puso en el suelo, junto a un cenicero. Empezó a leer con atención. Se le había ocurrido que quizás se tratara de una mujer. Ella había aceptado como un hecho que quien había escrito aquello era un hombre. Se dijo que si el texto no lo indicaba explícitamente era un buen tema para plantear en la terapia: ¿ando buscando tan desesperadamente un hombre? Avanzaba por los párrafos sin encontrar una sola pista, hasta que llegó casi al final: otro... aquí está: “Es posible que mañana sea otro... bajo y ancho...".
—Era un hombre, claro, tan loca no estoy —pensó.
Pero de inmediato dudó, podría ser Otro en el sentido de otredad, de ser otro Ser, otro juego de máscaras, otro mosquito, y “bajo y ancho" tampoco era un dato firme, son adjetivos, un edificio bajo, un pie ancho, un sentimiento bajo y ancho, un lugar panorámico distinto. “Es posible que mañana sea otro...", y terminaba con “Hasta mañana".
—¡Puta madre! ¿Qué es esto? —se preguntó en voz alta aunque sin crispación mientras levantaba la vista y sin darse cuenta la focalizaba en la pantalla de la computadora.
Dejó la hoja impresa en una bandeja de madera sobre el escritorio. Miró la hora: la una y media. Aseguró la puerta, apagó la computadora y las luces, se lavó exageradamente los dientes y se metió en la cama bajo una sábana de levísimo algodón blanco. Hacía calor pero no quiso levantarse a encender el aire acondicionado. Se sentía extraña, rara, aunque no encontraba la palabra exacta que describiera su sensación. Abrazó la almohada y con los ojos cerrados pensó que al día siguiente iría a almorzar con sus padres. Justo antes de entrar en el sueño la palabra desfiló por la oscuridad de sus ojos como en esos paneles con letras iluminadas que van revelándose de derecha a izquierda: …I…N…Q…U…I…E…T…A…

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