martes, 16 de febrero de 2010

3
Se abrazaron y se besaron. Los perros se le acercaron con el hocico bajo, olfateándole los pantalones y los zapatos.
—Dejá que te huelan, así se dejan de joder —dijo Carloncho viendo que su amigo miraba con desconfianza a aquellas bestias que hasta hacía un minuto amenazaban con tragárselo sin masticar.
Ya conocía la casa, pero cada vez que venía lo maravillaba el increíble talento de su amigo para enmascarar por delante en pocilga lo que por detrás era un vergel. Por el fondo, que quedaba oculto al camino de acceso, la casa era una hermosa construcción restaurada y reciclada con gusto y respeto por sus características arquitectónicas esenciales: simplicidad, robustez, nobleza de materiales. La piscina y otras instalaciones contemporáneas quedaban fuera de la vista desde la casa, ocultas con gracia tras un juego de desniveles del terreno, árboles, enredaderas y setos tan convenientemente dispuestos que parecían haber nacido allí por capricho de la naturaleza. Adentro, entre los gruesos muros, el fresco no sólo se debía a las bondades de la construcción sino a un sofisticado ingenio de aire acondicionado central alimentado con energía solar y controlado por un sistema computarizado que el propio Carloncho había inventado. Todo era orden y pulcritud, pisos de madera y cerámica resplandecientes, muebles rústicos y antiguos con perfecto mantenimiento y el hogar original de la casa ahora limpio, esperando sus meses de gloria, cuando albergaría gruesos leños quemándose lentamente, manteniendo un fuego que sólo se extinguiría cuando la estación caliente estuviese bien entrada.
Carloncho recibía muy poco, pero era un excelente anfitrión. Llenó dos pequeños vasos con ginebra holandesa fresca y brindaron como antes, como siempre:
—¡Por la puta madre que te parió!
Se habían conocido en el liceo. Carloncho dudaba entre convertirse en mormón y dedicarse a la educación de niños pobres, marginados e infractores, tres características que aunque a menudo andan juntas no se asocian instantánea ni obligatoriamente. El, contrariamente a su amigo, no tenía ninguna idea de lo que quería hacer; venía del caos y continuaba hacia allí, aunque entonces no lo sabía. Simpatizaron de inmediato; compartieron la grappamiel, el miedo de no servir para nada, la indignación ante cualquier cosa que oliera a adultez, algunas mujeres y combates. Mucho más que lo necesario para fundirse en una amistad sin claudicaciones, una fraternidad del corazón y el espíritu. Habían llegado muy pronto a un estado de comunicación tan intenso que no necesitaban hablarse para comprenderse, lo que a menudo les acarreaba problemas con sus novias de turno quienes les reprochaban súbitas explosiones de hilaridad que la conversación explícita no justificaba y para las cuales sólo había mediado entre ellos un intercambio rápido de miradas, un medio gesto, y sus pensamientos -malos o buenos- quedaban clandestinamente conectados.
Carloncho había vivido en pensiones baratas y bulliciosas desde niño. Se empapó en los intersticios del alma humana mientras aprendía a hacer los mandados y a cruzar la calle, con la naturalidad de quien ve la vida ocurriendo delante suyo sin más velo que una puerta mal cerrada o la escasa intimidad que permite un delgado tabique de yeso entre dos habitaciones, dos mundos y sus penas, alegrías, glorias y miserias. Pero no hubiese alcanzado con ver y oír. El supo, además, entender.
No soportó la cincha del sistema educativo y se dedicó a estudiar filosofía devorando textos según su capricho, intuición o lógica, ¡qué más da! Su madre murió siendo él aún un joven y entonces afinó hasta el extremo su talento de sobrevivir sin negociar los principios. Pasó períodos muy difíciles. Hasta que dos cabos de su ecléctico espíritu investigador aparentemente caótico se unieron una tarde lluviosa mientras estaba concentrado en el olor a tortas fritas que subía por el pozo de aire del edificio de apartamentos de la Ciudad Vieja donde aguantaba el invierno.
Desde el inicio de su difusión masiva se había interesado en la informática. Leía cuanta cosa caía entre sus manos, aun sin entender cabalmente los textos más técnicos, seguro de que algo quedaría en su infinito subconsciente que fuera de alguna utilidad. Su muy personal itinerario de lecturas filosóficas, a su vez, lo había obligado a adquirir un método para ir fichando lo leído y lo que empezó siendo una cajita con tarjetas ordenadas alfabéticamente se había convertido en pocos años en un verdadero archivo, complejo, denso, con diferentes entradas y centenas de cruzamientos posibles. Le ocupaba todo un armario que había encontrado lugar definitivo en el baño. El olor a tortas fritas agitaba sus jugos gástricos hasta la desesperación. Y fue mientras luchaba por pensar en otra cosa cuando la idea le golpeó los ojos como un viento helado. Lo demás no fue sencillo, pero sí febril. El y un socio que supo seleccionar -un joven y astuto programador- patentaron unos meses después el “Arquiversal 1.1", un sistema de organización de archivos tan simple y eficaz que llamó la atención de las megaempresas informáticas. Se lo disputaron entre ellas para beneplácito de los creadores que terminaron recibiendo una suculenta cantidad de dinero por la mayor parte de la patente. Tuvieron el tino de reservarse un pequeño porcentaje de los derechos, previsión que les permitió convertirse en millonarios al cabo del primer año de explotación comercial del Arquiversal 1.1. Ahora, varios años después, el Arquiversal está comercializando su novena versión, mejorada y ampliada, pero que conserva en la base el sistema del original. Y la cuenta bancaria de Carloncho engorda sin que él deba hacer otra cosa que intentar disminuirla.
Viajó un tiempo por los confines del planeta sin pasar por París, Londres, Barcelona o Nueva York.
—Esas siempre van a estar ahí, puedo ir en cualquier momento; todo lo demás está desapareciendo —explicaba.
Y terminó instalándose en la chacra, repartiendo su tiempo entre la filosofía, la informática -de la que empezó apenas aficionándose por curiosidad y llegó a ser un verdadero experto en redes internacionales de hackers, convirtiéndose él mismo en un excelso ácrata cibernético- y su compañera, una mujercita pequeña, silenciosa y aindiada de la que se había prendado hacía tres años en una pasada por Solís de Mataojo, cuando ella tenía 17 años y trabajaba en el quilombo Apolo XII, frecuentado por los trabajadores de las plantas pesqueras de la zona. Ella, sin dejar de ser cortés, nunca pronunciaba más de tres o cuatro palabras seguidas delante de extraños, lo que en su concepto abarcaba a todas las personas que no fuesen Carloncho, el personal de servicio, y todos los animales.
Se amaban con reserva y misterio.

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