domingo, 25 de abril de 2010






27



El automóvil de Ana ya rodaba por la carretera rumbo a la ciudad cuando Carloncho entró en la casita de cuentos. El estaba de pie, junto a la ventana donde Mary lo había visto, y lo miró entrar.
—Querido amigo —dijo Carloncho desde la puerta—: no tenés uno, sino dos problemas. Vení, vamos a la piscina que hace un calor bárbaro.

Ana y Mary casi no hablaron durante el regreso, y se despidieron con un beso.
—¿Qué hicimos? —preguntó Mary antes de salir del auto.
Ana esperaba algo así de su amiga. Le había llamado la atención que no hubiese leído en el trayecto de regreso, su actitud al límite de la hosquedad, aunque como la conocía bien concluyó que sólo estaba concentrada en sus pensamientos. Pero, ¿cuáles? Ahora lo sabía, en parte. No pretendía realmente una respuesta.
—No te preocupes. Es temprano, la tarde está hermosa, sos joven y bella, la vida te sonríe. Carpe diem.
—¿Y uso Colgate?
—No seas mala, hermanita. Dijimos que nos vamos a ayudar…
Mary bajó del coche, cerró suavemente la puerta y se inclinó para mirar a su amiga por la ventanilla. Sostenía las cartas con los brazos cruzados sobre su vientre.
—Espero estar haciendo eso. Te lo juro. Pero me parece que esto se está yendo al carajo—. Hizo una pausa y agregó—: Cualquier cosa, llamame.




Llegó exhausto a su casa. Encendió el ventilador y abrió la ventana a los ruidos. Se quitó la ropa. Se sentó desnudo delante del teléfono y fumó varios cigarrillos, con los brazos apoyados sobre sus muslos. El pene y los testículos colgaban delante del asiento. Los miró, entre sus brazos y sus piernas, como tal vez hubiese mirado a los hijos que nunca tuvo. Le parecieron agradables, familiares, confiables. De cierta forma, los admiraba, y ciertamente no los culpaba de nada. Tomó el teléfono.
—Hola. Soy yo.
—¿Llegaste bien? —preguntó Carloncho.
—Quiero la opción dos.
Carloncho guardó silencio durante algunos segundos. Las hojas del gomero filtraban los rayos del sol que rebotaban en el agua de la piscina y le daban a su cara un aspecto extraño, irreal.
—¿Estás seguro? ¿No querés pensarlo unos días?
—No, está bien. Pero limpiá todo. No dejes ni una sola huella. Dame una semana. Yo te aviso.
Colgó el teléfono, encendió la radio y se sirvió una copa. Sabía quién era la segunda mujer gracias a las habilidades de su amigo con las computadoras, pero ignoraba por qué había leído sus cartas. No le preocupaba en exceso. Simplemente sentía curiosidad. De todas formas, ya no importaba demasiado y, en realidad, conocer su existencia lo tranquilizaba. Sabía que había sido absurdo suponer que el juego se desarrollaría exclusivamente según sus reglas. Quizás ella hubiese entendido que él no estaba jugando. Tal vez.
Miró a su alrededor y mentalmente empezó a hacer una lista de las poquísimas cosas que realmente le interesaba llevarse.

Mary decidió seguir el consejo de su amiga. Se cambió de ropa, se puso una malla de baño y se fue a la playa con las cartas en la mano. Leyó hasta que cayó el sol.

From: ccoxamoon@paterson.com.hk
Estuvo plomizo y con viento, lluvia durante casi dos días enteros. Medias, calzoncillos, un par de pantalones y una camiseta están ahí, colgados todavía del alambre, tan lavados, llovidos y reaguados que ya no se deben acordar ni de quién son. Ahora, hace diez minutos, arriba, muy arriba, apareció un resplandor de sol y aquí y allá retazos azules que dicen: “No hay problema. Siempre estamos acá”. Por la forma de cantar de los pájaros que hospeda en forma permanente el tangerino que cubre mi ventana con ramas que acarician el suelo sospeché que el viento estaba amainando. Me asomé a la ventana, corrí las cortinas y comprobé que mi sospecha era correcta. El viento se fue para arriba. Ahora aumentará la temperatura y el agua que corría por los cordones de las veredas, que goteaba por el tangerino de una hoja a la otra, engordando y dividiéndose según los caprichos de las invisibles planicies o pendientes de cada hoja, se transformará en sofocante humedad, en gotas muchísimo más chicas, tan chicas que podrán ascender en lugar de caer, y así es como se meterán en los estantes de la ropa, en los zapatos, detrás de los tapices y en las cuevas de los ratones, se mezclarán con las ondas de estaciones de radio y televisión, colonizarán los pulmones de los asmáticos y harán cosquillear la superficie del río, adheridas a los fierros de los ómnibus viajaran por toda la ciudad comiéndolos lentamente hasta el tuétano, abandonarán los verdes y perseguirán los grises y los negros y los blancos en cardúmenes invisibles hasta que el sol, si el tiempo le alcanza antes de ocultarse, las extinga en masa, ya moléculas de hidrógeno y oxígeno desencadenadas para siempre. Y vi por la ventana que apenas cesada la lluvia las abejas trabajaban afanosamente en, sobre, dentro, por, tras el tangerino.
—Hoy no volverá a llover, —me dije sin pensarlo, quizás liberando desde mi adn un átomo de memoria allí impreso por el vigor étnico de alguno de mis antepasados vascos, campesinos de los valles gypuzcoanos.
Sí pensé en que las abejas saben lo que hacen desde hace milenios, tal vez millones de años. Saben, por ejemplo, cuándo en serio paró de llover. Y viéndolas libar y volar también pensé que la miel de hace milenios nada tendría que ver con esta de ahora. Imaginé a una abeja vieja, de lentes y con bastón, sentada a la entrada de la colmena junto a otras de su edad y condición, observando el frenético ajetreo de las jóvenes que intentan recuperar en la brevedad que falta para que se ponga el sol las horas de producción perdidas por la lluvia cerrada y el viento arremolinado, y diciendo:
—Ts, ts, ts; el polen de hoy ya no es como el de antes —mientras hacía correr en la rueda el mate de propóleos.
Los gases, los escapes de los automóviles, los detergentes evaporados al sol, los spray limpiavidrios, limpiamuebles, limpiatodo, matamoscas, liquidacucarachas, disimulacacas, los rayos ultravioletas que ya no filtra la agujereada capa de ozono, las toneladas de toneladas de basura microscópica que levantan y trasladan estos vientos primaverales desde los suburbios donde se aplastan en capas superpuestas desechos, detritus, escorias, putrefacciones y pobres, todo eso se deposita sobre las delicadas florcillas, todavía casi botones, del tangerino, entre los pétalos de las alocadas florcitas amarillas que se entreveran con cualquier hierba, dentro de la provocadora rosa blanca y roja que cada octubre nace y muere solitaria ante mi puerta sin que me atreva a cortarla. Algo de todo eso va a parar a la miel. Ya pasó un rato. La superficie de esta microparte del planeta empieza a secarse. El sol pega apenas sobre los pisos altos de los edificios feos y la espigada araucaria del vecino de la izquierda le dice a la retacona higuera de el del fondo que de allá, del oeste, viene limpiando. Entre dos sorbos al matepoleo, una de las abejas viejas rompe el silencio justo antes del crepúsculo.
—Sí, pero tampoco quedan osos.

From: Jacquespot@fahosts.ca
Soy hermoso. Sentado aquí, apenas alcanzado por la luz de mi arañalámpara, mis manos extendidas hacia el teclado, sudando un calor irracional, injustificado, abrasado desde adentro. Todos mis órganos internos son bellos y funcionan sin yo saberlo, automáticos, ordenados, trabajadores ejemplares del sector servicios. Mis ojos ven porque penetran, mi piel bronceada brilla, suaves vellos rubios y negros, mi lengua es húmeda, correcta, amnésica como mi nariz y mis oídos.
(¿Por qué le dije a una bailarina nacida en Senegal que quería llevarme a su calle, a su casa, a su cama: “Soy hombre de un solo sentido: mi cuerpo es una malformación de mis ojos”? Otra noche de debilidad, supongo).
Dicen que no hay que mezclar los antidepresivos con el alcohol, pero no me doy cuenta por qué. A mí esa mezcla me sienta de maravilla. ¿Que acorta la vida? Mmmhhh... ¿Tanto como el tránsito? ¿Más que la energía nuclear? ¿Igual que la pobreza? ¿Cuánta plusvalía dejaré de producir? ¿Están los letales contadores nerviosos? ¿El ganado no debe morir antes de tiempo? ¿Es más peligroso que la Policía? ¿Que los ejércitos? Esa mezcla, diga, doctor: ¿mata más rápido que el aburrimiento? ¿Produce vaciamiento mental como las papas fritas embutidas en el esófago delante de una tele? ¿Será más dañino que el sexismo? ¿Más de temer que El Dios? ¿Más mortal que la arrogancia de un ama de casa saliendo de la peluquería? ¿Trucidante como la mediocridad con o sin teléfono celular? ¿Aniquila como el miedo a la libertad? ¿Será, señor, que hace crepar más que la desimaginación? ¿Hará fraguar mi caudal sanguíneo antes que la soledad? ¿Me llevará al campodiablo más rápido que este viento del alma con el que nací?
Ahh, bueno, usted hablaba de otra cosa.
De eso no me interesa hablar.

From: farlowhurt@wikipedia.org
Los yoes conversan en la noche del domingo
—Che, ¿sabés que estás medio loco?
—No es locura. Es libertad.
—Pero estás causando dolor.
—No es dolor. Es miedo.
—¿Y cuál es la diferencia?
—No sé bien, pero me parece que se siente dolor por algo que se sabe qué es, y miedo de lo que no se sabe cómo es. Por ejemplo, me duele que me digan que no me quieren, o que no me quieren más, pero tengo miedo de que me dejen de querer. Me duele la verdad, y tengo miedo de la mentira. El dolor se materializa alrededor de un hecho, lo recubre como una espuma, como un jugo sanador. El miedo nace con una expectativa. Siento miedo cuando un milico me corre con un palo en la mano, pero no porque me corre, sino porque me puede alcanzar, y si me alcanza, entonces se acaba el miedo y empieza el dolor.
—¡Pah!, sí, ta'barbaro lo tuyo; flor de filosofía. Pero, ¿vos qué hacés cuando tenés miedo?
—Me protejo.
—Sí, pero, ¿qué hacés cuando tenés miedo de que te dejen de querer?
—Ahh, ahí, sufro.
—¿Y cuál es la diferencia entre sufrir y sentir dolor?
—Bueno, pará, tengo que pensar un poco... Esteee... De repente la diferencia es que el sufrimiento tiene adrenalina, es activo. Es como por afuera, una parte fuerte de la vida. En cambio el dolor es por adentro, es como una espina clavada en algún lugar del adentro que no te la podés sacar. Es pasivo, amargo...
—...bueno, sí, ta, ta, cortála porque no te soporto... lo que te digo es que estás jodiendo gente.
—No, pará, esa sí que no te la llevo. No estoy jodiendo a nadie. Yo lo que estoy haciendo es viviendo, y viviendo sin mentir no se puede joder a nadie.
—Ja,ja,ja... no me hagas reír; esa no te la creés ni vos mismo. Desde cuándo la verdad... digo... ¿desde cuándo la verdad ayudó a alguien? Seguís con tus delirios de ayer. Los mismos que nunca dieron resultado. El mundo cambió, baby. Es tiempo de que vos también cambies. O cambiás o desaparecés.
—Cambiar algunas cosas es igual a desaparecer. Quiero cambiar otras cosas. Las que me hacen aparecer, las que harían que otros apareciesen. Prefiero morir a desaparecer. Y si voy a morir, prefiero morir matando. Sí, como antes. Como mañana. ¡Gil!
—Claro, es fácil lo tuyo. Arrancás para la violencia cuando te las ves difíciles. Pero lo bravo es convivir con el mundo, quedarse aquí, hacer que de lo mejor se haga lo posible. Ehh...?
—No estoy todavía en este mundo para hacer lo posible. No es mi tarea. Lo mío es hacer lo imposible. ¿O creés que me habría quedado por banalidades? ¿Habría sobrevivido para dejar que me enterraran en tiques de supermercado? Tu problema es que vivís sólo en la coyuntura. Casa, auto, mujer, hijos, buena apariencia, sonrisa en la mañana cuando llegás a la oficina, sexo seguro en los moteles con espejos, charlas de fútbol o política a mediodía mientras comés una ensalada, tarjeta de crédito, ducha en la noche, guardias en la puerta, zanahorias en la frente. Tus grandes proyectos... puajjj... andá a darle de comer a los perros. Yo estoy aquí para sostener una bandera, mientras pueda. Después no me importa... habrá otros, o no habrá.
—Bien, loco; sos un héroe. Me encanta lo tuyo. Quedate ahí encerrado, protestando, jugando juegos viejos y, lo peor, solo. Mientras tanto nosotros hacemos que el mundo funcione, el mundo, ese mismo que te da de comer.
—No preciso que tu mundo me dé de comer. No preciso comer. Preciso robar, ir hasta donde está el margen y ahí sólo preciso ser. Ahí es donde nos podremos ver frente a frente. Ahí es donde se juega la partida. Soy de ahí y ahí permaneceré. Me lavo la ropa y me cocino. Soy el arma y vos sos el objetivo. Y ya me cansé. Tengo otras cosas que hacer, como falsificar moneda y seducir mujeres casadas e insatisfechas. Como la tuya. Chau.
—Bueno, chau.
—Nos vemos mañana.
—Tamos.

From: bvortizcal@katanga.com
El sol se movió. Corrí la palmera. Estuviste durmiendo un rato y ahora seguís perdida en tus adentros ciegos y blancos. Te mojé los labios con un jugo dulce y ácido, frío. Tu lengua apareció un momento en la luz y se lamió a sí misma, despacio, como el agua transparente que se explaya sobre la arena al fin de la embestida, allí no más, muy cerca de tus pies estirados, olvidados, solos, casi manos. Sé que esperás otro cuento, otra magia, y disfruto tu expectativa sin tiempo, infinita, confiada. Sé que me escuchás moviéndome despacio cerca tuyo, en otro mundo, afuera, en la intemperie. Me siento de nuevo en la arena y te miro recortada contra las rocas, aquel telón lejano. Sé que más tarde podría tocarte. Afuera, la intemperie.

Mary levantó la vista y dio una rápida mirada a su alrededor. Quedaba poca gente en la playa. Temía chocar con una mirada concreta que imaginaba a la vez inquisitiva y desesperanzada, pero también sabía que nunca ocurriría. Y estaba bien así. Cerró los ojos un instante para sentirse tocada, acariciada por la tibieza crepuscular del sol. Luego se puso una camiseta de algodón y leyó un poco más.

From: lowerambler@babushka.ru
Pepe se cayó de la higuera cuando tenía dos años. Nadie supo cómo pudo treparse hasta aquella rama, a sólo tres brazos del suelo, pero brazos de grande.
Se cayó de cabeza, justo con la mollera para abajo.
Fue un escándalo en el barrio. Decenas de alpargatas y chancletas corrieron levantando el polvo de las callejas, entre las casitas frías en invierno y calientes en verano.
No era para menos. Pepe era “el” nieto de la abuela Josefa, decana del caserío, matrona, agnóstica, consejera espiritual de todas las mujeres en diez kilómetros a la redonda y respetada por el cien por cien de los hombres de esas mujeres.
El accidente no fue fatal, pero sí un designio. Pepe nunca volvió a ser el mismo, porque la madre de Pepe cambió tanto que se fugó con un zafrero, y porque la abuela Josefa decidió que no se iba a morir mientras Pepe viviera. Ya de grande me pregunté muchas veces cómo hubiesen sido aquellos años si Pepe no se hubiese caído de la higuera, y siempre concluí que no lo sabía, pero que así como fueron estaba bien.
La abuela tenía una contestación para cada pregunta y un refrán para cada ambigüedad. El que más recuerdo –quizás porque fue el que me resultó más útil- es aquel de que “Entre cuatro paredes, nada está prohibido”. Pero también decía que “La paloma come de lo ajeno” cuando alguien se esforzaba por parecer bueno, o “Si no es fregar, no hay trabajo en que no se fume”, cuando los hombres usaban el sueldo como argumento de poder.
Ella fue envejeciendo mientras Pepe crecía. Su manto protector lo cubrió siempre, cada día, cada segundo. A pesar de que Pepe ya tenía unos 30 años cuando todavía peleaba con los botijas del barrio por una pelota, un envase o una bicicleta. Todo el mundo sabía cómo tratar a Pepe, que a veces se ponía difícil y puteaba en su jeringoso de caído de la higuera. En los días eléctricos peleaba a cualquiera, a dios y al diablo, por un sí o un no. Y aún entonces entraba puteando a cualquier casa, a cualquier hora, y lo más que recibía era un regaño tipo: “¡Pepe! ¡Pará un poco que no se escucha la tele!”. Pero habitualmente era un tipo divertido, alegre, y a su manera, servicial. Porque él había resuelto que era técnico electrónico y para eso transformó su habitación de la casa de la abuela Josefa en “el taller”.
Siempre andaba buscando cosas para arreglar. Sus “cosas” preferidas eran las radios.
—¡Aquí está su especialista en radios! —decía cuando andaba de humor para hacerse publicidad.
Tenía varias, siempre encendidas, el dial clavado en la estación del SODRE que pasaba música clásica. Cuando alguien le preguntó si nunca apagaba las radios él contestó:
—Las apagan siempre del otro lado.
El barrio entero juntaba radios inservibles para dárselas a Pepe, que las llevaba a su taller con la promesa de arreglarlas en un par de días. Después la cosa se le complicaba, porque él las desarmaba, las destripaba, las descuartizaba. Cuando a los dos meses se le preguntaba por la radio Pepe decía:
—Ah, creo que no tiene arreglo. Voy a tratar, pero no te doy garantía.
Pero Pepe tenía un talento, una habilidad que todos subestimábamos y que hoy, me digo, desperdiciamos. Lo hacíamos sobre todo en los días de lluvia, mientras la abuela Josefa supervisaba las tertulias de mate y tortas fritas de a dos o tres sartenes bajo su alero atestado de niños y jóvenes de todas las edades y desgracias.
Subíamos el volumen de las radios hasta que casi tapaba el de la lluvia cayendo sobre las chapas de zinc, y cuando empezaba una melodía preguntábamos:
—¿Y ésta, Pepe? ¿Cómo se llama ésta?
Pepe demoraba dos, cinco o diez segundos, nunca más que eso, y contestaba.
—El lago de los cisnes de chaicosqui—; o —La cuarta sinfonía de betoben—; o —Sesteto de cuerdas en do mayor de estrijer von plan.
La gracia era que cuando la pieza terminaba, el o la locutora decían lo que “se había escuchado”. Pepe nunca, nunca jamás se equivocó.
Pepe se murió un mal día de alguna cosa sorpresiva. Tenía 59 años y aparecía en las fotos de familia de todo el barrio que tenía fotos de familia. Igual que la abuela Josefa, que se murió dos meses después, apenas unos días antes de cumplir los cien años.




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