sábado, 3 de abril de 2010





21


Cuando llegó a la esquina vio a su padre sentado junto a una mesa, en la vereda. En el breve trayecto que separaba el bar y su casa había decidido tomar la iniciativa para abreviar la conversación. Tenía bien claro lo que quería saber y obviaría los detalles.
Walter la vio cuando empezaba a cruzar la calle y se puso de pie. Se besaron y se sentaron. El sudaba copiosamente y estaba visiblemente nervioso.
—¿Cómo estás? —preguntó él mirándola con atención—. Tenés la cara como hinchada.
—Debe ser que tomé demasiado sol —mintió—. Una alergia o algo así.
Walter llamó al mozo.
—¿Qué vas a pedir?
Mary observó que su padre había bebido dos cafés. Pidió un chop, y vio que él se acomodaba en la silla como para empezar a hablar.
—Esperá. Quiero hablar yo primero —anunció ella.
Walter ya tenía la boca abierta, e intentó cumplir con su plan.
—Mirá, Mary: creo que…
—No, papá. Tengo poco tiempo, así que voy a ir al grano: abrí la carpeta que me dio tu escribano cuando fui a buscar el título de propiedad de tu casa para el asunto de la garantía del apartamento.
—Nuestra casa —corrigió él.
—Vi cosas que hubiese deseado no ver —continuó ella como si él no hubiese hablado—. Cosas que ya me sospechaba…
—Mary, escucháme…
—Papá: o me escuchás o me levanto y me voy —amenzó Mary con vehemencia.
Walter se dio cuenta de que no podría imponerse y de que la conversación se desarrollaría de una forma distinta a lo que él había planeado. Se sintió aún más inseguro, pero no tenía alternativa. Guardó silencio.
—Vi un papel que dice que estuviste once años en el Ministerio de Defensa. Nunca me lo contaste. Siempre me dijiste que trabajabas en la Intendencia y que hacías “negocios”. Tus misteriosos “negocios”. Lo que quiero que me digas es si mamá supo que estuviste con los milicos, si supo que ganabas plata haciendo chanchullos con ellos.
Walter parecía sorprendido, casi atónito. Demoró unos segundos en reaccionar.
—¿Eso es lo que querés saber?
—Sí —contestó ella secamente.
—¿Es por eso que querías hablar conmigo? —insistió, incrédulo.
—Sí, por eso. ¡Qué! ¿Te parece algo intrascendente? Si es así, ¿por qué lo ocultaste?
Walter se recostó en el respaldo de la silla, buscó al mozo con la mirada y le hizo una seña con la mano derecha. Volvió a mirar a Mary y se tomó su tiempo antes de hablar. Necesitaba preguntar y, a la vez, no parecer alarmado.
—Sabés que no debiste abrir esa carpeta; son cosas personales. Yo siempre respeté tu intimidad, tu diario, las cosas que escribías, los cuadernos que llenabas…
Mary resopló, perdiendo la paciencia.
—…está bien, está bien —se atajó él, y aprovechó la pausa que le proporcionó la presencia del mozo; ordenó un whisky doble y continuó—. Lo hecho, hecho está y no vamos a hablar de eso. ¿Qué más viste?
Mary pareció algo sorprendida por la pregunta, pero creyó saber por qué la hacía su padre.
—No sé, miré otros papeles… Vi unos títulos de apartamentos, de una chacra…
—No viste nada más —afirmó él.
—¡No! ¡No! —exclamó Mary casi gritando—. Encontré ese papel de mierda y no quise ver más nada. ¿Por qué? ¿Qué otra cosa podría haber visto? ¿A qué se debe este interrogatorio?
—Calmate, Mary. Por favor; no hagas un escándalo —dijo Walter mirando alrededor.
Sintió que, una vez más, la suerte le sonreía. Lo que haría a continuación le resultaría muy sencillo.
—No había nada para ver. Son papeles viejos, cosas viejas que uno guarda porque sí, de cachivachero. No oculté nada; no tengo nada que ocultar. Podías haberme preguntado directamente lo que quisieras. Estuve en el Ministerio, sí, pero eso no es un delito. Pasé en comisión desde la Intendencia porque tenía un amigo de la infancia, entonces mayor del Ejército, que estaba destacado ahí, con un buen puesto, y me pidió. Eso es todo. Había “estado de guerra interna” y los sueldos de los militares y asimilados se pagaban doble. Ese fue mi interés.
—¿Mamá lo supo? —insistió Mary.
—¡Por supuesto! ¿Cómo no iba a saberlo? —dijo él sonriendo.
—Sabía que tus negocios eran en realidad chanchullos, contrabando, para ser más exacta.
—¡Chanchullos! ¿Qué quiere decir eso? ¡Me ofendés gratuitamente! Trabajar en el Ministerio tenía algunas otras ventajas, como por ejemplo que te quedaba mucho tiempo libre. Utilicé ese tiempo para hacer algunos negocios, comercio, intermediación…
—¡Qué elíptico sos cuando querés!
—Bueno, está bien —dijo Walter fingiendo que se enfadaba—: hice uno o dos viajes desde Buenos Aires con mercadería no declarada, pero vos sabés tan bien como yo que quienes gobiernan, sean del color que sean, tienen ciertos privilegios. No era para mí; lo hice para mi amigo militar. Le debía ese favor y le correspondí. Me ayudó durante once años, me permitió ganarme bien la vida -cosa que a vos también te benefició- y, al final, lo hace todo el que puede. En este país eso no te convierte en una rata de caño.
—¿Mamá lo sabía?
—Nunca hablé de mis negocios con tu madre. Y ella tuvo el sentido común de nunca preguntarme nada —replicó él, contraatacando—. En cuanto a los títulos —agregó sin dar tiempo a que Mary preguntara al respecto—, eran propiedades de Isabel, bienes que heredó de su familia con la que, como bien sabés, se enemistó para siempre poco después de casarse conmigo.
Mary deseó preguntar sobre la familia de su madre, saber cuál había sido la causa de una pelea tan tajante, pero no quería extender la conversación y se quedó en silencio.
—Cuando ella se enfermó decidimos poner todo a mi nombre para evitar los impuestos a la herencia y los trámites engorrosos. Todo eso será tuyo, hija. No te dije nada cuando me anunciaste que querías vivir sola porque pensé que era una reacción contra la llegada de Ofelia a nuestra vida.
—A tu vida —corrigió Mary.
—Quise ver hasta dónde llegabas, y creo que me equivoqué. Ya sos toda una mujer y sabés lo que hacés. La semana que viene nos juntamos en casa y hablamos al respecto. Podemos poner uno de los apartamentos a tu nombre y vivirías allí, en tu propia casa.
—No sé, veremos. Todo eso… en este momento no quiero pensarlo. Ya tengo la contestación que necesitaba. Me tengo que ir —dijo Mary poniéndose de pie y tomando sus llaves de la mesa.
Walter también se paró.
—¿Ves como no había nada de qué alarmarse?
—Te llamo la semana que viene —prometió besándolo en la mejilla brevemente.
—Bárbaro. Si precisás algo, avisame. ¡Te quiero! —le gritó agitando la mano mientras Mary cruzaba con paso presuroso y sin devolver el saludo.
Walter se dejó caer pesadamente sobre la silla y exhaló un profundo suspiro. Encendió un cigarrillo y pidió otro whisky doble.


Mary encontró a Ana dormida sobre su cama. La televisión estaba encendida y había bebido el resto del vino que quedaba en la botella. Vio la carpeta abierta. Se sentó del otro lado de la cama, apoyó los codos en sus rodillas y puso la cabeza entre sus manos. Necesitaba desacelerarse, frenar un poco la velocidad de aquel día. Sentía que en pocas horas su vida había cambiado sustancialmente de rumbo y precisaba calmarse, relajarse para ir digiriendo todo.
Abrió la mesa de luz y tomó lo necesario para armar un porro. Sus movimientos despertaron a Ana.
—¡Cómo demoraste! ¿Qué pasó? —preguntó sentándose en la cama.
Mary le contó escuetamente la conversación que había tenido con su padre.
—¿Le creíste?
—No —contestó Mary pasándole el porro encendido a su amiga.
—¿Y qué vas a hacer?
—No sé.
—Es extraño eso de la familia de tu madre…
—Sí; es la única punta por la que puedo tratar de saber algo más, oír la otra campana. Pero no tengo idea de cómo encontrarlos. Las relaciones se rompieron completamente antes de que yo naciera; no los conozco, no sé nada de ellos.
—Lo hiciste livianito, ¿no? —dijo Ana devolviéndole el porro.
—Más bien. Tenemos mucho de qué hablar y quiero estar bien lúcida —contestó riendo—. Por ejemplo, ¿no? —hizo una pausa para dar una pitada—, volviendo a lo nuestro, ya que te lo fifaste, me podrías decir por lo menos cómo te fue.
—¡Pequeña morbosa! —exclamó Ana tomando una almohada y apretándola contra su pecho—. Hizo una pausa y preguntó—: ¿Estás segura de que querés saberlo?
—Ya te dije que lo mío no va por ahí —replicó Mary.
Ana giró y quedó boca abajo, con su cabeza sobre la almohada. Entornó los ojos y habló suavemente.
—Fue la cosa más increíble que me pasó en mi vida. Desde ese día estoy flotando, como en las nubes. Nunca imaginé que el sexo podía ser algo así, tan maravilloso, tan… mágico. No sé bien cómo fue; sólo me quedaron sensaciones, una vibración en todo el cuerpo que me duró durante horas. Y aún, de vez en cuando, ese temblor vuelve como un flash y me sacude por completo, como si durante un par de segundos estuviese de nuevo en aquella habitación. Fue, no sé, no tengo tu facilidad para las palabras; fue… total, absoluto. Pero no hubo atletismo, ¿entendés? —dijo mirando a los ojos de Mary—; no hubo proezas, para nada. Hubo… comunicación…
—En pocas palabras —cortó Mary—: estás enamorada.
Ana permaneció en silencio, tratando de integrar ese término que aún no había aparecido francamente en su conciencia. Giró la cabeza de modo que Mary no pudiera verle el rostro.
—No lo sé, pero necesito encontrarlo; necesito verlo. Lo preciso con desesperación. No logro pensar en otra cosa.
—Bueno, esto se pone realmente serio. Ahora yo te voy a decir algo. No me entra en la cabeza que vos, ¡vos!, la mujer independiente, con experiencia, famosa -por lo menos conocida públicamente-, tan racional, tan centrada, hayas osado responder a una invitación como ésa. Te juro que no lo puedo creer. Parece de película: ¡los ojos vendados! ¡Por favor! Toda esa puesta en escena. Bueno, es típico de él. Pero, ¡vos! ¿Cómo te animaste?
—No leíste bien la carta que te mostré —dijo Ana volviéndose hacia Mary—. Te emocionaste y no leíste bien. El aceptó. Yo se lo propuse.
—¿Cómo que se lo propusiste? ¿Cómo lo hiciste?
—Me inspiré en vos, para variar. Me dije que si vos podías comunicarte con él, yo también podría hacerlo. Y busqué mi manera. ¿Tenés el programa de hace dos semanas?
Mary parecía fascinada por lo que estaba escuchando y se activó de inmediato.
—Sí, creo que sí… Siempre los copio —dijo mientras buscaba entre varias pilas de dvd que llenaban todo un estante, debajo del televisor—. Espero no haberlo perdido.
—¿Te acordás de aquella presentación que repetí como siete veces, la pavada aquella sobre las góndolas de Venecia y “la eterna tradición de los enamorados”?
—Sí, sí; me acuerdo… que te pusiste pesada y nadie entendió por qué la querías volver a hacer —recordó Mary revisando los dvd uno por uno.
—Bueno, ahora sabés…
—¡Aquí está! —gritó Mary con un dvd en la mano.
Lo introdujo en el lector, se sentó frente al televisor y tomó el control remoto. Ubicó la presentación de la nota en cuestión y oprimió “Play”.
Ana se sentó a su lado. Ya había anochecido. En la pantalla se veía a Ana sentada en una bellísima silla de mimbre con el respaldo alto, señorial. Mary escuchó atentamente.
—Para todos nosotros Venecia es sinónimo de misterio y romanticismo. Su laguna en el pórtico de las antiguas casas, sus calles de agua, sus íntimos rincones, sus historias ocultas y, sobre todo, sus góndolas. Hoy, más que nunca, muchas parejas eligen esa ciudad para disfrutar las delicias de un amor recién nacido o, por qué no, para renovar promesas de amor eterno. Un paseo en góndola por la secreta Venecia continúa siendo la tradición preferida para todos los enamorados. Vamos allá.
—Pero… —Mary puso “Pause”— …sí, creo que es exactamente lo que yo escribí; no cambiaste nada, lo dijiste textual.
—Precisamente. Esas palabras tuyas fueron las que me dieron la idea. En cuanto leí tu texto me dije: “Es ahora o nunca”; y de inmediato supe cómo lo haría.
—No entiendo —decía Mary mirando el televisor.
—Pasalo de nuevo —indicó Ana—, pero ahora poné atención a la imagen.
Mary obedeció, concentrándose en la imagen como le pedía su amiga. De pronto dio un leve brinco y volvió a su lugar.
—¡Ahí! —exclamó, llena de excitación, mientras retrocedía la imagen apenas unos segundos—, me parece que vi algo raro. No sé qué es… Algo.
Las imágenes regresaron, nítidas, a la pantalla. En determinado momento Mary congeló una imagen.
—Eso es —dijo como para sí, acercándose a la pantalla—. Esa pequeña manchita blanca entre tus piernas… ¡Puerca! —exclamó, riendo—. ¡Es tu calzón!
Ana se tapaba el rostro con una mano y reía a carcajadas.
—¡No lo puedo creer! —festejaba Mary, asombrada—. ¡Le mostraste la bombacha a todo el país!
—¡Epa, che! ¿Vos lo habrías visto si no hubieses estado sobre aviso? ¿Alguien se dio cuenta? Nada. Nadie vio nada. Sólo él.
—Claro —razonaba Mary, observando la escena nuevamente—, es el movimiento natural de cruzar las piernas, sólo que la levantaste apenas un poquito demás. Y eso sucede justo cuando decís: “… la secreta Venecia…” ¡Qué guacha!
Mary miró varias veces más aquellas imágenes, divertida con la audacia de su amiga y al mismo tiempo impresionada por la sensación de que, de cierta forma, juntas habían producido algo así como “una obra” que permanecería secreta para siempre.
—Tengo sed —interrumpió Ana—, y necesito…
—Sí, algo dulce. Yo también. Vení.


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1 comentario:

Anónimo dijo...

Probando sistema