lunes, 12 de abril de 2010





24


Ana conducía con la elegancia y la naturalidad de quien aprendió a hacerlo muy joven y con una guía calificada. Le gustaba conducir con suavidad, lograr que el automóvil se moviera sin brusquedades. Para eso se mantenía atenta al equilibrio de la máquina -más que nada, una sensación- tanto como al tránsito. Deseaba llegar a la ruta para experimentar la fluidez entre sus leves movimientos y las reacciones del auto; una conjunción que siempre le resultaba deliciosa. A su lado, fuera del mundo, Mary leía.

From: Hollyching@africamail.com.sn
Ella dijo que no había ninguna diferencia, y yo sabía que se equivocaba.
Bajate de los ancestros, le escupí, harto; no entendés que la vida no tiene nada que ver con los cuentos de la historia, con las historias, con los emprolijados relatos de los bisabuelos alrededor del hogar de la estancia. Esos novillos, esas miles de cabezas, centenas de miles que pagaron sus viajes, casas, autos, tus colegios, caprichos, que compraron o impusieron el respeto, el privilegio de andar por el país como si fuese propio, esos atardeceres enteros sin preocupaciones ni ansiedades, ese tiempo eterno en el que fue posible palpar la confianza, la fe, la seguridad de que mañana será todo igual, esa convicción de que tus óvulos y mis espermatozoides gestarían niños sanos, fuertes, iguales a ellos y a nosotros, ese espacio amplio de la compasión hacia los que nacen distintos, atropellados por el destino, todo eso, dije, ¿de dónde creés que salió? ¿Suponés que salió de la torre de dignidad que te plantaron entre los ojos? ¿Te creés que tanta probidad y generoso desinterés pueden producir semejantes dividendos? Claro, tenés la excusa de ser mujer. En tu familia la última que tuvo coraje fue tu bisabuela. De ahí para acá, todas señoritas, damas de salón y caridad. Ustedes paseaban una mirada diletante por la vida y sus alrededores mientras los hombres se embarraban las manos, los codos y el alma para mantener las cosas en su lugar y, si fuese posible, mejorarlas, siempre mejorarlas, más campos, más vacas, más, más. Tu familia y la mía se parecen en todo menos en una cosa: en las mujeres. En la mía las mujeres nunca quedaron afuera de los negocios, y mucho menos de la política. Obligadas, dirás, porque el linaje produjo apenas algunos hombres aquí y allá y la mayor parte buenos para nada. Es posible. Pero ya es tiempo de que abras los ojos, porque este es nuestro momento. En tu familia nadie le hizo asco a meter la mano en las leyes, los decretos, las urnas, con tal de conservar el patrimonio, la influencia, el apellido. El poder. Hubo que apretar directores del banco de la república para sacarles los pesos sin garantías, ministros quisquillosos para que salieran a vender corned beef, presidentes olvidadizos para que recordaran quién había pagado las campañas, caudillitos prepotentes y ordinarios consolados con algún carguito en afe para que los trenes pasaran por donde tenían que pasar y las vaquitas llegaran al puerto casi gratis, obras, obras, obras para el país y para todos, tu familia y la mía y la de la gente como nosotros. Ni qué hablar de jefecillos de policía, jueces, ministros de la corte. Todo funcionó porque la gente como nosotros lo hizo funcionar, y eso no se hace estirando el cogote y arrugando la nariz, se hace con la mierda hasta los ojos, con pasión, disciplina y autoridad. Sí, ya sé lo que vas a decir, vas a hablar de la pobre gente que pasa la vida trabajando por mendrugos, creyendo que somos todos iguales y que ellos tuvieron mala suerte, que las cosas son justas, equitativas, que se esfuerzan para llegar a alguna posición más digna, más humana. Te lo digo ahora de una buena vez por todas: no tienen la más mínima posibilidad. Las reglas las hacemos nosotros, y cuando no nos sirven las cambiamos, las burlamos, las ocultamos debajo de una alfombra de palabras y argumentos, que para algo somos doctores. Esa, tu pobre gente del medio -porque a la gente pobre de verdad ni la ves, te da asco-, esa gente tuya son los únicos que se creen que las cosas son como se dice que son. Vos, yo, las personas como nosotros y los miserables en serio, sabemos que la verdad es otra. Los que estamos en las puntas tocamos la realidad con la palma de las manos. Nosotros porque mandamos, ellos porque desobedecen. Ellos y nosotros vivimos según nuestras propias reglas, inventamos nuestros códigos, nuestras escalas de valores. Hacemos lo que se nos da la gana. Nosotros panza arriba, ellos boca abajo. No hay moral, querida. Hay ganadores y perdedores. Para ganar no se puede estar en el medio. Así que basta de pavadas. Ahora sos la primera dama. Es nuestro momento. Tu deber es honrar la raza. Somos inquilinos de esta institución y nuestra primera obligación es entregarla, cuando llegue el momento, a aquellos de quienes la recibimos. Las ruedas de la historia, señora, son de carne y hueso.

—¿Dónde leí eso de las ruedas de la historia? —preguntó Mary casi sin darse cuenta de que estaba pensando en voz alta.
—No sé, pero ¿ésa es la de la primera dama? Es una de mis preferidas —agregó Ana sin esperar respuesta.
Mary ni siquiera la escuchó.

From: colzarbolivia@hotmail.com
Arnaud era belga y amigo de Jules, que era francés y amigo de Gregory, que era griego y amigo de Sergio, que era colombiano y amigo mío. Yo andaba matando a la muerte, Sergio andaba matando a todo lo que se le ponía adelante y le decía que sí, Gregory andaba matando a Camille, que desde hacía ocho meses mataba cualquier cosa que tuviese bigotes después de haberse separado de Gregory, que usaba bigotes. Jules se mataba con Annie que había sido la sicóloga de sus hijos hasta que la relación resultó evidente y la superchería insoportable porque ella gustaba de ser sodomizada y gritar mientras tanto, lo que no agradaba a los hijos de Jules que venían a pasar el fin de semana con él y el resto del tiempo vivían con su madre que era portuguesa, afrancesada, feminista y lesbiana del último minuto lo que confundía mucho los roles para aquellos púberes que se mataban a sí mismos porque se creían culpables del fracaso de sus padres, aunque sospechaban que algo que no era ellos andaba mal.
En aquellas circunstancias, Arnaud parecía el más sano de todos. Había sido paracaidista en el ejército, lo que supone haber recibido un entrenamiento propio de un cuerpo de élite, parecido al de los marines yanquis, pero mucho peor. Arnaud aún sabía cómo matar y cómo morir, a pesar de que desde hacía varios años trabajaba como inspector en la empresa estatal de energía eléctrica. Vivía con Francesca en algún lugar que nadie conoció jamás porque no recibían en su casa. Francesca era italiana, e insólitamente para un paracaidista, no era morocha sino rubia, no tenía ojos verdes sino castaños, no tenia piel oscura sino apenas oscurecida, era de estatura baja, sí, pero de formas absolutamente proporcionadas, y cuando sonreía mostraba sus dientes que no llegaban a ser completamente blancos y jadeaba al final de la risa como una fumadora de tabaco negro, que era lo que era.
Arnaud venía de vez en cuando a casa, invitado por Jules que nunca se mostraba con Annie porque lo acomplejaba la diferencia de edad -él era 15 años mayor-, o porque estaba celoso del estudiante de letras a quien Annie mataba cuando estaba aburrida y Jules no la mataba. Pero en aquellas ocasiones en las que Arnaud y Francesca estaban en casa todo era distinto, por lo menos para mí. Porque a mí me gustaba mucho Francesca, y tenía ganas de matármela, y a ella sólo le gustaba Arnaud, que se la mataba con displicencia, pensaba yo. El adoraba cocinar y lo hacía siempre que venía. Empezaba temprano disponiendo sus materias primas con la misma displicencia con la que mataría a Francesca, como con desprecio. Tomaba vino abundantemente mientras cocinaba y se concentraba en exceso. En exceso para Francesca, que al segundo vaso empezaba a apartarse de Arnaud que era alto, fuerte y con rémoras de músculos por todas partes. Era buen tipo, cuadradote de cerebro pero grande de corazón. El problema era que se apasionaba con los recuerdos y hacía siempre los mismos cuentos. Nosotros -menos Jules, que le aguantaba la vela- le escuchábamos más o menos atentamente un par de anécdotas, después nos dedicábamos a nuestras cosas. Yo a Francesca. Arnaud nos enseñó que cuando se usa ajo en una comida es conveniente retirarle el tallo verde que se forma en el centro del diente porque eso es lo que uno pasa repitiendo durante toda la noche, que la cebolla hay que cortarla con un cuchillo mojado para no llorar y que la lechuga se oxida cuando se corta con metal por lo que siempre es mejor usar las manos. Las manos eran las que se me iban con Francesca mientras Arnaud cocinaba. Poníamos música y bailábamos medio entre todos -con excepción de Jules y Arnaud-, pero cuando se me cruzaba Francesca me esmeraba tanto que los demás demoraban en relevarme. Mi mano paseaba desde su cintura a su cabello, y de ahí a su espalda, y cuando en una voltereta le acariciaba las nalgas durante un segundo Francesca tiraba la cabeza hacia atrás y reía como una colegiala, entonces me animaba y la atraía hacia mí y me pegaba a su cuerpo flexible y pequeño ensayando pasos inauditos, disonantes, al borde del desequilibrio rítmico, me transportaba, inventaba, navegaba por el cosmos pegado a ella, sin ella, con ella, más allá de ella, juntos como uno. Después nos separábamos y no nos volvíamos a mirar durante toda la noche. Esto es, ella no lo hacía, yo sólo hacía eso.
Arnaud tenía una moto, una moto grande. Era su más preciada posesión. Podría decirse que se mataba con su moto a la que Francesca se subía divertida, porque era su carácter, mientras abrazaba a su hombre con gracia y naturalidad. Estábamos acostumbrados a verlos a los tres juntos. Los tres llegaban, los tres se iban quién sabe adónde. Pero siempre de noche.
Hasta que un domingo sucedió lo impensable. Escuché vagamente que el timbre sonaba con insistencia. Mi cabezacuerpo rodaba aún entre vapores, humos, polvos de una noche de sábado como alguna otra. Vi que estaba solo en la cama. Me puse aquel batón de hospital y acudí a la puerta. Abrí con los ojos cerrados y escuché la voz de Francesca diciendo hola mientras sus pasos entraban firmes en la casa, iban hasta una de las ventanas -vivíamos en un primer piso- y hacía girar el postigo. Distinguí el ruido de la madera contra la madera, estaba abriéndola de par en par. Era verano. Ella hablaba algo y aparentemente recibía una respuesta. Yo permanecía contra la puerta sin poder abrir cabalmente los ojos. Estaba desnudo debajo de la bata, y avancé unos pasos en la enorme sala cuidando que no se me salieran las partes, libres debajo de aquella bata maltratada.
—Hola, ¿querés un café? —ofrecí sin convicción y me senté en la primera silla que encontré en el camino mientras empezaba a ver que el día estaba soleado y que Francesca usaba una pollera breve y un t-shirt ajustado de mangas cortas.
—No, no quiero café. Vení —dijo tomándome del brazo y llevándome hasta la ventana.
Medio cegado por la luz exterior, alcancé a distinguir a Arnuad agachado junto a su moto, saludándome con una pequeña llave inglesa en su mano derecha. Correspondí.
—¿Qué pasó? —le pregunté alzando un poco la voz para que me escuchara.
—Esta máquina —respondió él— es noble pero vieja.
Acodada en la baranda de la ventana Francesca me explicó que iban de paseo al campo y la moto se había descompuesto a una cuadra de casa. Habían decidido parar aquí para tratar de componerla antes de desistir definitivamente del viaje.
—¿Dónde están los demás? —preguntó ella.
—Bueno —contesté—, no sé. Creo que no hay nadie porque Sergio se fue hace dos días, Gregory salió a cenar anoche con Camille y Jules está de viaje por Guatemala. ¿Querés un café? —volví a preguntar ahora bastante despierto y sin recordar que ya había hecho esa pregunta.
—No, no quiero café —respondió Francesca mientras me apartaba un par de metros de la ventana como quien empuja un bulto en el puerto, puso sus brazos alrededor de mi cuello, levantó los talones hasta quedar en puntas de pie y me dio un beso intenso y húmedo que duró hasta que se escuchó abajo la voz de Arnaud reclamando algo.
Nos separamos con parsimonia, mirándonos a los ojos. Quedé petrificado mientras Francesca iba hasta la ventana y hablaba algo, preguntó algo, qué sé yo. Veía su cuerpecito inclinado sobre la ventana, los brazos apoyados en la baranda y la pollera subida casi hasta el principio de las nalgas.
—¿Vas a demorar mucho? —escuché que preguntaba mientras sus manos levantaban los costados de la falda, alcanzaban el elástico de la braga por los lados y la iban bajando lentamente mientras sus caderas se movían lateralmente hasta que las rodillas le impusieron un obstáculo infranqueable en aquella posición. Entonces sus brazos regresaron a la baranda y sus piernas se frotaron una contra la otra rápidamente provocando que aquel rollito de algodón fuese descendiendo, cayendo entre las pantorrillas, hasta los tobillos. Levantó un pie, después el otro, y la braga llegó al suelo. Yo estaba tan despierto que creía soñar. Entonces las manos de Francesca volvieron a correr desde el bajo de la corta falda, subiéndola hasta la cintura y calzándola en sus salientes ancas. Separó las piernas y volvió a apoyarse en la baranda. Yo veía la apertura nítida entre sus hermosas nalgas, el vello detrás, y en el centro una formación rosa y parda que aleteaba llamándome. Desanudé mi bata y me acerqué lentamente.
—¿Te fijaste en las válvulas? —preguntaba ella con la voz algo alterada, mientras Arnaud buscaba y rebuscaba allá abajo, en la valija de la moto la llave adecuada para desarmar las válvulas.
—No, voy a fijarme ahora. No te amargues todavía que todo tiene solución —agregaba sin mirar hacia arriba.
Afortunadamente, porque hubiese visto la cara desencajada de Francesca y su extraño vaivén hacia adentro y hacia afuera de la ventana, leve, pero suficientemente explícito como para llamar la atención.
Matamos así un tiempo que me pareció infinito. Mis manos se enterraban en sus caderas y ella respondía con energía, generosa y creativa mientras hablaba, interjeccionaba con Arnaud:
—… el carburador… la bomba de nafta… el tubo de la bomba… la batería… ¿te fijaste en la batería?...
Gozamos dos veces. Ella tenía los mismos gustos que Annie, y me guió hasta allí la segunda vez. El sol me pegaba de lleno en el pecho desnudo y sudado, las rodillas me temblaban, pero nada en el mundo me habría hecho abandonar aquella posición. Arnaud pudo encender la moto apenas unos segundos antes de que gozáramos, juntos, por última vez. La explosión del motor permitió que Francesca liberara sus suspiros, ya con las manos agarrotadas en la baranda y el cuerpo decididamente echado hacia atrás. Nos desmatamos rápido, sin tiempo para respirar.
—¡Bajo! —gritó ella desde dentro mientras me abrazaba y me acariciaba la cara con una lluvia desordenada de besos y jadeos.
Levantó la ropa interior del piso y se la puso hábilmente. Volvió hasta mí, matado, asesinado, apoyado sobre la mesa de mosaico. Introdujo sus brazos a los lados de mi bata acariciando mi cuerpo agitado, apretándose, pegándose a mi sexo mojado en ella. Me besó intensamente en la boca.
—Nunca más. ¿Entendiste? —ordenó al apartarse mirándome alegre con sus ojos castaños—. Nunca más —repitió desde allá abajo—. Esto es todo.
Un último beso caricia sobre los labios y se fue. La vi alejarse, llegar hasta la puerta, abrirla, salir y cerrarla. Nada ha sucedido, decía su cuerpo. Yo supe unos minutos después, luego de despedir a Arnaud por la ventana y de verla subir a la moto con su pollera corta, que mi sustancia estaba descendiendo por ella, de ella, rumbo al sur, mojando el asiento de la moto, recibiendo el viento de la ruta, secándose en Francesca que, abrazada intensamente a Arnaud, apretaba la cara contra la poderosa espalda de su hombre.

Mary sonrió y miró hacia afuera por la ventanilla sin prestar atención a lo que veía. Sabía lo que se sentía sobre una moto, con la cara pegada a una espalda amada, o por lo menos amable. Apagó la radio del automóvil y regresó a la lectura sin enterarse de que estaban saliendo de la ciudad.

From: downsinee@maksing.de
Santiago de Chile era una ciudad triste y alegre. Había muchos borrachitos por las calles, gente pobre, como lo eran casi todos, sin vergüenza ni culpa. Los ómnibus me quedaban chicos, especialmente unos llamados “liebres” en los cuales la única manera de viajar más o menos dignamente era tratando de obtener y conservar el lugar justo debajo de una especie de escotilla en el techo por donde sacaba la mitad de la cabeza, lo que me permitía estar verdaderamente de pie.
Era emocionante compartir aquel momento de la historia de ese país. El socialismo, la justicia, la libertad; la lucha continuaba. Uruguay se caía a pedazos y la resistencia en el exterior me parecía cada día menos confiable. Habían querido sacarme los documentos y mandarme a hacer un curso de entrenamiento guerrillero, pero no acepté. A) Mis documentos no se los doy a nadie que no me los devuelva de inmediato. B) En el Uruguay en ese momento no se necesitaban guerrilleros con sapiencia militar, sino, quizás, gente que supiera montar una imprenta clandestina o cualquier otra cosa que ayudara a difundir ideas, a mantener la comunicación entre la gente, con la gente. C) Nunca quise ser militar porque carezco de ciertas cualidades básicas para esa tarea.
A menudo pasaba muchas horas sentado frente al río Mapocho que atravesaba la ciudad como una cloaca a cielo abierto, encajonado entre muros pensados para el diluvio. Hilo de agua marrón que me permitía soñar, sentir que me iba corriente abajo, sentado en un cajón de frutas, hacia la playa que imaginaba igual a las de Montevideo. Hasta que un día empecé a escuchar ruidos en mi cabeza y dejé de entender lo que me decían, como si las palabras fuesen un fluido sin solución de continuidad que me entraba por un oído y salía intacto por el otro sin que lograra retener absolutamente nada.
Entonces decidí dormir.
Otro día me invitaron al cumpleaños de una vecina de un amigo que vivía en una población… Santa no me acuerdo qué. Me arrastré hasta allí en el ómnibus invariablemente enano y me dormí tranquilo a las dos cuadras de haber conseguido un asiento porque debía bajarme en el destino.
El cumpleaños estaba dividido en dos: jóvenes adentro, viejos afuera, debajo del parral. Adentro había cerveza y porro y afuera vino. Yo era abstemio por decisión afectiva y a la marihuana no le tenía confianza política. El padre de la festejada me había tomado simpatía de algún otro breve encuentro en el almacén que atendía frente a su casa donde funcionaba el JARPA o el JAPA, no sé bien, que era un centro barrial de militantes de izquierda que intentaba distribuir la escasez entre los vecinos. El hombre pequeño -le llevaba por lo menos una cabeza- me tomó del brazo entre todos los adolescentes y me condujo debajo de la parra, me sentó a su diestra y me sirvió un generoso vaso de vino tinto. Le dije que no bebía alcohol, lo que produjo el escándalo general en la mesa de siete u ocho veteranos -hombres, todos- y la presión unánime para desvirgarme en aquella noche de verano que invitaba al estupro tinto. Sentí que los ofendería si no bebía, así que lo hice. Comenzó entonces una larga discusión política sobre la realidad chilena con breves pasajes por la experiencia de la guerrilla uruguaya sobre la que no pude aportar muchos datos y callé los que más me importaban para no sembrar dudas en el auditorio.
Las botellas se iban vacías y volvían llenas; yo me sorprendía a mí mismo hablando sobre cosas que nunca había pensado y que, sin embargo, me parecían evidentes mientras las decía. Creí que había pasado poco tiempo, pero de pronto tomé conciencia de que la música adentro había cesado y de que sólo quedábamos tres bajo la parra. Uno dormía con la cabeza sobre la mesa de hormigón y el padre de la vecina de mi amigo farfullaba algo incomprensible con la cabeza tambaleante y la mirada predominantemente extraviada. Pensé que estaban todos borrachos y me felicité por no tener el hábito de beber alcohol. El dueño de casa no advirtió que me paré y me fui, y mucho menos que me bamboleaba como el palo mayor de una cáscara de nuez en el océano.
Llegué hasta la esquina y consideré que ése era un buen lugar, creo. Me acosté en el piso, puse las dos manos debajo de la mejilla derecha y me dormí, pacíficamente. Desperté con el sol en la cara y rodeado por niños que jugaban a la pelota. Los vecinos regaban sus jardines o iban o volvían del almacén. Todos me sonreían mientras intentaba retomar la vertical y la conciencia.
Tenía 18 años, y nunca supe quién o quiénes me habían colocado la cabeza en una almohada y cubierto con una manta celeste de lana.

Mary saltaba de una carta a la otra sin levantar la vista.

From: mutmutiinous@stadion.fi
Era una noche brumosa, aunque no recuerdo que hiciera frío a pesar de que estábamos en agosto. Mi madre me había despedido haciendo adiós con la mano mientras apoyaba la cabeza contra el vidrio, detrás de la puerta de hierro.
Fuimos hasta el puerto en un taxi, y allí, en el hall, mi padre me despidió con un beso circunspecto. Me acompañó todavía un trecho y nos paramos sobre los adoquines húmedos y grises del muelle, bajo el aire gris de neblina, frente al barco gris del Vapor de la Carrera que me llevaría hasta el gris de Buenos Aires. El Permiso de Menor para viajar solo que tenía en el bolsillo del saco de mi hermano mayor -yo siempre fui grande para mi edad- era verde. Fue mientras lo buscaba cuando mi padre vio a su psicólogo, Gutiérrez, acodado en la baranda del barco con un gesto que intentaba parecerse al de Gardel un segundo antes de largarse a cantar “Volver” en un filme horrible que no me acuerdo cómo se llama.
Gutiérrez nos había visto, pero no se le movió ni un músculo. Tal vez pensó que era mi padre el que se iba. Recibí otro beso, menos circunspecto, y trepé por la escalerilla. Cuando llegué arriba y pasé los controles policiales no estaban Gutiérrez ni su sombra. Deje los dos bolsitos sobre la cubierta y me quedé allí, esperando que el barco zarpara, mirando a mi padre en su sobretodo gris, pequeño allá abajo, en la humedad. Pocos minutos después vi que el muelle se alejaba lentamente y me sorprendió que el barco se moviera de costado y no de frente, como un auto o un ómnibus. No estaba triste, o por le menos no me daba cuenta de estarlo. Sólo sentía que estaba viviendo algo importante, algo que crecía a medida que mi padre, el muelle, las luces de Montevideo se achicaban y desaparecían, tragados por la bruma. Se destruía un puente y se abría un círculo, pero eso no lo sentía. No se me resbaló ni un solo lagrimón. Odiaba el Uruguay. Quería irme de un país que había llegado a ser un enemigo personal: mediocre, chato, pacato, adulto, represivo, autoritario, ignorante, conservador, empleado público, politiquero, reformista, individualista, cagón, colorado y blanco, nostálgico, tanguero. Mi corazón no encontraba espacio entre tanta mezquindad. Yo quería mover las montañas, inventar un coro de audacia y honestidad, libre, colectivo, solidario, justo, auténtico, original. Yo quería hacer una revolución y luchar por el derecho de ser distintos. Pero mi país no quería, y ellos, los dueños, me querían matar, torturar, encarcelar; me querían borrar del mapa. Esa noche, en la oscuridad del río, se los dije en silencio: métanse el mapa en el culo; yo me llevo mi parte de país.
Me abracé, y volé.

El coche rodaba libre ya de las constricciones del tránsito ciudadano. El ruido del motor, ahora regular, y el de la carrocería chocando contra el aire quieto desaparecían en el silencio interior del vehículo. Ana sentía una ansiedad creciente que, por tramos, se manifestaba en la presión que ejercía su pie derecho sobre el acelerador. Deseaba que ese extraño personaje, en caso de dar con él, pudiera ayudarla a tomar contacto con el autor de las cartas que Mary leía con desesperada rapidez. La observaba de reojo y la veía totalmente concentrada; podía estar en un parque público, en la sala de su casa o en la cima del Kilimanjaro. Esas cartas tenían sobre su amiga un efecto hipnótico, devastador para su conciencia. Comenzó a entender un poco más lo que las diferenciaba en relación con el hombre anónimo. Para ella las cartas eran trozos de realidad palpable, consistente; las asociaba con acciones concretas como gritos, risas, bofetadas, llantos, caricias, huidas desesperadas, caídas, vuelos. En su imaginación siempre había alguien que ejecutaba esos actos, les daba comienzo y final. No las recibía como historias sino como mensajes con un remitente y un destinatario cuyo efecto principal consistía en ir proporcionando piezas de un alma, un puzzle de difícil solución, pero descifrable. Al final, se decía Ana, todo tendría sentido y sería posible apreciar una imagen completa que, intuía, le resultaría fascinante.
Ahora que veía a Mary leyendo esas cartas comprendía por qué no había sentido celos de su amiga. Mary las lee transportándose a otra galaxia, un espacio que no existe, que inventa su lectura. Para ella las cartas no son hechos sino insinuaciones, retazos de sueños; cada palabra es una piscina que se encadena con otra y otra, y Mary va zambulléndose gozosa, alerta a sus sensaciones, ensoñaciones, advirtiendo disimulados obstáculos y lubricados pasadizos. Le gusta resbalar entre las letras, trastabillar y hasta caerse para volver atrás. Rehacer el camino parece proporcionarle casi siempre nuevos placeres, más jugo que la vez anterior. Ningún rompecabezas se va armando en su espíritu. Las piezas no tienen una sola forma; de hecho, cambian constantemente de apariencia. Mary sólo elige la que más le gusta en cada momento y sobre ella construye, sin límites, sin objetivo práctico, sin prejuicio. No precisa que las cartas le sean útiles, simplemente las necesita. Mary llega hasta él inventando. Por lo menos, hasta un cierto él que, probablemente, se parezca mucho al que es cuando escribe. Percibió que esa era la síntesis de sus diferencias: Mary necesitaba al que escribe, y ella quería al que vive.

—Sí, leé, Mary; leé con atención y volá —pensaba Ana mientras salía de la ruta y se internaba por un camino de tierra, firme pero con pozos—. Leé porque voy a precisar tu imaginación para encontrar a este hombre —se decía con cierto egoísmo.

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