viernes, 9 de abril de 2010




23



Durante las siguientes dos horas estuvieron analizando el caso, haciendo especulaciones y tomando algunas decisiones. Mary contó que –fiel a su debilidad- había leído el contenido íntegro de la carpeta, y que decidió quedarse con ese documento pero sin confesárselo a su padre hasta que no supiera exactamente de qué se trataba. El desarrollo de la conversación en el bar le había confirmado que su padre sabía que eso estaba ahí, y que temía que ella lo hubiese visto.
¿De qué tenía miedo Walter? La hipótesis de que Mary podía ser hija de desaparecidos se instaló por sí misma, tan rotunda como las pirámides de Tikal: tenía color, olor, se podía tocar y pisar, podía uno subírsele encima y desde allí descubrir un panorama inédito. También se aceptó como posible que podría tratarse de una adopción encubierta –como las hay tantas-, y que para evitar consecuencias desagradables se había recurrido al procedimiento de la inscripción tardía. Aunque el falso domicilio y la presencia de militares avalando la extraña versión debilitaba esta alternativa.
Finalmente, había quedado completamente descartado que fuese una simple y corriente inscripción fuera de los plazos legales por razones banales, accidentales, por alguna peripecia imprevista.
En cualquiera de las dos historias con mayor verosimilitud, la vida de Mary tomaba un derrotero totalmente impensado. Para ella todo quedaba bajo sospecha, incluyendo la muerte de su madre.
Mary había dividido la pizarra en dos trazándole una raya de arriba a abajo. De un lado el retrato robot del corresponsal anónimo, y del otro se empezaban a ordenar los elementos de esta segunda búsqueda para la cual habían decidido ponerse en contacto con una periodista conocida de Ana que había trabajado en estrecho contacto con los Familiares de Detenidos Desaparecidos. Necesitaban que alguien con experiencia les diera una opinión, y, si fuera el caso, una orientación de cómo y por dónde iniciar la investigación.
La posibilidad de actuar rápidamente había despejado las sombras más superficiales del ánimo de Mary. Hasta se la veía entusiasmada, decidida.
Salieron para comer algo, airearse y cambiar de tema.
Un poco más tarde estaban sentadas en el bar de Carlitos delante de una ensalada.
Ana no se animaba a liberar una pregunta que, sin embargo, latía en su garganta desde hacía horas.
—Ya sé que dijimos que cambiaríamos de tema, pero me quedó algo en el tintero… —dijo al fin Ana observando la reacción de su amiga.
—¿Qué cosa? —preguntó Mary mientras trataba de pinchar un trozo de tomate huidizo.
—No sé. Es que recuerdo todo lo que ocurrió esta tarde –parecen muchas tardes-, y me pregunto cómo hiciste para no decirme esto antes, por qué esperaste tanto.
—¿Sabés una cosa? –empezó Mary—, no me vas a creer, pero desde que tengo este papel en las manos hay una parte de mí que está tiritando de miedo, y, aunque no sé bien por qué, también con un poco de vergüenza. No sé. Me siento algo así como desnuda en medio de una plaza. Pero hay otra parte que ya no tiembla más. Porque descubrí que he vivido siempre con un desasosiego indefinido, injustificado, invisible. Y, por primera vez, ya no lo siento más. Por eso estuve alegre ayer y hoy, porque se fue esa oscuridad, ese vacío. Es como si esa sensación me hubiese mantenido alerta desde siempre esperando este momento.
Ana quedó en silencio. Miraba a Mary y no veía a la “nena” que había dejado ayer mismo.
—Bueno, ¡basta! –ordenó Mary—. Dijimos que íbamos a cambiar de tema. ¿Qué hacemos con el de las cartas?
Ana le contó a su amiga que ya había efectuado algunas gestiones y, de hecho, tenía una cita para el día siguiente con un especialista en “piratería informática”.
—Un tipo lleno de plata cuyo pasatiempo -según me explicó él mismo por teléfono- es “luchar contra la dictadura informática internacional”, o algo así. ¿Venís conmigo, verdad? Es fuera de Montevideo, pero mañana es domingo.
Mary estuvo de acuerdo. Antes de separarse, ya sentada en su auto Ana aseguró que en cuanto llegara a su casa le enviaría las cartas por mail.
—Sin que falte una —prometió.
—No —respondió Mary—… bueno, sí, mandámelas, pero esta noche no las voy a leer; ya tuve demasiado para un solo día. Si podés, prefiero que también las imprimas y las voy leyendo mañana, en el viaje.
—Paso a eso de las once. Te quiero. Gracias, hermanita –se despidió Ana, emocionada.

Después del encuentro con Mary, Walter permaneció un rato en el bar, bebiendo demasiado y aprisa. Al anochecer, entró a su casa como una tromba, fue directo a “la oficina” y trancó la puerta con llave. Abrió la carpeta que Mary había tenido en su poder y desparramó su contenido sobre el escritorio. Buscó afanosa, enloquecidamente entre los papeles sin encontrar lo que quería. Sintió que el mundo se le venía encima. Por primera vez después de tantos años experimentaba miedo, un miedo real, concreto: un miedo pánico.
Se sentó en su silla de ejecutivo y trató de calmarse. Estaba seguro de que el papel había estado allí. Aunque quizás el escribano había tenido la precaución de quitarlo antes de darle la carpeta completa a Mary. Luego se dijo que eso era imposible: el escribano ignoraba la existencia de ese documento, y –lo conocía bien- jamás husmearía en sus pertenencias. Pensó que tal vez él mismo lo había separado y no lo recordaba. Hacía más de 20 años que lo había tenido en sus manos por última vez.
Descartó que Mary hubiese mentido. Creía conocerla lo suficiente como para detectarlo. Además, ella había sido muy enfática durante la charla de unas horas antes, y nada en su actitud denunció que conociera el contenido del documento perdido. En cualquier caso, era obvio que a quien no podía preguntarle acerca de la inscripción tardía era a ella.
Se reprochó no haber quemado ese papelucho hacía años, como le rogó su ex esposa. De esa forma, nada podría probar el verdadero origen de Mary. Debía protegerla, protegerse. Tenía que impedir que entrara en contacto con la familia de Isabel, su mujer fallecida, que supiera cómo habían muerto sus verdaderos padres y por qué.
Walter se fue calmando mientras ordenaba el contenido de la carpeta. Pensó que la suerte lo seguiría acompañando, que lo peor ya había pasado. Hasta ahora nadie la había buscado, y de él no había trascendido más que su alias -Chino- y una vaga descripción física. No escuchó a Ofelia detrás de la puerta.
—¡Viejo! ¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¡Querido!


A las once y diez del día siguiente Ana y Mary salían rumbo al Norte. Ana traía un mapa en el que había marcado con tinta roja el camino que debían seguir. Casi la mitad del trayecto transcurría por pequeños caminos vecinales, y los últimos tres kilómetros ni siquiera figuraban en el mapa.

—Ahí nos vamos a tener que arreglar como podamos. Me dijo que hay un cruce de caminos y un cartel que prohíbe la caza. Allí tenemos que tomar a la izquierda hasta que encontremos una portera: es la entrada. ¿Sabés qué nombre le puso?… “El aljibe”…
Mary no prestaba mucha atención a las explicaciones de Ana. Tenía un pequeño fajo de hojas impresas sobre la falda y lo inspeccionaba sin buscar nada concreto, apenas queriendo tener una idea precisa de su tamaño.
—Están todas, ¿no?
—Todas, “sin que falte una sola”, como me ordenaste —replicó Ana de buen humor.
—¿Las pusiste en orden cronológico?
—Sí, todas ordenaditas como a vos te gusta.
Mary levantó la vista y comprobó que Ana estaba tomándole el pelo, gozando cariñosamente su ansiedad.
—Lee tranquila —sugirió Ana—; tenemos más de una hora de viaje.
Mary reclinó un poco el asiento y se desentendió completamente de lo que pasaba a su alrededor. Empezó a leer las cartas una tras otra, lentamente, como era su forma de leer.

From: skyku@border-terrier-club.net
Juan Marcos había muerto en un accidente de aviación en Madrid. La reunión inmediatamente posterior congregó en casa al núcleo duro de la barra. Comida tranquila, onda baja y fuerte. Alcohol. Porro. Alcohol. Aquella habitación tantas noches sobrepoblada, sobrecalentada, parecía un ancho corredor y nosotros sombras. Su compañera guajira estaba allí, alhajada con sus mejores galas blancas, con su cabello negro suelto y su piel mate, como siempre, pero fría. Sentí que no habría otra vez, que la impunidad de ser salvajemente felices había caído con aquella máquina estúpida, se había incinerado, calcinado, muerto.
Juan Marcos había estado de vacaciones hasta apenas unos días antes de subir al avión. En España, al Sur. Estando allá se obsesionó con llegar hasta Sitges, una pequeña localidad sobre el Mediterráneo donde hace no sé cuántos años los partidos Liberal y Conservador de su país, Colombia, habían alcanzado un acuerdo secreto de alternancia en el gobierno para que el poder permaneciera siempre en las mismas manos, pero sin guerras civiles. El sostenía que aquel pacto había sido sellado con brujería, y que se mantenía hasta entonces apenas por el vigor del conjuro. Quiso deshacerlo. Se dejó leer las líneas de la mano por una gitana en las ramblas de Barcelona. Ella le dijo que para lograr lo que pretendía debía encontrar a otras cuatro personas que lo guiarían hasta el final. Entonces permitió que un diablo alucinado de ojos verdes le tirara el tarot en un bar de Valencia y mantuvo una extensa charla mística y nocturna con un Buda rubio que hablaba sánscrito en una playa de Benidorm. Ya había encontrado a tres. Y se fue a Sitges.
Llegó con los ojos rojos y el corazón púrpura. En la primera noche, en una de las tantas calles oscuras por las que merodeaba desde hacía horas vio que desde un automóvil alguien le hacía señas para que se aproximara. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para oler el azufre escuchó que le preguntaban si era él quien estaba buscando lo que él estaba buscando, y dijo que sí. Entonces, le indicaron, debía ir a una plaza, esa misma noche, y enfrentar el fin.
Estaba dando vueltas alrededor de la plaza desde hacía un rato largo sin ver un alma en la oscuridad. Hasta que de pronto percibió una tenue luz flotando en el aire, quizás una brasa de cigarrillo. Se acercó un poco y vio que era una túnica larga y negra con una capucha amplia, y que la luz en el centro de la oquedad de la capucha era tal vez de un cigarrillo. La sombra le dio lentamente la espalda y le dijo algo que él no entendió, o entendió y no supo contestar, y entonces la túnica cayó y quedó probablemente el cigarrillo encendido en la nada negra y después todo desapareció y él se quedo allí, sintiendo que había fracasado. Sabía lo que había sucedido, pero no lo comprendía. Entonces regresó a Barcelona alucinado y desesperado, y después a París y después se subió al avión sin tener que hacerlo y se murió.
Una semana después de su muerte, Gonzalo, uno de la barra, recibió una postal desde Barcelona. Un texto complejo e indescifrable con la firma de Juan Marcos. La noche del día en que recibió la postal quiso quedarse solo pensando en aquel misterio y en otros misterios desconcertantes aunque no tan tristes. Estando en la sala escuchó un ruido de vidrios rotos en la cocina y automáticamente fue a investigar de qué se trataba. Busco por todos lados pero no encontró nada destruido y decidió irse a dormir considerando que ya había bebido y fumado lo suficiente. Al día siguiente quiso prepararse una taza de café, y cuando la alzó vio que la cafetera de vidrio se había rajado de arriba a abajo y de izquierda a derecha; la fisura tenía una evidente forma de cruz. Entonces me llamó por teléfono y me pidió que fuese de inmediato, sin explicaciones.
Me mostró la postal, la cafetera, y me contó todo el relato que Juan Marcos le había hecho apenas regresado de Sitges durante una cena que entonces le había parecido tan extraña como divertida. Fue cuando abrió un cajón y sacó unos papeles manuscritos.
—Antes de irse me dejó este sobre. “Está todo aquí —me dijo—. Es por esto”.
—¿Por qué lo escribió? ¿Por qué te lo dio? —pregunté.
—No lo sé. Tal vez para que alguien más lo supiera; no quería ser el único en conocer esta historia.
Extendió su brazo con los papeles temblando en la mano. Yo los tomé, y los guardo hasta ahora. Pero nunca, nunca los leí.


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