sábado, 17 de abril de 2010





26



Las dos mujeres se sentaron junto a una mesa de madera noble, de tapa gruesa hecha con una sola rebanada de árbol, cortada de un tajo, recto. Ana y Mary guardaron silencio durante varios minutos; contemplaban el armónico entorno que las rodeaba. Algo inmaterial se desprendía de esos jardines. Entraba por los ojos, la nariz y los oídos, se adhería progresivamente a la piel dispensando la misma sensación de alivio, levedad y absoluta distensión que la morfina luego de una jornada de combate cuerpo a cuerpo. Ambas aprovecharon la calma para retomar el aliento y el hilo de sus propósitos, hasta que Ana rompió el silencio.
—Es un paraíso —dijo con voz sedada—. Parece tan… natural.
—Pero no lo es.
La voz, masculina, venía desde la puerta ventana que comunicaba la casa y la terraza, ubicada detrás de las visitantes. Ambas se sobresaltaron, volviéndose al unísono en esa dirección. No lo habían escuchado aproximarse y en el primer momento tampoco lo reconocieron. Ese hombre impecablemente vestido de sport, con una camisa de fino algodón color habano y pantalones de lino crudo sin una sola arruga, mocasines blancos, recién bañado, afeitado y sutilmente perfumado con una fragancia seca y acogedora, era el mismo que unos minutos antes las había llevado hasta allí, el gaucho a caballo que alguna varita mágica de un hada todopoderosa había transformado en un dandy bronceado, informal pero elegante, seguro de sí mismo.
—Les pido disculpas por no haberme identificado antes, pero recibo muy poca gente. Mi señora y yo cuidamos mucho nuestra intimidad. Ustedes comprenden, ¿no?
—¿Usted es…? —empezó a preguntar Ana sin poder terminar la frase.
—Sí, soy la persona que usted busca.
—¿El… hacker? Digo, perdón, ¿Don Carlos?
—El mismísimo demonio binario en persona —bromeó, haciendo una aparatosa reverencia.
El hombre sonreía mientras sacaba un habano del bolsillo de su camisa, le hacía un agujerito en la parte posterior con un objeto dorado y puntiagudo y lo encendía con rápidas pitadas. Una mujer joven y pequeña salió de la casa con una bandeja plateada en las manos y la dejó sobre la mesa. Tres vasos, una gran jarra con limonada fresca y un cenicero de piedra gris.
—Ella es mi señora. Estos jardines nacieron de sus manos. No sé por qué, pero las plantas le hacen caso. ¿Quieren limonada? —y sin esperar la respuesta comenzó a llenar los altos vasos.
Mary estaba disfrutando la situación con regocijado asombro. Ahora el hombre le parecía tan confiable como exótico, y trataba de percibir qué hacía posible que ambas características no resultaran contradictorias en él, mientras sí lo serían en cualquier otra persona. Ana le había dado pocos datos, y a ella no le había interesado saber con más precisión a quién iban a ver. Se preguntaba de dónde habría sacado a esa jovencita aindiada, a la que imaginaba secreteando con las enredaderas, dejándose atrapar el largo cabello negro por las hojas invasoras de los helechos, moviéndose entre los rosales y los jazmines sin producir el más leve sonido, o, a lo sumo, el de una casi imperceptible brisa de verano, lenta y cálida. De pronto vio que el hombre estaba mirando discretamente las hojas que estaban frente a ella, sobre la mesa, y tuvo un movimiento reflejo de cubrirlas con sus brazos, como si debiera ocultarlas.
—Bien, señoritas: ¿con cuál de ustedes hablé telefónicamente?
—Con ella —se apresuró a aclarar Mary señalando a su amiga.
—Le pido disculpas —empezó Ana tratando de sacudirse el estupor—, es que la situación fue algo insólita, quiero decir, inesperada, y… Mi nombre es Ana —dijo extendiéndole la mano con torpeza—, y ella es mi amiga Mary. Voy a ir directo al grano porque usted debe ser una persona ocupada y no quiero robarle tiempo.
—¡Oh, no, no! ¡Qué horrible idea! —exclamó Carloncho riendo—. No soy precisamente un desocupado, pero mucho menos alguien ocupado en el sentido en que usted lo imagina. Formo parte del pequeño grupo de bacanes verdaderos, los amos de su propio tiempo. Y le aseguro que no lo comparto con quien no deseo hacerlo. La libertad, señorita, Ana, eso es lo que me ocupa y me desocupa. Tómese el tiempo necesario para ser amena.
Ana no lograba interpretar claramente la actitud del hombre que tenía enfrente, no sabía si la estaba animando o tratándola como a una imbécil, pero decidió que no era el momento de dudar, así que le fue relatando la historia del corresponsal anónimo ahorrando intimidades, vicisitudes, traiciones, engaños, pactos y coitos, de tal manera que, en síntesis, ella quería encontrar a este misterioso personaje para proponerle un trabajo en la televisión pues, en su opinión, podía ser un buen guionista.
—¿Usted está segura de que es un hombre?
—Absolutamente.
—Y este hombre le escribe cartas, ¿cartas de amor?
—No, no son de amor; son cosas, historias, cuentos, no sé cómo definirlas.
—Pedazos del alma… —dijo con algo de ironía el dueño de casa.
—Sí -terció Mary—, se parecen a eso.
—Este hombre le escribe esas cartas a usted, pero usted también las lee —inquirió Carloncho señalándolas alternativamente.
Ana y Mary se miraron brevemente sin saber qué responder.
—Ella es mi guionista —argumentó Ana, y agregó— y es como mi hermana.
—Ah, ya veo, claro. Y ustedes quieren que yo averigüe quién es a partir, digamos, de su identidad electrónica.
—Me dijeron que eso es posible, y que usted es una de las pocas personas que podría lograrlo.
—Quizás, quizás. Pero, señoritas, aquí tenemos un gran problema, y es que esta persona, obviamente, no quiere ser identificada, y si no utiliza su anonimato para algo que a usted le resulte indeseable, es muy probable que al descubrirla le estemos infligiendo una agresión extrema.
Mary percibió que su amiga se internaba en una encarnizada batalla argumental para convencer a su interlocutor, y sentía que estaba a punto de decirle que no fuera necia, que él tenía razón, y que abandonaran esa búsqueda que, de cierta forma, hasta le resultaba obscena. Pero sabía que no debía hacerlo. Quería salir de allí, regresar al auto y alejarse rápidamente. Miró hacia el jardín y vio un banco a la sombra de un sauce.
—Disculpen —dijo interrumpiendo a Ana—, esta conversación es más que nada entre ustedes.
—¿Le molesta si me siento allá? —preguntó señalando el banco junto al sauce.
—Siéntase como en su casa —respondió él, algo sorprendido.
Mientras Mary descendía lentamente la escalera de madera con las cartas en una mano, Carloncho clavó sus ojos en los de Ana. Su mirada sonreía con satisfacción, pero sin sorna.
-Señorita Ana: no estoy creyendo casi nada de lo que me cuenta, y en este momento no soy yo quien tiene algo que perder. Si llegó hasta acá es porque la alienta un sentimiento intenso, y no una oferta laboral. Si quiere que la ayude debe interesarme en su caso, debe ser absolutamente sincera conmigo. ¿Qué está pasando, exactamente?
Ana suspiró, vencida y aliviada.
—¿Exactamente? —dijo mirando a Mary que llegaba al banco y se sentaba.
—Bueno, acepto la exactitud que su pudor le permita, nada más, y nada menos. Prefiero que sigamos tratándonos de usted.
Mary vio que Ana se pasaba una mano por el cabello. Luego observó que detrás del jardín había una construcción baja, con ventanas pequeñas y una chimenea. Parecía una casita de cuentos infantiles. Se sintió relajada y fresca. La limonada le había quitado la sed, y decidió volver al planeta de las cartas.

From: sadlawatach@cwchildren.org
Son las 22.30. Mis vecinos fascistocomunistas del apartamento de arriba han recibido visitas. Tooooda una familia, con pibitos incluidos, tan discretos y sobrios como una banda de mandriles culo rojo.
(Putachita que los parió a los culo rojo; no sé cómo se puede ser tan simio... y ahora llegan más!!!)
Hoy les encajé a Led Zeppelin al mango, con función “incredible sound” y todo. Ahora los castigo con Charlie Parker, a quien, supongo, los mandriles de culo rojo no aprecian ni por las tapas.
No sé por qué desde hace dos días estoy tomando litros de jugo de naranja. Odio las naranjas, aunque el jugo me gusta un poco. Pero parece que no hubiese otra cosa para tomar, aparte de whisky, claro. Me debo estar reblandeciendo. Voy a pedir que me manden a una granja de reeducación de naranjólicos anónimos. No sé a quién se lo voy a pedir, supongo que al ministerio de Edulcoración y Kulkfiction.
Tienetengo ganas de contarte una historia, pero no sé cuál ni quién. Estoy en la hora de transición. Y este bochinche me jode que da miedo.
Miedo.
Bueno, miedo.

Un miedo. Buenos Aires nunca fue un buen lugar. Pero lo era menos en 1975, y lo sería muchísimo menos después. Esto es, para aquellos que veníamos huyendo de la guadaña desde hacía unos años, y para los propios Caínes y Abeles peronistas, entonces propietarios de un instinto asesino poco envidiable y aun menos comprensible para los ateos. La calle era peligrosa, el laburo lo era y en casa nunca se sabía, dependía de que las agendas de los amigos desaparecieran a tiempo en caso de emergencia. Yo vivía en Villa del Parque donde compartíamos un apartamento con otros adolescentes: Joaquín, el Pato, el Pata, Jorge y su hermano Pilo. Era El Sauce contra Joaquín y yo. El flaco -Joaquín- había sido adversario político de izquierda, aunque no lo había conocido personalmente en Montevideo. Esas diferencias quedaban borradas en el exilio, así que nos hicimos amigos por afinidades musicales, el gusto por las conversaciones filosóficas y el placer obsesivo del cine, todo el cine. Vimos juntos desde Easy Rider hasta Operación Dragón, con el genio inigualado de Bruce Lee. Y en música éramos igualmente eclécticos: escuchábamos tanto el heavy metal de Deep Purple como la fantasía melódica de Elton John, el rock jazzeado de Chicago, las cumbres altiplánicas de Inti-Illimani, los sintetizados Emerson, Lake and Palmer, los diabólicos Rolling -vimos juntos Gimmie Shelter-, el orgásmico Zeppelin, las novedades de Viglietti y Zitarrosa, el inseguible Jim Croupa, el trío de oro Cream, el absurdo Hendrix, el mago Mateo, la loca de Joplin o el sabio Dylan y el bíblico Genesis (con Peter incluido, aún). Pero teníamos un preferido, descubierto por el flaco, claro, que era la vanguardia en el tema. Sabía vida y obra de todos los músicos que le interesaban: a qué hora se acostaban, qué marca de instrumentos usaban, por qué no se lavaban los dientes, qué discos habían grabado y, además, entendía inglés. Era el guía perfecto. La frutilla era King Crimson, de quien idolatrábamos su Larks Tongues in Aspic, o algo que sonaba muy parecido a eso cuando Joaquín lo mencionaba. Decíamos que era el único grupo conocido que hacía “rock psicológico”, de la mano del perverso Robert Fripp (hay algo que huele muy mal en mi heladera; sólo deseo que no sea el hielo). Cuando poníamos ese disco -y también el mítico Led Zeppelin de 1971, pero que nosotros recién conocíamos, con Black Dog y Stairway to Heaven, entre otros- apagábamos todas las luces de la casa, cerrábamos todas las ventanas, poníamos el tocadiscos al mango total y nos acostábamos en la oscuridad, a esperar el viaje sin químicos ni destilados que invariablemente empezaba con los primeros acordes de aquellos monstruos zarpados y duraba hasta un buen rato después que había terminado el disco. Entonces salíamos a la calle porque no aguantábamos tanta adrenalina en las venas y no nos importaban nada las tres A ni los milicos ni la puta madre que los parió a todos juntos. Caminábamos y conversábamos y tirábamos patadas voladoras gritando iiiiiiuuuuuuuaaaaa, como Bruce Lee. Andábamos en esas una noche, bobeando en una parada de colectivos de Callao, ya tratando de volver al barrio, cuando seis o siete patrulleros de la asesina Policía Federal convergieron en esa esquina como si fueran caballos de carrera en una llegada pareja del Ramírez. Los pintas no habían terminado de frenar cuando el flaco y yo ya nos habíamos dicho con los ojos: “Separémonos. Suerte”.

Dos miedos. París. 1980. Andaba solo y con la piedad agotada. Todavía me asustaba cuando iba caminando por cualquier vereda y escuchaba detenerse a un automóvil detrás mío. Instintivamente miraba hacia atrás, para comprobar que nunca se trataba de un Ford Falcon verde -como el que tantas veces me había atormentado en sueños- del que saldrían varios tipos armados con escopetas Itaka, corriendo directamente hacia mí en cámara lenta, lenta, eterna, sino de cualquier inofensivo Renault, Peugeot, Citroen. Había decidido que el mundo carecía de sentido y de dirección, y también que sólo valía la pena vivir con un petardo en la cabeza y otro en el corazón. Vagabundeaba por la ciudad cuando hacía frío; vagabundeaba por la ciudad cuando hacía calor. Estaba siempre de vacaciones aparentes, cuando, en realidad, me sometía a un régimen de trabajo forzado. Buscaba constantemente mi excepcionalidad y la del Otro. Y la encontraba a cada paso. Por eso estaba siempre trabajando.
Un día, por ejemplo, me senté en un café de un espantoso barrio llamado Châtelet. Estaba en la primera fila de la vitrina que suelen tener los cafés parisinos, una costumbre estético-comercial aborigen que nació cuando la calle de la ciudad era un espectáculo y los voyeurs se encerraban en una jaula de vidrio para admirar impunemente, por unos pocos francos la hora, el living a cielo abierto donde la gente vivía sus vidas. Los tiempos habían cambiado, seguramente, porque cuando me senté en ese café de Châtelet no había ningún espectáculo para espiar. Pasaba el tiempo y el petardo mantenía su efecto, cuando de pronto vi que en la vereda de enfrente un extraño personaje se había detenido junto a una columna. Era un clochard. Sin duda era un clochard. Pero tenía unos guantes blancos, muy blancos, como los de Mickey Mouse. Se había parado allí y me miraba directamente a los ojos. Dudé. Observé alrededor, estaba solo. No cabía otra, pues: me miraba a mí. Liberé, por consiguiente, mi habitual protocolo de contacto a distancia y focalicé la figura en la vereda de enfrente prescindiendo de cualquier otro estímulo. El clochard se movió detrás de la columna hasta quedar completamente expuesto. Eramos dos seres solos en medio del zooilógico. Y de inmediato se instaló una duda compartida: ¿dónde están las rejas? ¿Cuál es el lado libre de la jaula? Esa tensión duró poco porque el clochard decidió más rápido que yo. Sus guantes inmaculados parecían dirigir el universo; formaron una inútil bocina alrededor de su boca. Estaba gritando, gritando a voz en cuello. Los guantes se movieron y la boca siguió agitándose. Hubo gestos. El hombre se movía siempre de lado, frente a mí. Agitaba los brazos y vociferaba. Estaba enviando un mensaje desesperadamente. París caminaba, rodaba, pasaba entre nosotros sin percibirnos. No me estaba llamando; simplemente me estaba dando un mensaje. Lo reiteró muchas veces. Sentía que no lo estaba recibiendo aunque sabía que sabía lo que estaba sucediendo. Lo repitió hasta que se quedó mudo. Una y mil veces. Me lo gritó. Me lo rogó. Me lo exigió. Pero yo estaba demasiado fascinado como para atreverme a romper el vidrio. Lo miré hasta que me dolieron los ojos, y entonces el clochard se cansó. Tomó su breve atado de nada y se fue. Para siempre.
Supuse que era un enviado de los plateados. Reflexioné al respecto. Pensé que había perdido la oportunidad de saber algo muy importante, y también que se me había enfriado el café. Decidí beberlo así, frío, porque era mi café.

Ya vacié el cenicero.
Ahora aflojó el viento, refrescó un poco. No cayó ni una gota.

Tres miedos. Mi amigo vivía en un edificio raro, en el extremo sur de París. Abajo había un hermoso jardín que era usado exclusivamente por los perros de los inquilinos que los llevaban allí de noche para que cagaran con intimidad. Ellos, los amos, no cagaban ahí. Lo hacían en otro lado.
Le habían regalado, a mi amigo, un auto viejo, sin patente, sin seguro, con muchas multas acumuladas. El valor de las deudas superaba ampliamente el del auto. Y él andaba en eso para aquí y para allá. Un día, a mediodía, nos juntamos varios en su casa. Hicimos de comer. Tomamos vino. ¿Era un viernes? La tarde se fue alargando. De pronto decidimos salir de París. Irnos. Lejos. A algún lado.
Subimos al auto al anochecer. Eramos seis. Tres adelante y tres atrás. Estaban Carmen Gloria, el Lechuga, el Chopi, una venezolana cuyo nombre no recuerdo, pero sí que andaba con mi amigo, y yo. Tomamos una ruta que los parisinos llaman “le periferique” porque circunvala toda la ciudad. Veíamos pasar los carteles: Zurich, Strasbourg, Marseille, Nantes, Pays Bas, Calais, etc, etc. En cada cartel discutíamos gritando si íbamos o no para ese lugar. Dimos varias vueltas alrededor de París sin poder decidirnos, hasta que de pronto vi uno que decía: Normandie.
—Tengo unos amigos que viven en Normandie —grité.
Se hizo un silencio aprobador, y el auto tomó la ruta hacia allá. Era otoño. Teníamos 400 kilómetros por delante. Era de noche y el auto no iba a más de 80 por hora ni tenía calefacción. Demoraríamos unas cinco o seis horas en llegar, así que decidimos parar en una estación de servicio y llamar por teléfono a mis amigos -Jorge y Anette- para avisarles que estaba yendo a visitarlos con cinco personas que no conocían y que llegaríamos de madrugada.
—Bárbaro. Los esperamos, —dijeron ellos y sus tres hijillos.
Mis amigos quemaban adentro del auto y a cada rato parábamos porque alguno tenía ganas de orinar, de beber, de estirar las piernas, de desentumecer el culo, en fin, de algo impostergable. La noche era cerrada. La ruta estaba casi desierta y empezábamos a aburrirnos. Entonces el Chopi, que era quien conducía, inventó un juego que nos mantuvo despiertos hasta Joulouville, que era donde vivían mis amigos. El juego era muy simple, pero nos mantuvo alerta durante horas: cada vez que venía un auto en el otro sentido Chopi preguntaba:
—¿Lo chocamos o no lo chocamos? —mientras hacía eses de un lado al otro del asfalto.
Nunca podíamos ponernos de acuerdo, entonces, a último momento, Chopi hacia funcionar el limpiaparabrisas que siempre decía NO NO NO NO NO NO…

Mary levantó un momento la vista de los papeles sintiendo que en su juventud no había vivido absolutamente nada parecido a lo que contaban las cartas. Don Carlos y Ana no estaban en la terraza, pero no se inquietó. Giró la cabeza 180 grados y miró hacia la casita de cuentos. Por un momento creyó percibir que una silueta la observaba desde una de las ventanas, pero cuando entrecerró los párpados para ver mejor ya no había nadie. Pensó que tal vez fuese la joven esposa de Don Carlos ocupándose de sus misteriosos asuntos, pero de pronto distinguió claramente la figura de un hombre que se paró ante la misma ventana y, desde el umbrío de la casa, miraba en su dirección. Se sintió incómoda, insegura, y levantándose del banco camino hacia la terraza, un territorio que le ofrecía más garantías. Estaba subiendo la escalera cuando su amiga y Don Carlos salían de la casa.
—Bueno, señorita Mary, ya nos pusimos de acuerdo —anunció Carloncho—, sólo necesito… esas cartas.
—¿Las cartas? —exclamó Mary moviendo instintivamente el brazo con las hojas hacia atrás.
—Eh…, bueno, no los textos sino los remitentes.
—Déme una dirección electrónica suya y yo se los envió esta tarde misma —propuso Ana.
—Bien, pero que quede claro: si lo encuentro, primero le preguntaré si quiere establecer contacto con ustedes, o sea, con usted —dijo mirando a Ana—. La decisión será de él.
—Está claro —asintió Ana.



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