miércoles, 7 de abril de 2010




22


Fueron a la cocina y pusieron galletas de salvado, varias mermeladas y agua fresca sobre la mesa. Conversaron casi hasta la medianoche. Mary puso música -Mateo Clásico, volumen 1- y después quiso “saberlo todo”. Ana se confió sin reservas. Le contó que al principio había sentido miedo, casi pánico, de que la estuviesen espiando, de que se tratara de algún loco que planeara hostigarla. La curiosidad de Mary, su inmediato enganche con la historia operó, de cierta forma, como un reaseguro contra el temor. Al principio siguió rebotándole las cartas sin leerlas, pero no las borraba. Luego le llamó la atención que el juego continuara, y que él escribiera con tanta asiduidad. Tuvo curiosidad, y una noche empezó a leerlas desde la primera en adelante. Cuando apenas había leído la tercera, o la cuarta, se dio cuenta de que Mary se las había ingeniado para darle luz verde y para mantenerlo produciendo, y de que la única forma de hacerlo era por medio de los textos que ella decía ante cámaras. Le bastó mirar las grabaciones de un par de programas que tenía en su casa para tener la prueba fehaciente. Se sintió muy mal, como una marioneta estúpida usada por dos perversos. Había pensado en desbaratar todo enfrentando a Mary; quería reprocharle su crueldad. Estuvo a punto de llamarla por teléfono esa misma noche, pero “algo” se lo impidió. No supo explicarle a su amiga qué fue exactamente, tal vez su propia perversidad, su morbo excitado por el equívoco, por el resbaladizo juego de máscaras. Le confesó que la pasión y la habilidad que ella había puesto en el asunto le provocaron algo de envidia, de admiración. Esa misma noche leyó todas las cartas que habían llegado, y cuando terminó había decidido que se prestaría a continuar el juego, pero reservándose un papel secreto que la convertía en maestra de ceremonias. Si los naipes estaban marcados, que lo estuviesen para todos.
Leía las cartas antes de enviárselas a su amiga, y casi imperceptiblemente ese hombre la fue seduciendo. Miró la pizarra donde Mary elaboraba el “retrato robot” del corresponsal, y señaló que enseguida a ella le habían interesado cosas distintas de las que Mary se preguntaba. Ella deseaba forjarse una imagen física, un cuerpo. ¿Era gordo o delgado? ¿Alto o bajo? ¿Calvo? ¿Qué edad tendría y cómo llevaría sus años? ¿Cómo eran sus ojos, sus manos, su risa? ¿Sería elegante o desaliñado? ¿Casado, soltero?
Ella no lo había escrito en una pizarra, pero iba armando su propio “indetikit”. Las cartas empezaron a formar parte de esa corporeidad, y de sólo leerlas pasó a filtrarlas, a “apropiarse” de algunas de ellas sin que hubiese elaborado un criterio específico de selección. Elegía intuitivamente, según lo que le dictara su corazón, sus hormonas o alguna otra cosa por el estilo. Durante su viaje a Chile se dio cuenta de que lo extrañaba, de que su presencia en la computadora se había convertido casi en tangible, y de que ella se había transformado en adicta de la ansiedad, la agitación con la que leía sus cartas. Al regresar estaba decidida a provocar el encuentro, y también a aceptar las condiciones que, sin duda, él pondría. Lo demás, Mary ya lo conocía.
—Tenía que contártelo —dijo Ana—. Pero hasta que vi la pizarra pensaba que el tuyo era un interés… no sé, científico, o algo así; creía que tu juego era más frío. Nunca sospeché que estuvieses tan conmovida. Te lo pregunté la otra noche, en el boliche, ¿te acordás? Y tu respuesta fue tan poco entusiasta que… aunque debí imaginarlo…
—No, pará con eso. Ya pasó —la interrumpió Mary—. Y la cosa sucedió el otro día, cuando “fuiste al médico”…
—Hfhhum.
—¿Y ahora…?
—Quiero encontrarlo —admitió Ana con pasión-. Voy a salir a buscarlo hasta debajo de las piedras.
Mary se paró, fue hasta la pileta y se enjuagó los dedos pegoteados con mermelada.
—Eso no está dentro del acuerdo inicial. Sería una traición —dijo severamente, secándose las manos con un repasador de espaldas a su amiga.
Ana tenía una respuesta preparada. Esperó a que Mary se sentara nuevamente, la miró a los ojos con una expresión transparente, sincera.
—El acuerdo no fue conmigo —dijo, con suavidad.
Mary dejó caer la cabeza bruscamente -su cabello eran dos cascadas a los lados del rostro- y la sacudió levemente, asintiendo.
—Tenés razón —aceptó. Y enfrentando la mirada de su amiga, agregó—: Pero no lo vas a encontrar. Es imposible.
—Me tenés que ayudar, Mary. Juntas podemos. Vos lo conocés de una forma distinta, sabés cosas que yo no sé… —dijo señalando la pizarra.
—Si lo buscamos va a dejar de escribir.
—Y si no lo buscamos, ¿qué vamos a hacer ahora con sus cartas? ¿Nos las vamos a repartir salomónicamente? ¿Qué vamos a hacer nosotras? ¿Qué hago yo?
—Voy a poner otro disco —dijo Mary saliendo de la cocina.
Cuando regresó empezaba a sonar “Nascimento”, de Milton. Mientras volvía a sentarse comentó—: ¿Viste que grabó una canción de Mateo y otra de Leo Maslíah?
Ana estaba ensimismada, con los pies sobre la silla y la frente apoyada sobre las rodillas. Mary permaneció un momento en silencio, tratando de tomar una decisión. Pensó que, de cualquier forma, el sueño había terminado; y, además, su amiga era de carne y hueso.
—De acuerdo, te voy a ayudar.
—¡Bien! —gritó Ana poniéndose de pie con un salto y levantando los brazos, dispuesta a abrazarla.
—Pero con dos condiciones —se apresuró a decir Mary, atajando a su amiga con un brazo—: quiero todas las cartas, sin que falte una sola.
—¡Hecho! —exclamó Ana sin dudarlo un instante, y las dos se fundieron en un intenso abrazo—. ¿Y la otra? —agregó, expectante.
­—Esperá un segundo —pidió Mary, cuyo semblante había adquirido de pronto una gravedad que parecía inoportuna.
Se levantó y fue hacia su dormitorio, y cuando regresó traía una hoja de papel en la mano. Se sentó frente a Ana y se la extendió por encima de las galletitas y las mermeladas.
—Yo también tengo algo que mostrarte.
Ana tomó la hoja haciéndola girar 180 grados para poder leerla. El papel era antiguo, o parecía tener unos cuantos años. El membrete sobre el ángulo superior izquierdo decía “Registro Civil. Ministerio de Educación y Cultura. República Oriental del Uruguay”. Centrado, al tope de la página había un título: “Inscripción Tardía”. Ana leyó en diagonal el contenido del documento y cuando terminó hizo ademán de devolverlo a su amiga, pero Mary la detuvo con su palma en señal de “alto”.
—¿Qué pasa? —preguntó Ana—. Es tu inscripción en el Registro Civil. Algo así como tu partida de nacimiento.
—Pero es rara, Ana. Mirala bien— replicó Mary apoyando un codo en la mesa y su cara en la mano. Tenía en el rostro una expresión que Ana nunca había visto, una mezcla de estupor, asco y angustia.
Ana leyó más cuidadosamente. Era una inscripción tardía, pero eso no era demasiado raro. Figuraban los nombres y apellidos de su padre y de su madre, sus edades, sus profesiones –“empleados”-, quienes declaraban ser los padres de Mary, de dos meses de edad nacida el 4 de junio de 1978.
—¡¿Cómo dos meses de edad?! —exclamó Ana, sobresaltada.
—Ves, es lo que te digo —se quejó Mary.
—Bueno, pará, claro: por eso es una inscripción tardía —dijo Ana con la entonación de quien resuelve un acertijo.
—Pero… ¿dos meses? ¿Por qué taaaan tardía? –preguntó Mary alargando expresivamente el tan.
—No sé. Sí, mirado así, es un poco raro. Tenés razón. Pero pudo haber miles de motivos, yo qué sé…
—Seguí leyendo —pidió Mary.
Ana buscó la última línea que había leído y continuó. En “Lugar de nacimiento” decía “Hospital Militar”. Su corazón dio un vuelco, pero se contuvo, súbitamente consciente de lo que podría tener entre sus manos. Pensó en Mary, en qué estaría sintiendo, pero evitó mirarla. Estaba escrito y Ana lo leyó varias veces: “Los comparecientes declaran domicilio en: Centro Militar. Avenida del Libertador Lavalleja No 1546”. Ya no pudo parar hasta el final. Lo otro relevante que encontró fue que los testigos habían sido un militar y su esposa, quienes certificaban que Mary era hija de sus padres allí mencionados y que había nacido hacía dos meses, el 4 de junio de 1978 en el Hospital Militar. El círculo se cerraba.
Ana levantó lentamente su mirada, y vio que los ojos de Mary estaban inundados de lágrimas.
—No voy a llorar —se anticipó Mary—. No voy a soltar ni una sola lágrima hasta que sepa la verdad —y el llanto en sus ojos se iba reabsorbiendo como por arte de magia—. Yo también necesito buscar algo, y es la segunda condición, en realidad, es un pedido: que me ayudes en esto.
Ana se levantó de su asiento, dio dos pasos hasta donde se encontraba Mary, se agachó y la abrazó intensamente diciendo:—Por supuesto que te voy a ayudar. No sé bien cómo, pero te voy a ayudar.

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