miércoles, 3 de marzo de 2010



10


Ya no frecuentaba tanto el bar, prefería pasar las noches en su casa, yendo de la cama al whisky, la computadora o el video. Había tratado de poner un poco de orden en su habitat, lo que no era realmente mucho, alcanzaba con vaciar regularmente los ceniceros, amontonar los papeles en algún estante o tirarlos simplemente a la basura junto con las absurdas y corrugadas cajas térmicas en las que le entregaban las pizzas que pedía por teléfono cuando tenía hambre. Sabía que ella debería haber recibido sus cartas desde hacía por lo menos dos programas, pero no había detectado ninguna señal, mensaje, guiñada. Ella no acusaba recibo. No estaba realmente sorprendido, después de todo era predecible. Eso no significaba, sin embargo, que su decisión de continuar escribiendo se debilitara.
—Aun sin testigos —se decía— los naufragios pueden ser hermosos.

Mary abrió la puerta de su departamento haciendo girar la llave con la mano izquierda siendo que la cerradura estaba a su derecha, pero ese lado lo tenía ocupado con carpetas, revistas y una torre de papeles; trabajo hecho, trabajo por hacer, distracción. Todo eso fue lo que terminó entrando primero que ella desparramándose sobre el parquet.
—Mierda —maldijo, y empezó a recoger el desastre como quien juega a la payana. La pila resultante terminó sobre la mesa y algo en el papel que quedó encima de todo le llamó la atención. Lo tomó, y dándole vueltas en un sentido y en otro fue hasta la puerta, la cerró, recogió la cartera del piso y la lanzó sobre el sofá. Cuando estaba abriendo la ventana ya sabía que era una anotación de Ana referida a un detalle del montaje del programa que habían terminado ese día. Estaba doblado a la mitad, y en el interior había un texto impreso.
Mary tenía una relación obsesiva con la letra impresa. Cualquier cosa que estuviese en negro sobre blanco ejercía sobre ella una atracción magnética; debía leerlo y, de hecho, leía todo lo que quedaba a su alcance, inclusive en los momentos menos oportunos como una reunión de trabajo o mientras mantenía una conversación. Podía hacer las dos cosas al mismo tiempo. A menudo abandonaba la lectura al cabo de tres o cuatro párrafos, cuando se había asegurado de que se trataba de un texto sin interés, cosa que para muchos resultaba obvia sin siquiera leerlo. Ella, sin embargo, necesitaba comprobarlo. Hacía eso, por ejemplo, hasta con los folletos publicitarios, los manuales de autoayuda o los tubos de dentífrico. En esos momentos su mirada adquiría la expresión que es característica de todas las demás mujeres cuando se empeñan en apretar una espinilla o quitar una peluza normalmente invisible de un sobretodo negro.
Eso, que le sucedía desde que tenía memoria lectora, había casi determinado su destino. Al fin del liceo ingresó al Instituto de Profesores Artigas con la ilusión de terminar la carrera de docente de literatura. Fue una excelente estudiante, pero las segundas nupcias de su padre viudo, o, mejor dicho, la segunda mujer de su padre –“Diosa Culus”, la llamaba- la obligó a abandonar los estudios y buscar desesperadamente una independencia en la cual elaborar el duelo del ídolo caído, convertido en un sesentón baboso con ojos sólo para el trasero de la arpía, cierto, de por sí verdaderamente prodigioso y aún tan erecto y firme a los 45 años como para llevar a su padre de las narices. Lo definitivamente doloroso fue que él no intentara disuadirla cuando le contó que había conseguido un trabajo en la televisión y que se mudaría sola. Apenas dijo:
—¿Y la carrera, nena?
Seguramente la yegua se habría quejado muchas veces de que con ella en la casa no podía gritar a gusto mientras él se afanaba sobre, tras, dentro de sus nalgas, había pensado entonces con despecho de hija única.
Encontró un apartamentito interior, dos ambientes, en el Centro. Era un poco oscuro y chico, pero lo único que podía pagar con sus ingresos. Tenía 24 años y estaba satisfecha con lo que ya había conseguido por sí misma. Le dolía, sí, la literatura; muchos de sus compañeros de generación ya estaban trabajando como docentes, y los más lerdos de ellos a punto de terminar la carrera, pero ella se consolaba pensando que en algún momento retomaría los estudios. Sabía que su vida estaba para siempre pegoteada a las letras y que de alguna u otra forma a ellas se entregaría en cuerpo y alma. Por ahora leía, vorazmente.
Se apoyó en el borde de la ventana, casi en la penumbra y leyó el texto de un tirón.

Yo era pequeño (¿cuatro o cinco años?); aún no iba a la escuela. Tal vez hice algo mal, no sé si muy mal, o molesté más de la cuenta. Era de noche...

—Pero, ¿qué es esto? —dijo empezando a releer desde el principio mientras caminaba hasta la cocina, encendía la luz y tomaba una manzana de la cesta sobre la heladera. Cuando terminó de comer la fruta ya había hecho dos relecturas. Volteó la hoja y verificó sin ningún lugar a dudas que la letra manuscrita era de Ana. La conocía perfectamente. Se dio cuenta de que ese papel jamás debería haber llegado a sus manos. Era un error, un descuido, una obvia torpeza. Tal vez formara parte de un cuento, de una novela, o no formara parte de nada en absoluto y era un texto suelto, una confesión, un desahogo. Pero el personaje era un hombre.
—Si lo escribió ella —pensó— es una ficción. Y bastante bien escrita, por cierto.
Encendió la luz del comedor. Se sentía inquieta y no alcanzaba a darse cuenta completamente por qué. Algo de culpa, quizás, por haber invadido aunque fuese involuntariamente la intimidad de su amiga, pero sobre todo por sentir cierto placer pícaro y absolutamente solitario, parecido al que experimentaba cuando su mirada sorprendía el gesto de un hombre acariciándose los testículos, acomodándoselos, rascándoselos sin vehemencia -qué sabía ella sobre qué hacía un hombre con sus testículos en esos instantes; pero sí percibía que la mayor parte de las veces el gesto era involuntario-, o cuando en algunas madrugadas escuchaba subir por el pozo de aire del edificio aquella carcajada larga de una mujer que imaginaba plena, madre y bien amada cuyas fantasías sexuales estaban siendo satisfechas en ese preciso momento por un esposo desburocratizado.
También la inquietaba la posibilidad de que ese texto hubiese sido escrito por Ana. Porque, entonces, ¿para qué necesitaba que le revisaran y corrigieran sus monólogos ante cámaras? Alguien que puede expresarse así es autosuficiente en la televisión nacional. Decidió buscar rápidamente el momento propicio para salir de dudas. Ana era no solamente su compañera de trabajo, también su amiga, y sentía la confianza suficiente para tocar el tema abiertamente. Dobló la hoja de papel y la guardó cuidadosamente en su cartera con la vaga intuición de que, sin querer, había descubierto algo insólito, algo que todavía no sabía qué era y por lo tanto redoblaba su interés.

La ocasión no demoró en presentarse. Dos días más tarde ambas estaban en el apartamento de Ana después de una extenuante jornada de trabajo. Ana había servido dos copas de vino blanco helado, había puesto la de Mary sobre la mesa ratona, se había descalzado e iniciaba su ritual relajante. Mary se había sentado frente a ella, en el piso y recostada al sofá. Bebió un poco de vino y esperó a que el silencio creciera hasta el punto justo, entonces dijo:
—No sabía que escribías… tan bien...
—¿Yo? ¿Escribir? ¿De qué estás hablando?
—En realidad, te debo una disculpa —empezó Mary mientras manoteaba la cartera y sacaba de allí la hoja doblada al medio—; lo leí automáticamente, sin pensar en nada. Después me di cuenta de que me diste esta hoja por descuido.
Ana se incorporó en el sillón abriendo las piernas, dejó la copa sobre la mesa y tomó el papel que le tendía Mary. Miró las anotaciones manuscritas sin entender de qué se trataba todo eso.
—Adentro —indicó Mary.
Ana desplegó la hoja y apenas había empezado a leer el texto impreso cuando largó una risotada.
—¿En serio creíste que esto lo escribí yo? Mary, Mary: ¡cuánta imaginación tenés! Primero, sabés bien que si puedo no escribo ni mi nombre, y segundo, jamás se me ocurriría escribir estas estupideces.
—A mí no me parece ninguna estupidez.
—Bueno, como sea, no vamos a discutir por eso. ¿Sabés qué es esto?
—No, ni idea.
—Prometeme que no se lo vas a contar a nadie. No sé por qué, pero es una situación que me avergüenza un poco.
—No, dale, me estás matando con el suspenso —reclamó Mary acomodándose mejor sobre la alfombra.
—Es un anónimo que recibí por correo electrónico.
—No te puedo creer —dijo Mary ahogándose en curiosidad.
—Es un tipo que me manda cartas, no sé, dos o tres por semana. Un hacker.
—¿Un qué?
—Uno de esos locos de las computadoras que entran en cualquier lado, descifran las contraseñas y esas cosas. Esa es la segunda. En la primera aclaraba que estaba robando cuentas de otros para escribirme y que nunca sabré quién es.
—Es increíble—. Mary estaba cada vez más interesada y no intentaba disimularlo. —Te conoce de la tele, claro. Y ¿de qué te escribe?
—No sé de qué me escribe porque a partir de ésta decidí que no iba a entrar en su jueguito. Si no puedo impedir que me escriba, por lo menos puedo no leer. Cada vez que me llega una carta de procedencia desconocida, la borro, y asunto arreglado.
—Noooo —casi gritó Mary—. ¿Las borras sin leerlas? ¿Estás loca?
Sentía que su amiga estaba cometiendo un verdadero sacrilegio, un pecado imperdonable. Quién sabe qué maravillas se estarían licuando entre los microchips y circuitos integrados de la bobalicona máquina. Letras, frases, párrafos, cartas enteras que se perdían para siempre sin que ninguna mirada, por lo menos distraída, hasta indiferente, las resucitara.
Ana pareció desinteresarse del tema. Se levantó y mientras iba hacia la cocina dijo algo así como: ¡Por favor! o ¡Haceme el favor! Mary la siguió y volvió tras ella que traía la botella de vino.
-No puedo entender que las tires sin leerlas. ¡Si no sabés qué dicen! ¿Estás segura de que las tiraste todas?
Y sin esperar la respuesta, compulsivamente, Mary se acercó a la computadora y se detuvo justo en el momento en el que iba a encenderla.
—¿Puedo? —rogó.
—La que está completamente loca sos vos —dijo Ana encendiendo la máquina—, pero por eso sos mi amiga.
Abrió el programa de correo electrónico mientras repetía, como un salmo:
—Las tiré, las borré, las desaparecí, no están más, se fueron...
—¿Y adónde van cuando las tirás? –preguntó Mary ya obsedida.
—A la mierda van, no sé, ahí, a la papelera.
Llevó el ratón hasta el ítem correspondiente y presionó el botón. Delante de los cuatro asombrados ojos se abrió una larguísima planilla de mensajes tirados a la papelera, pero no definitivamente borrados. Ahí, junto a decenas de otros correos desechados, estaban las cuatro del corresponsal anónimo. Ana entonces recordó que cuando le instalaron ese programa de correo electrónico el temor de principiante le había hecho optar por no configurar el vaciado automático de la papelera. Ana emitió un leve quejido, como si se hubiese llevado un pequeño susto.
—¿Qué pasa? —preguntó Mary.
—Están ahí —respondió mientras señalaba la pantalla como si fuese una serpiente.
—¿Cómo que están ahí?
Ana explicó lo que había sucedido y se apresuró a eliminar definitivamente esas cartas de su computadora.
—¡Pará! —ordenó Mary inmovilizando con la suya la mano con que Ana manipulaba el ratón—. Si las vas a tirar… no te importará que yo las lea.
Ana fue retirando lentamente la mano prensada por su amiga mientras la miraba desconcertada.
—Ya sé que no son cartas para mí —dijo Mary intentando explicar lo que ella misma no entendía—, pero vos las vas a tirar, y son anónimas. No puedo hacer ningún mal leyéndolas.
Ana no lograba cerrar la boca. Conocía la atracción que ejercía sobre Mary cualquier texto, la había padecido en carne propia en cada una de las reuniones que mantenían, y hasta había quien se mofaba de la irrefrenable voracidad de Mary que, sin que ella lo supiera, le había granjeado un mote: “Leecter”. A Ana, en el fondo, le resultaba algo simpático, una especie de fijación que asociaba con la etapa más investigativa de la infancia en la cual los niños rompen todo lo que queda a su alcance para descubrir qué hay dentro de todas esas maravillas que entre sus manos se transforman en cosas más pequeñas en un abrir y cerrar de ojos. Esto de ahora, sin embargo, le parecía un extremo algo desagradable, fuera de lugar; era desesperación. Contemplando la expresión entre implorante y avergonzada de Mary comprendió que no se trataba de curiosidad malsana.
—Después de todo —se dijo—, tal vez esas malditas cartas hayan encontrado un mejor destino.
Mary estuvo veinte minutos imprimiendo las cartas anónimas con la misma ansiedad y alegría que hubiese sentido Ana si un príncipe europeo la hubiese invitado a una soirée en la Opera de la Bastilla con posterior cena en La Tour D`Argent y sobremesa en la suite real del Hotel Ritz, champagne Veuve Clicquot rosado incluido.
—Esta chica está loca —pensaba Ana mirándola afanarse en la computadora, mientras la tercera copa de vino blanco provocaba que observara la escena con indisimulado buen humor.
Con las cartas impresas en su cartera, Mary se fue casi tan rápido como un ladrón descubierto in fraganti. Ana la despidió gritándole:
—Loca; loca de atar.Continuaba riendo aun después de que Mary desapareciera tras las puertas del ascensor. Luego fue hasta la computadora y se dispuso a vaciar la famosa papelera.

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