martes, 23 de marzo de 2010





15


Mary se dio una ducha y se puso su flamante salida de baño morada, regalo de su padre. Fue hasta el contestador y escuchó un mensaje de Lucas: “¿Dónde andás?” Colocó en su bandeja laser un disco compacto con una ensalada de Bob Marley y se aprontó un porro para terminar la noche. Un poco para hacer algo, después de la primera pitada decidió fijarse en su correo electrónico. Se sobresaltó viendo como entraban tres mensajes recién enviados por Ana. Terminó de fumar el porro y empezó a leer, con calma.

From: ascthle@wubbla.net
Debe ser la música que están pasando en la radio. Debe ser esta niebla londinense que se detuvo sobre el barrio desde hace cuatro días, mojándolo todo, untándolo con una humedad apenas visible, casi imperceptible, pero que va entrando en los ojos como llanto lento, de afuera hacia adentro, y en los pulmones y en la voz, y termina llenado la cabeza de agua, sal y piedras heladas. O quizás esas piedras ya estaban allí y ahora se helaron.
Agua por fuera. Agua por dentro. Agua en el medio. Soy una roca empapada allá arriba, en la parte más expuesta de la montaña donde sólo crecen los vegetales más disimulados, líquenes apenas visibles, plantaspiedras verdesgrises, sin flores, sin espectáculo, sin seducción. Soy en realidad un complejo vital de baja intensidad y largo aliento.
Ya te conté aquello: hay quienes viven pensando que nunca morirán, mientras otros vivimos sabiendo que estamos muertos. Hoy, ayer, quién sabe, descubrí el secreto ritmo de mi calle, de mi ciudad, de mi gente: vivo en un lugar donde la muerte todavía viaja a pie.
La muerte no es buena ni mala, ni es yeta evocarla. Se trata de aprender a vivir con ella, que al final resulta más honesta que mucha de la gente en la que uno cree poder confiar; es menos decepcionante que la mayoría de los seres humanos: ellos se cansan de esperar.
Entre tanto, tenemos la vida para seguir siendo felices, indocumentados, libres de poder y deber, torcidos, equivocados, normalmente irresponsables, podemos continuar soñando con paraísos y valles floridos, peleando contra la libertad denegada y la justicia acotada, por anarquía y amor. Podemos seguir construyendo el relato hipnóticamente desencantado de esta sociedad que se mira el ombligo, clasemediera, arrendataria del progreso, ama de la esperanza siempre postergada, visionaria de cielos tapizados con estrellas fugaces, avara en hijos idealistas, herederos de la utopía y de la capacidad de escandalizarse a cada paso con la ausencia de poesía, con la obscenidad de los shoppings, las cascadas de electrodomésticos y corbatas y teléfonos celulares y recortes del alma y el cuerpo reducido a un culo sólo apto para ocupar asientos mullidos y suaves y encuentros planificados y la vida, la vida, la vida que ya casi nadie consume como un cigarro, como un vaso de vino, que ya casi nadie comparte como un asiento en el ómnibus, como una cuerda de colgar ropa, como una canción antigua y misteriosamente embrujante, como el sol y la sombra, como una siesta inesperada, como el silencio.
Pienso en nosotros. O sea en nada.
Seguramente sabés acerca de las resurrecciones. Nadie muere un día si antes no murió. Las muertes son acumulativas. Los que aprenden a resucitar son los que aprenden a vivir. Cuantas más veces mueren más aprenden a vivir. Pero para morir hay que exponerse, hay que subir a lo más alto de la propia montaña y apostar a la excepcionalidad. Triunfo y derrota tienen un mismo signo. Al final, no importa. Alguien extrae y adiciona, pero lo que no se resta es el sueño. Nadie será condenado por soñar honestamente.
Yo soy un sueño, alto, más alto que la bruma húmeda. Soy un obstáculo peligroso; la vida, y la muerte; el mar, igual y diferente en cada instante. Mirar no es ver. Conocer no es saber. No hay tantas respuestas como preguntas y yo no sé sino decir, alto, y bajo, y dulcemente que estoy apto, muerto e intacto para vivir.


From:
ramsart@tiger.co.uk
Hace años que duermo mal y vigilio peor. Me levanto sudando, hecho piedra, respirando más agitado de lo que hacen inevitable mis 40 cigarrillos diarios y el asma senil. Es un ensueño obsesivo que intento exorcizar durante lo que me queda del día después de la noche, del oasis silencioso donde me pierdo de todo para encontrarme sin verme; me toco, me siento, me extravío, me duermo, me ensueño. Siempre igual.
No ensueño con mi muerte. Ensueño con después. Ensueño que hay un después. Mi alma cicatriz vaga por el cosmos como por la noche, tranquila, despreocupada, como ahora. Hasta que de pronto choca contra un hongo luminoso como el de las maquinitas antiguas, de cuando no existían los videogames; un flipper. Soy una bola plateada expelida por cierta luz ruidosa cambiando impensadamente de dirección. Mi alma pierde el rumbo del viaje y deriva hacia un destino incógnito, desequilibrada, inarmónica, carente de elegancia y estilo. Entra como por un tubo a un ámbito neónico, cármico, aeróbico. Llego a algún lugar donde todo se parece repugnantemente a lo peor de cualquier barrio, de Chascomus, de Tubarao, de Boston, de Aix en Provence, de Aconcagua, Barranquilla, Utrecht, Bari, Kerkira, Dakar...
Camino o me deslizo sobre una superficie afranelada, sedosienta, aterciopeluda, hasta que encuentro a un tipo con alas quien me confirma mi sospecha: estoy en el Cielo. Arguyo que es imposible, que tiene que haber una equivocación, un trágico error. Pero el ángel me explica que nadie llega hasta allí por equivocación. Le cuento que me tropecé con el hongo luminoso de un flipper, pero no atiende.
—¡Los flippers no existen! —dice.
Protesto enérgicamente, pataleo, amenazo, anatemizo, herejizo, perjuro, pormenorizo mis violaciones a cada uno de los diez mandamientos, anuncio mi intención de continuar transgrediendo las leyes divinas. Pero el ángel extrae una planilla de entre sus pliegues túnicos y tilda un nombre que no es el mío.
—Te estábamos esperando, hermano.
Me asigna la casilla 5045b,729837-999/agt.
Transpiro abundantemente. Sé que no tengo escapatoria, que he perdido todo por lo que he luchado en vida; aquella prolijidad para asustar a las viejitas aquí no vale nada. Soy víctima de un extravío cósmico y de un ángel burócrata. Como me gustaría meterle la planilla en el culo, pero los ángeles no tienen.
El bajón me dura un tiempo indefinido de la eternidad que tengo por delante. Después empiezo a planear la fuga. Recorro todo el lugar observando a los chiquicientos billones de almas que atosigan los pasillos. Siento que hay un denominador común, pero me lleva otro tiempo indefinido comprenderlo. Hasta que un día -o algo parecido- descubro la brecha: el Cielo esta desgobernado por ausencia de pecado. Sin él, Dios no existe.
Aunque ignoro cuánto tiempo terráqueo ha transcurrido, estoy seguro de que allá pocas cosas habrán cambiado. Quizás los precios. Decido dedicarme al tráfico de drogas e influencias. Ya conozco muy bien a la población de las filas de casilla, de corredor, de pelotón y de núcleo de mi parroquia. Tengo detectadas a las personalidades más adictivas. El problema es cómo sobornar a los ángeles que son los únicos intermediarios entre el Cielo y la Tierra. Dos ceden rápidamente porque les prometo que si hacen lo que les pido en poco tiempo tendrán culo. Ellos harán un par de milagros allá abajo a cambio de some shit. Con los primeros arribos de drogas blandas comienzo a controlar a los más allegados. Pero hay mucha, así que, gracias a que otros ángeles quieren tener culo puedo empezar a trocar allá abajo droga blanda por droga dura: alcohol, tabaco y minitelevisores. Pronto tengo un pequeño ejército de colaboradores dependientes. Lo que se dice, una mafia.
El dinero se acumula rápidamente en el nicho que le alquilo a un tibetano contemplativo, hasta que tengo suficiente como para establecer una medida de cambio. Todos empiezan a moverse con billetes y mercancías interdictas. Mi tribu alquila todo un pasillo por chauchas y palitos mientras el tráfico con la Tierra se incrementa día a día.
El Cielo pronto deja de parecerse a lo que era. Algunas almas duermen hasta tarde, andan ojerosas y se reúnen en extraños grupos que discuten sobre el sentido de la vida más allá de la sobrevida. Otras no duermen ni discuten de nada porque miran todo el tiempo la programación de la tevecable y/o satelital que logramos recibir de canje por menciones publicitarias de los productos que, ahora, importamos legalmente gracias a que San Pedro firmó un decreto celeste mientras buscaba los web xxx con la computadora que le regalé.
En la Tierra cada finado ya sabe que no podrá ingresar al Cielo si no trae alguna merca debajo del brazo. Las ganancias son fabulosas y la impunidad está asegurada. Pero no es sino hasta encontrar un lugarteniente que me decido a realizar mi sueño despierto. Es confiable, inteligente, impía. Ella queda a cargo de todo hasta mi regreso. Porque, cada tanto, me gasto la mitad del beneficio acumulado pero lo hago: no hay plata con qué pagar unas buenas vacaciones en el Infierno.
Dios, se sabe, todo lo sabe. También que no disputo su poder: el gobierna, yo hago negocios.

From: peelled2@usap.gov
No sé por qué mi hermano eligió justo ese momento y ese lugar para hacerme aquella revelación. Era un domingo de mañana y como cada domingo de mañana estábamos en la iglesia, asistiendo a la misa semanal obligatoria para los católicos practicantes si no se quería incurrir en un pecado, venial o mortal, no recuerdo la tarifa.
Habíamos logrado negociar en el colegio que, en lugar de ir hasta allá cada domingo e invertir tres veces más tiempo para ir a misa, someternos a la vigilancia de los curas otra mañana de la semana y aburrirnos terriblemente en los viajes de ida y vuelta, podíamos cumplir con el rito en el barrio bajo estricta responsabilidad de nuestros padres.
Ellos, sin embargo, hacía mucho tiempo que no iban a misa y nunca se me había ocurrido preguntarme por qué. Tal vez creía que mis padres ya no necesitaban hacerlo. Para algo mi madre había tocado el órgano en tantos y tantos casamientos y mi padre -amante de la lírica y la ópera- se había desgañitado durante muchísimos sábados de noche cantando solito el Ave María de Schubert con una voz no muy potente pero singularmente entonada. Mi hermano y yo éramos los monaguillos, y cuando sonaban los primeros acordes de mi madre y se sumaba poco después la voz de mi padre, éramos sin duda los dueños de la iglesia. La novia avanzaba lenta y emocionada por la alfombra roja de la nave central, y dependiendo del canon que se hubiese pagado, estaban todas o algunas luces encendidas, había o no flores de plástico en los extremos de cada hilera de bancos, éramos dos, cuatro o seis monaguillos y estaba o no el violinista, entre otras opciones del menú. Antes, siguiendo la costumbre y aprovechando los nervios del momento, los “encantadores monaguillos” ya habíamos mangueado al novio y a la madrina en la salita de espera contigua al templo. Después, al fin de la ceremonia, era el turno del padrino que casi siempre era el padre de la novia. Ellos eran los más generosos. Nosotros entregábamos el dinero a nuestros padres para que ellos lo guardasen.
Con mi hermano nos aprendimos todo el rito de memoria; sabíamos distinguir perfectamente cuándo la jerigonza en latín del cura -que era nuestro tío por parte de padre- anunciaba una inminente genuflexión, cuándo estaba pidiendo el agua bendita y en qué momento había terminado de fingir que leía -en un libraco gigantesco y pesadísimo que debíamos sostener en el aire- ciertas invocaciones que desde hacía añares mi tío podía recitar con los ojos cerrados. Siempre me pareció que los pasajes que declamaba en voz baja se parecían más a un bisbiseo que al latín, pero a nadie parecía importarle.
El tío era un tipo de aspecto bastante impresionante: fornido, de voz grave, el cabello siempre cortado a cepillo y amante de los autos. Recuerdo que durante un tiempo tuvo un Buick con el que andaba por las carreteras a la pasmosa velocidad de 100 kilómetros por hora. A pesar de que fumaba muchísimo y bebía más de lo aconsejable para alguien en su posición, era un nadador excepcional. Muchas veces lo vi zambullirse en el mar con el agua a la cintura y aparecer en la superficie dos o dos minutos y medio después a 150 metros de donde había desaparecido. Luego nadaba hacia adentro hasta que lo perdíamos de vista, pero siempre regresaba fresco como una lechuga.
Donde no parecía una lechuga era en el púlpito, cuando hacia sus famosos sermones dominicales. Empezaba suave, pero siempre terminaba a los gritos, con aquel vozarrón que hacía temblar hasta a los más dubitativos. Tenía una expresión que me ponía la piel de gallina: “La pudrición de la carne”. Cuando decía eso -y sucedía todos los domingos- yo sentía que estaba rodeado por potenciales putrefactos, que yo mismo podía estar todo podrido y ubicaba a la carne vagamente, quizás entre las piernas, aunque no sabía exactamente por qué. Todos éramos sucios y repugnantes portadores de “la pudrición de la carne” y la culpa era nuestra, por ceder a la tentación de “la pudrición de la carne” que el diablo nos ponía por delante una y otra vez y en cuya trampa caíamos sin cesar, sin remedio, sin otra esperanza que la confesión, la contrición y la penitencia.
Yo pensaba que esa acusación estaba dirigida sobre todo a aquellas personas que iban poco o no iban nunca a la iglesia, a los extraños, a los que no eran de mi familia, y que si bien nosotros estábamos expuestos a la descomposición súbita, ser precisamente nosotros nos ponía a salvo de tales degeneraciones.
Por eso fue terrible cuando aquel domingo, en la iglesia, mi hermano me susurró la herejía.
—Papá y mamá hacen el amor con condón.
—Mentira —casi grité. Le di un codazo en las costillas mientras la gente alrededor nos mandaba callar.
—¿Ah, no? —continuó—. ¿Y cómo te pensás que hacen para no tener más hijos?
Salí corriendo de la iglesia. El tenía razón. Lloré desconsoladamente contra la verja del templo, sin importarme la gente que se paraba a preguntar qué me pasaba. Mi hermano les decía que nada, que me había sentido mal de la barriga pero que ya estaba mejor. Mis padres eran parte de “la pudrición de la carne”. Eran eso desde hacía años. Lo hacían porque les gustaba.
Fue entonces cuando empezaron a caer los dogmas uno tras otro. El primero fue el pecado, y le siguieron todos los demás. Tres meses después les anuncié a mis padres que desde hacía varios domingos no iba a la iglesia, y que ya no iría a misa porque no creía más en dios.
No contestaron. Simplemente se quedaron quietos, mirándome, en silencio.


Mary despertó confusa, pero algo tenía claro: no quería ir a trabajar. Llamó por teléfono a Ana y le pidió que la disculpara con el productor.
—Ese vino de ayer no me cayó bien —mintió.
—Sí, me imagino —respondió Ana un tanto enigmáticamente.
—¿A vos también te cayó mal?
—Un poco. Pero tengo mejor hígado que vos, nena. No te preocupes. Yo hablo con él. De todas formas hoy no hay mucha cosa para hacer. Creo que faltaba un par de textos. En todo caso, si te lo permiten la vesícula y el hígado, mandá algo por mail.
-Faltan tres textos, pero ya visioné las imágenes. Si mejoro un poco me pongo y te los mando. Besos.
Ambas sabían que era una promesa imposible de cumplir.

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