lunes, 1 de marzo de 2010




9


Era tarde y estaba un poco mareada por un leve exceso de vino mezclado con un par de porros compartidos con Mary que se había marchado y ya estaría metida “en el freezer”, como llamaba a su cama cuando estaba sola. Acababa de terminar de leer la segunda carta de su oculto corresponsal y no le interesaba saber por qué lloraba de esa forma abundante, liberadora y mansa. Sí. No. Lloraba su araña. Tal vez, se dijo, todos tenemos una pequeña, paciente, esperanzada araña en el lugar más ingenuo del corazón. Se durmió un rato más tarde, sin taparse y con un pañuelo de papel en la mano derecha. Pasarían varios días antes de que abriera nuevamente el correo electrónico.

Sabía que el programa de esa semana no le sería de ninguna utilidad, pero igual lo copió. La veía tan hermosa, saltando de Los Angeles, California -después de hacerle una nota verdaderamente pelmaza a un arquitecto argentino que no encontró nada mejor para cerrar su entrevista que decir: “I love this country", como si el eslogan de la NBA fuese la fosa más profunda en el océano de su pensamiento-, a la Scala de Milán para mostrar los pasillos, las plaquetas que recuerdan a los grandes y las enormes que pasaron por ellos, los in-cre-íbles guardarropas y otras informaciones tan inútiles como afligentes. Decidió que ya era tiempo de bajar las cartas ineludibles, y si no lo era debía serlo. Tiempo, ya no había. Efecto pendiente. La aceleración creciente que empieza siendo deslizamiento, después llega el viento en la cara, luego la embriaguez de la libertad, casi el vuelo, el terror y el final. Dijo:
—Ahora, no me falles.
Y escribió:

Te ofrezco los restos de un naufragio. No es un privilegio sino un destino. Es mi meta, no la tuya. Si abriste esta carta es porque ya no dirás que no. No es un juego pero hay reglas. Soy la historia y vos el arca. No podrás saber quién te escribe; me ocultaré detrás de cuentas ajenas, inexpugnables. Si intentás averiguar quién soy lo sabré, y me iré para siempre. No es justo, dirás. No se trata de justicia, ni de equidad. Podés tirarme a la basura y yo no lo sabré. Iré, de todas formas, hasta el fin de la historia.
Podrás comunicarte conmigo por medio de tu programa en el canal 6. A partir de esta semana los grabaré todos y buscaré tus señales, tus mensajes cifrados que sólo yo podré entender. Talento te sobra. ¿Tenés aún curiosidad? No habrá grosería, intimidación o falta de respeto. Todo lo demás está asegurado. Te escribiré probablemente cada día para que quede contigo lo que haya arrojado el mar. Nunca, nunca nos veremos. ¿Que podrían decir los ojos que no puedan las palabras, los gestos, los silencios? Por ejemplo:
Me salió del alma como un eructo sale de algún lado sin semáforo. Y cayó igualmente mal.
Era un viaje férreo entre París y Estocolmo. Víspera de Nochebuena. Como siempre, como a todos lados donde alguien o algo me marca un horario, había llegado demasiado temprano a la estación. Subí al tren, busqué un compartimento vacío y me acomodé junto a la ventanilla. Genial, pensé, sólo debo poner mi mejor cara de antisocial ladrón violador para que nadie me rompa los huevos en las próximas doce horas.
En segunda clase los asientos no se hacían camas. Esos eran más caros. Apenas era posible retirarlos unos 40 centímetros hacia el pasillo central del camarote de modo que, con mentalidad deportiva, daba para dormir como en un sofá duro y tapizado en una cuerina verde oscuro. Estuve alerta a cada sombra que pasaba por el pasillo exterior y coloqué siempre mi mirada repugnante. Hay que ver que mi apariencia ayudaba bastante: pelo por debajo de los hombros, ropa exótica y gastada y cigarro permanentemente encendido. El plan funcionó perfectamente. O casi, porque un minuto antes de que el tren saliera de la estación apareció una muchacha joven, de mi edad, unos 21 años, de cabello largo y negro, a quien toda la escenografía pareció atraerla en lugar de espantarla. Se largó de cabeza al compartimento diciendo cosas que no entendí mientras disponía sus varios bultos en los portamaletas encima de los asientos. Cuando acabó la invasión, se sentó frente a mí y hablando en inglés intentó establecer una conversación que supuse casual. Le dije que sólo hablaba litel inglish, pero pareció no importarle, porque continuó diciendo cosas a una velocidad de descarrilamiento. Hasta que el tren partió y el sucundún la fue calmando.
Yo no tenía ganas de hablar en inglés, así que le pregunté si hablaba francés. Sí, pero sólo un peti pe. Como yo. Y ahí nos cohibimos mutuamente y se calló, creí, definitivamente.
De pronto se levantó y se fue. Yo aproveché y apagué la luz, pensando que cuando regresara la oscuridad la haría callarse más aún y yo podría pensar en mis divagues preferidos, concentrarme en cómo sorprendería allá, en la nieve, a la que no me esperaba. Pero 20 minutos después se abrió la puerta, se encendió la luz y apareció la morocha con dos pibes rubios, estúpidos y con cervezas en las manos.
Volvimos al inglés. Ellos eran yanquis y estaban viniendo de algún lado e iban a otro lado. Se reían. Eran contentos. Se pusieron a hablar entre ellos y cada tanto ella me hacía preguntas que, cuando entendía, fingía no entender. Yo miraba a los pibes y me iba calentando: no tenían la más mínima idea ni sensación de responsabilidad de lo que pasaba en mi país con la complicidad del gobierno que ellos habrían elegido o no, pero que era el que les permitía andar viajando por ahí, tomando cerveza e ignorando el mundo. Me puse realmente de malhumor.
Ella tenía ojos verdes y tomaba de la cerveza que ellos le habían convidado y yo había rechazado, educadamente. Paveando, paveando, llegaron a la Navidad y entre risas y ahhh... ohhhh... ehhh... se dijeron lo que cada uno quería recibir de regalo en Nochebuena y sabían que jamás sucedería. Como diez veces antes, ella quiso incluirme en la bobada, quizás esperando que yo le diría, como antes: ai dont anderstán, sorri. Pero me salió del alma:
—Ai guont fridam for ol political prisioners in mai cantri.
Los boludos demoraron más que ella en dejar de reírse. La morocha preguntó:
—¿Juat cantri?
—Iúrugüei —le dije—; in sauz américa. Der ar faiv zausands of pipol in yeil dis crismas bicos de iunaited esteits jelped de militars of mai cantri. Iu dident nou dat? And in ol de cantris in latinoamerica is de seim stori. Ai guont fridam for ol dem in dis crismas.
Pocos minutos después se habían ido todos al camarote de al lado y pudieron seguir riendo un rato. Ella volvió cuando ya habíamos pasado la frontera con Alemania y había visto que los policías germanos se habían asustado con mi pasaporte de refugiado, habían subido a un guardia con un pastor alemán sujetado por una cadena que se apostó en la puerta del camarote mientras los otros rubios nazis de la socialdemocracia se llevaban mi documento para, supongo, consultar con la computadora universal si debían fusilarme en el acto o hacerme el favor de dejarme atravesar su asqueroso país arriba de un tren francés con destino a escandinavia. No encendió la luz y se acostó en el asiento de enfrente. Yo quería dormir, pero no podía. De pronto entreabrí los ojos y vi su mano extendida hacia mí, suelta e inmóvil en el aire negro, casi tocando mi asientocama. Solté la mía y nos quedamos un rato así, tomados de la mano en el tren nocturno a Estocolmo. Después nos separamos y me dormí. Se bajó en Copenague. Antes sonrió, bella, triste y lejana.

—No hay nada que temer —se decía sentada desde hacía un buen rato delante de la pantalla de la computadora—. Nada. No puede hacerme nada; sólo asustarme, o entristecerme. Y de repente hasta puede alegrarme.
Se había despertado muy temprano tras un sueño agitado, por culpa del incendio. Había visto todo desde su balcón: esos brazos apuntando al cielo, los bomberos, las sirenas, las escaleras extensibles, uno, dos helicópteros. Y la caída. Esa mujer que se tiró desde el duodécimo piso como quien se deja caer de la cama, ya muerta de miedo, sin alma ni para gritar mientras pasaba piso a piso delante de las ventanas de sus vecinos. Por un momento le pareció encontrar sus ojos que vio enormes y vidriosos, tan inexpresivos como los de un monigote y ¡soc...!
Nadie gritó, por varios segundos nadie se movió. Ella tampoco; se quedó un largo rato así, mirando el asfalto con la boca abierta y las manos aferradas a la baranda. Aún tenía el olor de aquel humo gris y espeso impregnado en su nariz.
—Este jueguito no es para mí —dijo en voz alta como si alguien la pudiese escuchar, y sin siquiera leerlos borró uno a uno los tres mensajes electrónicos que procedían de su corresponsal anónimo, tan fáciles de identificar en su bandeja de entrada como una mosca en el flan. Decidió que haría lo mismo con todos los demás que llegasen confiando en que algún día no los recibiría más.

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