sábado, 27 de marzo de 2010





18



Mary regresó a su casa de excelente humor. Su intuición matutina se había confirmado plenamente: había sido un muy buen día. Dejó sus carpetas y la cartera sobre el sillón y los dos lomos de brótola que había comprado a la pasada sobre la mesada de la cocina. Puso una botella de vino blanco en el refrigerador preparándose para una velada solitaria pero que rematara dignamente la jornada. Sus movimientos eran ágiles y precisos. Puso un disco de Mateo y accionó el contestador para escuchar los mensajes. Ana había llamado dos veces la noche anterior pero sólo preguntaba si estaba durmiendo.
—Bueno, mañana hablamos —terminaba el segundo.
No habría sido nada importante porque, aunque de pasada, se habían visto en el canal y Ana no había mencionado las llamadas.
Su padre preguntaba si estaba todo bien, si necesitaba algo y si aún lo quería. Lucas no había llamado.
Se quedó pensando en su padre, en su doble vida, especulando con las posibles razones de aquella farsa. Decidió refrescarse con una ducha y mientras lo hacía empezó a admitir formularse una pregunta que evadía desde hacía semanas. ¿Su madre lo sabía? ¿Sabía todo, una parte, o lo ignoraba por completo? Había muerto cuando Mary tenía ocho años; “un cáncer fulminante”, le había explicado su padre cuando cumplió los doce. La recordaba nítidamente. Era una mujer pequeña, algo melancólica o quizás triste. Nunca habían paseado solas; las salidas siempre eran de a tres, y su padre era el alma de la diversión. Cuando regresaba de sus “viajes de negocios” él decidía cuándo y adónde irían, mientras tanto, había que esperar. Desde hacía tiempo sabía que su madre no había sido feliz, pero ignoraba si se lo había impedido su carácter huraño, tal vez depresivo, o si una pena profunda le había quitado el placer de vivir.
—El placer de vivir —repitió en voz alta.
Estaba terminando de secarse frente al espejo del baño. Miró el reflejo de su rostro enmarcado por su cabello despeinado, sus senos enhiestos; observó el color de su piel, el resto de su cuerpo pleno y firme. No se parecía a ella. Pero a menudo se encontraba menos semejanzas con su padre. Sonrió, de pronto, sorprendida por una idea absurda: su madre haciendo el amor con otro hombre. Acabó de secarse. Se puso ropa ligera y decidió hacerse la cena de inmediato. Estaba realmente hambrienta. Tenía pensado cocinar los lomos de brótola a la plancha. Se dio cuenta de que había olvidado comprar alcaparras, y estaba pensando cómo modificar la receta cuando sonó el teléfono.
—Hola, hija, ¿apareciste?
—Hola, papá. Ando con mucho trabajo —alegó Mary con cierta sequedad.
—Te llamé varias veces; te dejé mensajes en el contestador.
—Sí, lo sé. No pude llamarte.
—Hija: ¿estás bien?
—¿Por qué me decís “hija”? Siempre me llamaste Mary. ¿Qué se te dio ahora con eso de “hija”?
—Bueno, sos mi hija. No sé, lo digo sin darme cuenta. ¿Te molesta que te llame hija?
—No me agrada. Prefiero Mary, como siempre.
—¿Qué pasa Mary? ¿Estás enojada por algo?
—Sí —confesó, sintiendo que estaba a punto de franquear una barrera hacia un territorio sin retorno.
—¿Peleaste con Lucas?
—Sí, pero no es eso lo que me tiene enojada. No sé si es enojada la palabra exacta.
—Vos siempre buscando la palabra exacta —dijo él en tono distendido, como si evocara una travesura infantil.
—No sé; creo que lo que estoy es triste.
—¿Y por qué está triste mi corazoncito de melón? —preguntó él afectando la voz de la forma en que ella odiaba que lo hiciera.
—¡Papá! ¡Basta! No me hables así, no soy una niña. Soy adulta, mucho más adulta de lo que te imaginás —exclamó Mary levantando la voz—. Quiero que hablemos. Vos y yo solos, en privado. ¿Entendés?
—Claro, claro —contestó su padre articulando ahora normalmente—, cuando quieras ¿De qué vamos a hablar?
—De mamá.
Se produjo un silencio largo. Mary escuchó que su padre se acomodaba en el sillón de cuero ubicado junto al teléfono.
—¡¿De tu madre?! —exclamó él sorprendido.
—Sí, de ella, de vos y de mí —agregó Mary sin poder evitar que su voz pareciera levemente amenazadora.
—¡Caramba! Aclarame un poco de qué se trata porque lograste inquietarme.
—No, papá. Por teléfono no quiero hablar. Encontrémonos en algún lugar. Tampoco quiero que sea en casa… ¡Hola!
—Sí, te estoy escuchando.
Mary percibió que algo había cambiado en la voz de su padre. Ya no sonaba empalagosa ni ansiosa. Se daba cuenta de que se trataba de algo serio y estaba intentando imaginarlo.
—Mañana, a las seis. Aquí en la esquina, en el boliche de Carlitos —intentó abreviar Mary.
—¿No hay dos ahí? ¿Cuál de los dos es el de Carlitos?
—En el que hay gente.
—Bueno, en fin. No voy a perderme. A las seis.
—Chau; hasta mañana.
—…Mary: acordate de que te quiero mucho. Siempre te quise.
—Chau, papá.
—Chau, hij…, Mary —se corrigió.

Cenó en la cocina prolijamente, con mantel, una copa para el vino y galletas de salvado en una pequeña cesta de mimbre. Lejos de arruinarle el fin de aquella jornada, de alguna forma que aún no alcanzaba a descifrar completamente la conversación con su padre la había coronado. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien, tranquilamente bien. Sabía que la conversación con su padre al día siguiente sería dura, pero lo sería sobre todo para él. Era él quien tendría que aclarar, explicar. A ella sólo le correspondía preguntar. En realidad, deseaba enfrentarlo, pero no alimentaba ningún sentimiento de venganza.
—Debo estar madurando aceleradamente —se dijo.
Terminó de cenar, se armó un porro y lo fumó con deleite. Lavó lo que había ensuciado y decidió acostarse. Al pasar por el escritorio encendió la computadora sin esperar encontrar correo esa noche, pero lo hizo casi por superstición. No había nada. Ya en la cama marcó el número de Ana. Quería contarle que se sentía maravillosamente bien, que el mundo era bello y que había que disfrutar del placer de vivir. Quería también contarle lo de su padre. Pero Ana no estaba, así que le habló al contestador.
—Aló, nena —dijo parodiando el tono maternal con que a veces la trataba su amiga—. ¿Otra vez callejeando? Me alegro. Sé feliz, no lo olvides. Besos.

Ana dormía profundamente con la luz encendida. Estaba soñando que caminaba por una playa abierta y solitaria; la arena era blanca, fina, y el agua verde y cristalina a la vez. A pesar de que el sol estaba alto y corría una leve brisa caliente ella estaba aterida de frío. Era un frío interno que nacía en sus huesos y penetraba tejidos y órganos hasta la piel. A medida que caminaba iba encontrando ropa que se iba poniendo, una sobre otra, pero cada vez le costaba más caminar y el frío no cedía.

A esa hora Walter estaba en su casa, sentado en una habitación a la que él llamaba “la oficina”. Allí se reunía con sus amigos y socios dos o tres veces por mes para hablar de “negocios”. Delante de él, sobre el escritorio, había una carpeta vacía y a su lado un montón de papeles desordenados. Sostenía una hoja en su mano derecha. No la estaba leyendo. En realidad su mirada se perdía en algún punto del patio interior cubierto por una claraboya que era el centro de distribución de aquella casa antigua, remodelada con abundante dinero y escaso gusto. Demasiado madera rústica “de vista”, incongruente con la construcción original, le daban al patio un aire más de estancia trasquilada que de ambiente colonial. Faltaban plantas y las mayólicas habían sido sustituidas por cerámicas blancas y azules que, caprichosamente distribuidas, parecían injertadas en las paredes.
Walter acababa de tomar una decisión: hablaría él primero. Intentaría explicarlo todo sin interrupciones, ordenadamente, obviando los detalles innecesarios. Debía rescatar a cualquier precio la confianza de su hija, evitar que tomara contacto con la familia de su madre. Era obvio que Mary estaba furiosa, más que nada, herida; pero tenía que convencerla, por lo menos, de que no había existido una voluntad expresa de ocultamiento, sino que las circunstancias lo habían obligado a permanecer en silencio. La amaba, era su hija y lo sería siempre. Eso no lo cambiaría nada ni nadie.
—Querido —llamó su mujer, envuelta en una robe de chambre floreada, desde la puerta de “la oficina”—, es la una de la madrugada. Dejá eso para mañana y vení a acostarte, ¿sí?
—Sí, querida.
Ya era hoy. Sábado. Pensó que hasta el lunes no podría hablar con el escribano para ponerlo en su lugar y, de paso, retirarle todos sus asuntos. Ordenó los papeles dentro de la carpeta; abrió el único cajón del escritorio que tenía cerradura y dejó la carpeta dentro, sobre una pistola 9 mm y dos cajas de balas. Eligió una llave de su llavero y cerró el cajón.

Mary había despertado casi a mediodía. Era una perfecta mañana de verano y ella continuaba de muy buen humor, así que desayunó rápidamente, puso una toalla, un libro y el bronceador en un bolsito de paja y se fue a la playa. Su sitio predilecto en La Estacada estaba ocupado, pero había muchos otros libres. Se acomodó en uno, distribuyó abundante bronceador por todo su cuerpo y se estiró dispuesta a pasar un par de horas concentrada en la lectura. Era un momento del día en el que se podía disfrutar de una relativa calma al borde del mar. Las familias ya se habían ido a almorzar y los aprensivos huían del agujero de la capa de ozono. La piel de Mary, sin embargo, no parecía sufrir los efectos nocivos de los rayos ultravioletas. Se puso boca abajo e inició la lectura.
Cuando entraba de regreso a su apartamento eran apenas pasadas las cuatro y alguien estaba dejando un mensaje en su contestador. Soltó sobre el sofá todo lo que traía y corrió para atender, pero no llegó a tiempo. Quien fuera cortó un par de segundos antes de que ella levantara el tubo. Rebobinó la cinta. Había tres mensajes, todos de Ana. Ninguno mencionaba algún asunto concreto, pero el último sonaba algo desesperado. Imaginó que había surgido alguna nota “de verano”, como le llamaban en el canal a las idioteces que difundían por docenas desde Punta del Este, y se necesitaba producción urgente.
—Aló —escuchó que decía Ana al otro lado de la línea.
Mary estaba tirada sobre su cama. Veía un pedacito de cielo celeste por su ventana y no podía evitar hablar con un tono jaranero.
—Escuchame, loquita: ¡ni por un millón de dólares vas a lograr que trabaje este fin de semana! ¿Qué pasó? ¿Algún ricachón se atragantó anoche con caviar y reventó como un cerdo? ¿Marta Felde decidió cambiar los cortinados? ¿Descubrieron una neurona en el cerebrito de Laurita Walsh? No, no; ya sé: hay que hacerle una nota a las colas de Punta del Este. “Usted quería saberlo —empezó, imitando la colocación de voz que Ana usaba ante cámaras— y este programa se lo cuenta: este año, en Punta, ¿la cola se muestra más o menos que el año pasado?”.
Mary reía, empachada de sol y aún con la sensación del agua salada sobre la piel.
—¿Hola? —preguntó Mary—. ¿Estás ahí? ¿Te enojaste? ¿Aniiitaaa?
—No seas cruel conmigo. ¿Dónde andabas? Te estuve llamando todo el día…
—Vengo llegando de la playa y no pienso ir a ningún lado, no pienso moverme.
—No es por trabajo, quedate tranquila. Veo que seguís de buen humor. Bueno, mejor, porque tengo que hablar con alguien que esté para arriba.
—Sí, yo también tengo algo para contarte. Te llamé anoche…
—Escuché tu mensaje hoy de mañana. Me hizo mucho, mucho bien.
—¡Epa! ¿Qué pasa? ¿Por qué ese tono de lamento borincano en un día como hoy? Mirá: yo me peleé con Lucas y más tarde voy a encarar a mi viejo para dejarle algunas cosas claras de una buena vez. Y, aunque te parezca extraño, me siento bien, me siento libre de muchas cosas y a punto de liberarme de otras.
—Es que… pasaron cosas… Mary: sos la única persona con la que puedo hablar.
Mary percibió que Ana estaba al borde del llanto. Se incorporó en la cama y cambió el tubo de mano.
—¿En el médico? Escucháme: voy para ahí. ¿Hola? —inquirió, alarmada.
—…No. Yo voy a tu casa; en el auto llego en quince minutos.
—Bueno. Salí ya mismo. Te espero.
—Sí. Bueno.

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