viernes, 26 de marzo de 2010





17


Trabajó intensa y detalladamente durante casi dos horas. Luego se dio un baño prolongado, lento. En la cocina abrió una lata de champiñones y volcó su contenido en un pequeño colador, picó bien dos fetas de jamón, calentó un chorro de crema de leche en la sartén, le agregó los hongos, el jamón, sal, algo de pimienta, unas gotas de salsa de soja y una pizca de tomillo. Después colocó el preparado en una pequeña cazuela de barro. Cortó en trocitos un par de panes de ajo y los dispuso en otro recipiente. Tomó un tenedor, un repasador limpio, una botella de agua y un vaso. Puso todo sobre una bandeja. Se cercioró de que no le faltaba nada y llevó todo al dormitorio. Lo dejó sobre la cama, encendió el televisor y sintonizó un canal de cine. Se sentó sobre el lecho y comió distraídamente. Miró dos películas y no atendió ninguno de los llamados telefónicos que recibió durante la noche ni quiso escuchar los mensajes.
Despertó a la hora habitual, relajada, dispuesta. Media hora después esperaba el ómnibus en la parada.
—Hoy será un buen día —se dijo, disfrutando el contraste entre el verde de las hojas de los plátanos y el cielo celeste.




El abrió la puerta sin dudar y la cerró tras de sí rápidamente produciendo un ruido suave, apenas perceptible. La habitación estaba casi a oscuras. Esperó un momento junto a la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a aquella penumbra profunda. Distinguió un par de sillas junto a un pequeño tocador y se sentó en una de ellas. La cama estaba frente a él y sobre ella había una mujer desnuda, acostada boca abajo, con la pierna derecha flexionada formando un ángulo de casi 90 grados con respecto a su cadera. Sus brazos ascendían a los lados del tronco y las manos quedaban ocultas debajo de una almohada sobre la que reposaba su cabeza. Un poco más arriba de la nuca tenía un pequeño bulto que no formaba parte de su anatomía: eran los dos nudos de la tela de algodón rústico que le cubría los ojos.
El observó con deleite lo que se podía ver. Los pies pequeños y lisos, las pantorrillas bien formadas, los muslos apenas atléticos que remataban en nalgas plenas, redondas, firmemente contenidas por una cadera estrecha. Desde su posición no veía la cintura, pero sí la espalda, angosta, cuya parte superior subía y bajaba al impulso de una respiración más nerviosa que excitada. Era un cuerpo hermoso, abandonado y tenso a la vez. Sus ojos desandaron camino y se posaron con mayor atención en la sombra más oscura que producía la separación entre las nalgas y conducía a la difusa oscuridad de la entrepierna.
Se puso de pie y comenzó a quitarse lentamente la ropa. Entonces pudo ver la cintura, asombrosamente ceñida, que aportaba al conjunto una fragilidad esencial y marcaba el camino con tanta evidencia como la entrada a un desfiladero.
Cuando terminó de desnudarse vio cómo ella se movía casi imperceptiblemente, primero tensando los hombros. La onda le recorrió la espalda, le crispó las nalgas, se apoyó en las rodillas y finalmente produjo un leve movimiento descoordinado de los pies. Se detuvo a mirarla todavía un instante antes de acostarse a su lado. Lo hizo lentamente. Afirmó el codo izquierdo sobre la almohada y apoyó su cabeza sobre esa mano. Ella tuvo un reflejo defensivo que pareció querer alejarla, pero en realidad su cuerpo permaneció exactamente en el mismo lugar. El cerró los ojos, rozó suavemente con su mano derecha la cintura de aquel cuerpo exasperado, y ese primer contacto fue para ambos un chispazo eléctrico. Ella se quejó suspirando y su cuerpo se retorció curvándose en diferentes direcciones; él levantó la cabeza como buscando aire e inspiró bruscamente por la nariz. El aumentó un poco la presión y la apoyó suavemente en el mismo lugar, sintiendo en su palma los músculos tensos a los lados de la columna, la energía de ella fluyendo en torrentes hacía ese lugar. Esperó un momento, concentrado, y cuando percibió que su mano sabía qué hacer le dio autonomía. Apenas dos minutos después eran sus dos manos las que comandaban el resto de su cuerpo ciego, mudo, sometido a la voluntad cambiante del tacto, sutil como el aire que desplazan las alas de un pájaro, rotundo como un ladrillo sobre otro, escalofriante como una garra, sin compasión.
Ella sentía sus dedos y sus manos recorriéndola lentamente, tan lentamente que casi no podía distinguir con precisión en qué lugar la estaba acariciando. Algo hacía que por momentos se abandonara permitiendo que aquella brisa la surcara como si ella fuese un trigal alto y maduro, apto para la cosecha, o se tensara como la endeble estructura de una cometa al fin del hilo en el viento de primavera. Deseaba que aquellas sensaciones no terminaran nunca y, al mismo tiempo, que cesaran de inmediato. Su piel había perdido la razón y la conducía por un territorio inédito, sin miedo ni pudor, sin obstáculos ni objetivos.
De rodillas sobre la cama él dejaba que sus manos concentraran o distribuyeran la energía, la amasaba, la estiraba, la pinzaba, la liberaba en un hombro y la recuperaba en los muslos. La circulación era perfecta. Entreabrió los ojos y vio el resplandor tenue, verde agua, que comenzaba a latir a lo largo de la columna vertebral de aquel cuerpo ya completamente olvidado de sí mismo, nuevo, intocado. Lamió primero los dedos y las plantas de los pies y fue degustando hacia arriba, absorbiendo, mordiendo suavemente, demorándose en los puntos más sensibles, en los pliegues y las sombras, regresando implacablemente allí de donde ella lo había expulsado con movimientos cortos y espasmódicos. La escuchaba gemir y suspirar, le olfateaba los olores y le olía los aromas. Bebió, humedeció, se zambulló una y otra vez sin aviso, sin permiso, hasta que su lengua fue atraída, exigida, guiada por laberintos y oquedades hacia el goce repentino y estridente. Abrió entonces los ojos y vio que el resplandor ya era un finísimo y continuo arco voltaico que vibraba entre ambos cuerpos. Apoyándose en las manos se fue desplazando sobre ella conducido por la lengua que iba explorando poro a poro la luminosa columna vertebral hasta la nuca. Allí usó sus dientes, mordiendo con fuerza, al borde del dolor, mientras su sexo y el de ella se buscaban, anhelantes.
Ella había levantado la cadera, ofreciéndose, esperándolo. Recibió el mordiscón en la nuca como un ataque sorpresivo que le arrancó un quejido intenso y en ese preciso momento se sintió penetrada de un solo envión lento y profundo. El cuerpo de él se alargó sobre el de ella adoptando exactamente su misma posición, desde las manos entrelazadas debajo de la almohada hasta los pies superpuestos. Eran una sola piel, un solo cuerpo inmóvil, jadeante, recorrido por descargas de energía que producían sus sexos latiendo al unísono. Sintió que flotaba o que volaba mientras una ola de agua verde y cálida le enloquecía el cuerpo arrasándolo con potencia una, y otra, y otra vez hasta hacerle perder el sentido. No hubiese podido decir cuánto tiempo había durado aquello -segundos, minutos, horas-, si gritó, habló o lloró. Quizás había hecho todo eso o nada en absoluto. Pero sí escuchó -extenuada, al borde de la inconsciencia y aún sintiéndolo dentro- su voz cascada, susurrándole:
—Fui tuyo para siempre.
Quiso moverse cuando él se deslizó hacia un costado, pero no pudo, sus músculos no le obedecieron. Un sopor incontrolable se había adueñado de su cuerpo y lo llevaba hacia una oscuridad absoluta, sólida. Abrió los ojos cuando escuchó que la puerta se cerraba. Ya no tenía la venda.
El caminó titubeando hasta la escalera, bajó, salió a la calle y detuvo un taxi. Cuando llegó a su casa se quitó la ropa y, antes de tumbarse en la cama, se vendó los ojos con el trozo de tela de algodón rústico. Su cuerpo vibraría aún durante horas.

Despertó empapado en transpiración, con hambre y con sed. Tosió hasta la náusea mientras abría el agua de la ducha. Después comió y bebió, de pie, en la cocina. Se vistió, hizo una breve llamada telefónica, puso algo de ropa en una pequeña maleta y salió.

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