viernes, 19 de marzo de 2010


(Pido disculpas. Cometí un error en la versión anterior de esta entrega. Esta es la versión correcta)

13
Ana se demoró dos días más que los previstos y Mary los llenó con trabajo, lectura y Lucas.
Lucas tenía 25 años nerviosos, un cuerpo firme aunque sin ángulos y una cabeza fáctica o, mejor dicho, mecánica. Su pensamiento abstracto se estructuraba a partir de una chispa que hacía explotar cierto combustible accionando un juego de pistones que mediante un misterioso sistema de transmisión imprimían movimiento a sus ideas. Las tenía, sin duda, pero era incapaz de saltar de una a otra sin pasar antes por el embrague, la caja de cambios y la selección del engranaje adecuado para la velocidad deseada. A veces Mary tenía dificultad en distinguir entre Lucas y su moto, una Honda de 850 cc. Era ahí, y en la cama, donde apreciaba mejor su compañía segura, habilidosa, viril, sin complicaciones. Por eso ni siquiera pensó en ocultar la pizarra de su vista. Lucas la miró como a un mueble recién pintado y no se le ocurrió ninguna pregunta.

Cuando Ana llegó al canal con el tiempo justo para grabar las presentaciones del programa que se emitiría en apenas unas horas Mary ya tenía todos los textos prontos. El que correspondía a una entrevista con un escritor brasileño, de éxito tan fulminante como universal, contenía una frase especial. Ana diría: “Un escritor optimista, más soldado de línea que francotirador de la literatura cuyas fábulas llenas de buenos y sabios consejos son leídas por millones de seres humanos en todos los idiomas”.

La jornada había sido dura, cansadora. Ana no estaba de buen humor y debió repetir varias veces dos presentaciones. Por suerte, la del escritor había salido bien de entrada. Mary sentía que sus “mensajes” eran incamuflables y sudaba frío cuando Ana tomaba el texto y lo leía para memorizarlo. Pensaba que en cualquier instante se detendría, con el ceño fruncido y gritaría:
—!Mary¡ ¿Qué es este disparate, acá?
Había resistido la ansiedad de preguntarle si había nuevas cartas hasta que Ana, por sí misma, mencionó el tema. Pero fue recién al fin de la jornada, en el automóvil de Ana que había insistido en conducir a su amiga hasta su casa.
—Ah, lo había olvidado: más tarde te mando unas cartas de esas que te gustan tanto.
—¿Hay varias?
—Varias. Más de una, estoy segura. Supongo que en algún momento se aburrirá de hablar solo.
Mary sintió la mordida de la culpa y se quedó en silencio.
—Tengo que cambiar este auto —dijo Ana virando a la derecha y entrando en la calle donde vivía Mary.
Su ansiedad era distinta ahora que sabía que él había continuado escribiendo. Sólo debía esperar que Ana rebotase las cartas. Se dio una ducha caliente y larga. Sentía el agua resbalándole por el cuerpo y sonrió al recordar una curiosa idea fija de Lucas: casi cada vez que se bañaban juntos él decía:
—¿Te das cuenta de que la piel es impermeable?
Había activado en la computadora la opción de buscar automáticamente su correo electrónico cada diez minutos; un intento por no desesperarse esperando. Así que cortó y pulió cuidadosamente las uñas de sus pies, enderezó la línea de sus cejas con lujo de detalles, cepilló delicadamente su cabello para atrás, para adelante, a la izquierda y a la derecha, distribuyó cremas en sus piernas, manos y brazos y estaba por quemar el último cartucho –el hilo dental- cuando la musiquita de la computadora le anunció que había encontrado nuevo correo.
La parsimonia se transformó en velocidad supersónica. Escuchó un ruido de cosas cayendo mientras salía del baño sujetándose la toalla anudada sobre sus senos pero no se volvió a averiguar qué lo producía. Tenía dos cartas: toda una panzada. Acercó cenicero y cigarros y abrió las cartas, una tras otra.


From: adpathway@rgs.com
Mi amigo Néstor vive ahora en Porto Alegre, aunque él es chileno. En aquel invierno estábamos solos en París: nuestras mujeres nos habían expulsado de sus tiernos y tibios pliegues y andábamos sin ganas de conseguir otras. Por suerte a Néstor le había quedado el apartamento, y a pesar de que en algunas ventanas faltaban varios vidrios y la heladera estaba tan vacía como los bolsillos, nos sentíamos como reyes.
Ya nos habíamos comido el conejito que una admiradora le había regalado a mi amigo. Fue por una buena causa: era el cumpleaños de alguien impostergable y nosotros, caballeros marginales, ofrecimos la estancia y la comida imaginando que recibiríamos el vino y el postre. Lo sacrificamos temprano en la tarde, de un botellazo seco en la nuca. El conejito se transformó en conejo y después, artes mediante, en un fricassé de lievre avec des pommes de terre a la dauphinoise, y hasta hicimos el supremo sacrificio de agregarle a aquel cuerpo del delito un buen chorro de vino tan tinto como ordinario.
Pero eso había sido hacía una semana, y en aquella noche de invierno hubiésemos hervido alegremente las verduritas que durante varios días después de la muerte del conejo la viejita del otro lado de la calle, también del cuarto piso, siguió trayendo hasta la puerta para el animalito como había hecho durante meses. La viejita ya no veía al conejo blanco en el balcón, el único lugar donde podía estar sin comerse las sábanas, los jeans, las patas de las sillas y hasta el cable del teléfono. Entonces preguntó por él haciendo señas detrás de su ventana. Hacía frío. Néstor recurrió a su peculiar sentido de la realidad, salió al balcón y mientras se acariciaba disimuladamente el estómago le gritó:
—Il est parti a la campaaaagne. Il est avec ses copaaaiiins!!
Se acabaron las sopas de verdurita.
¿Qué teníamos? Además de nuestros propios cuerpos famélicos, teníamos una guitarra cascoteada y un bongo árabe, de esos de cerámica decorada y lonja de piel de verdad. Y nos decidimos.
Paramos en la estación Montparnasse por pura hilaridad. “Si hay hambre, que no se note”, era nuestro lema. Elegimos el corredor más largo calculando que allí la gente podría escucharnos por más tiempo y arrancamos como si nos tuviésemos fe. Cantamos todo lo que sabíamos y todo lo que pudimos inventar durante una hora y media. La primera moneda que cayó dentro del sobre de la guitarra abierto como la boca de un cocodrilo apenas delante nuestro hizo un ruido tremendo, casi como un refuerzo de mortadela tragado de un saque y sin agua; después nos fuimos envolviendo en las canciones, nos transformamos en artistas, y nos matamos haciendo un show que jamás en la vida lograríamos repetir aunque ensayáramos tres meses seguidos. Hubo gente que se detuvo a escuchar y hasta aplaudió. Al fin nos cansamos. Nos sentamos en el piso sin atrevernos a mirar lo que había entre las fauces del cocodrilo y nos reímos un buen rato repitiendo obsesivamente aquel verso de una canción que le habíamos escuchado a Elis Regina: “Minha cabeça rolaba, batia mais que um bongo...”
Esa noche ganamos 43 francos, una verdadera fortuna. Comimos pollo, ensalada, papas fritas y tomamos suficiente vino. En la pasada robamos algunos cajones de fruta vacíos e hicimos un fueguito en la estufa del apartamento mientras fumábamos tabaco y porro. Nos acordamos de nuestras mujeres, lejanas y hoscas, y nos prometimos que nunca, nunca más volveríamos a tener tanta hambre y que jamás dejaríamos de creer en los sueños.
No nos acordamos de que aún queríamos hacer la revolución, ni nos dimos cuenta de que la estábamos haciendo.

Mary recién se movía en la silla, dispuesta a cambiar de nalga, imprimir y esperar cuando latió el aviso de que tenía un nuevo mensaje.
Era de Ana. Otra carta, y esta olía a tabaco y... ¿qué bebería él? ¿Cognac? ¿Así, medio europeo como era?
—No —pensó—, toma whisky.
Abrió la siguiente carta imaginando un ambiente ascético, despojado, una ventana abierta por la que se escapaba el humo de abundantes cigarrillos negros mezclado con el cálido aroma del scotch.


From: lqmonica@tribo.sakura.jp
Son cosas -pensaba mientras miraba la grabación de tu programa que emitieron hoy-. Esas cosas que nunca serán contadas. Nosotros, que no fuimos héroes, que no tenemos ninguna historia de calabozo, que éramos nadie cuando cayó el rayo; el pasto chamuscado en la periferia del holocausto. Los guachos, los estudiantes, los sin vocación, los sin futuro, los que empezábamos a vivir y a morir al mismo tiempo. Son cosas que a nadie le importan. Viajar entre Zurich y Ginebra, por ejemplo, puede ser algo sencillo si fuiste un héroe, o un burócrata con la cabeza ya bien puesta, pero puede haber sido una historia más complicada cuando tenías veintipocos años y estabas enganchado a la heroína, y no los tenías cerca ni sabías nada de papá y mamá, del partido, de la orga, y sí sabías que a nadie le importabas. Entonces subías al primer taxi que se te cruzaba y decías:
—Llevame a Ginebra.
Y el tipo te llevaba porque era suizo, y creía en la realidad de Suiza. Y vos ibas delirando en la ruta, pensando que cuando llegaras a Ginebra ibas a saber dónde conseguir el pico, la dosis, que era Suiza, el mundo, papá y mamá. Rutear y rutear sufriendo hasta una esquina indeterminada y decirle al pobre suizo:
—Esperá, que voy a buscar la guita y vuelvo.
Y correr 20, 30 cuadras y entrar al chiquero aquél, y pelear la deuda y picarte. Flash. Y otra vez ser inexpugnable. Ser papá y mamá, el partido, la orga. Dios. Esas cosas no le importan a nadie. Como cuando salimos con el Gordo, desesperados, a afanar cualquier cosa, con el cuchillo de cocina. Y topamos con Suzy. La encaramos de perfil, sin convicción.
—¡Largá los mangos o te cortamos tu linda trucha!
Suzy hizo apenas un leve movimiento y me sacó el cuchillo de la mano. Quedamos mirándonos, ella y nosotros, como malditos corderos perdidos en la noche, y nos abrazó. Caminamos juntos un trecho, compró droga para los tres, después pizza y cerveza, y nos fuimos para casa. Nos picamos y no comimos. Suzy, la puta que fue mi mejor amiga en Ginebra y con quien nunca quisimos coger aunque dormimos muchas veces en la misma cama, enganchó un punto magrebí y se fue a Túnez. El Gordo murió de sobredosis en Ibiza, su cuerpo ya totalmente solo, lamido por pequeñas olas.
Son cosas -pensaba- que mejor no contar. Sí hay que contar, por ejemplo, que un escritor se pregunta por qué los ventiladores de techo en las películas ambientadas en Africa giran tan despacio. Eso, sí, se puede.


Mary soñó. Jimi Hendrix andaba caminando por un pretil con su guitarra rota roja y blanca. Ella quería decirle que viniera para la azotea pero en vez le pedía que tocara un “buen y viejo blues”. El giraba para mirarla y perdía el equilibrio, abría los brazos desesperadamente, se inclinaba como un árbol talado y desaparecía de su vista. Ella quería ir hasta el borde de la azotea pero estaba tejiendo y no podía dejar de hacerlo. Esperó escuchar un grito, un golpe blando, pero no lo escuchó. Entonces gritó:
—¡Cuidado! ¡Se cae!— Y no podía dejar de tejer.
Despertó.

El soñó que lo habían enterrado. Un féretro marrón y sin inscripciones embutido en un nicho dentro de una pared de nichos como apartamentos nuevos, todos iguales y pequeños. Un muro de historias tapiadas con yeso frente a otro muro de historias tapiadas con yeso.
—Esto fue todo —se dijo.
No había comitiva fúnebre. Apenas los empleados del cementerio que conversaban sobre sus banalidades cotidianas mientras ordenaban las herramientas. El los veía, los oía en tanto se alejaba de aquel lugar. En la parada encendió un cigarrillo y se volvió a su casa en un ómnibus atestado en el que nadie pareció darse cuenta de que estaba muerto. Pasó por el quiosco y la estación de servicio, y todos lo trataron como si estuviese vivo. Sus vecinos del tercero lo saludaron en la puerta del edificio, y al cabo del ascensor, el apartamento; todo estaba en su lugar: los olores y los ruidos, la computadora encendida.
—¿Así que esto es resucitar? —se preguntó sin estar realmente asombrado.
—O quizás estoy viviendo muerto —acotó para sí mismo.
Despertó como quien huye de la Legión Extranjera. Algún niño berreaba con lentitud por el pozo de aire, como sin razón o esperanza.
Se dio una ducha larga y tibia, se vistió y salió sin saber exactamente para qué. Ya era de noche. Caminó con las manos en los bolsillos del pantalón tratando de saber adónde iba. Detuvo un taxi y subió con prisa. Durante un rato fue guiando al chofer como si conociese su destino: “A la izquierda", “Ahora a la derecha", decía con convicción. Hasta que vio un bar que no conocía, un bar cualquiera, cármica y neón, pero concurrido.
Se acodó en un extremo de la barra y pidió un whisky triple con una piedra de hielo. Mientras se lo servían comprendió que estaba en un lugar que podría ser peligroso para él. Demasiado distinto, demasiado solo en un sitio donde todos parecían conocerse, o por lo menos saber lo suficiente de los otros como para no hacerse preguntas. El, obviamente, resultaba un enigma allí acodado; tan sapo de otro pozo como si viniese arrastrando un pesebre navideño con nieve artificial y todo.
Resolvió beber y esperar.
Había prostitutas. La mayoría muy jóvenes y alguna no tanto. Polución sonora: música indefendible, decenas de voces tratando de hacerse oír a un metro, risas, chirridos de sillas brevemente arrastradas contra el piso de baldosas verdes y grises, los ruidos de un bar de copas: puertas de heladeras, vidrios entrechocándose, voceos de dos mozos y otros de procedencia inubicable.
Apenas había bebido un par de tragos de su copa. Lo vio de reojo. Era tan alto que no terminaba más de pararse. Una chica que estaba sentada sobre sus piernas cayó encima de los zapatos del gigante y rodó bajo la mesa mientras las otras, tres o cuatro, intentaban permanecer agarradas al trozo de hombre que habían conseguido y del cual -pensó El- esperaban obtener alguna ganancia esa noche. No todas lo lograron.
—¡Vos! —exclamó aquella torre humana ya completamente erguido mientras apuntaba a alguien con el dedo índice de su lejana mano derecha.
El silencio cayó como una piedra en la mesa del gigante y se fue extendiendo por el bar en ondas concéntricas como si el aire se hubiese licuado. Su instinto de supervivencia le aconsejó no mirar de inmediato la escena, pero la vigilaba con el rabillo del ojo, lo que no era suficiente para comprender cabalmente qué sucedía. Levantó su vaso lentamente y comenzó a beber un trago que debía ser largo.
—¡Eh, tú! —insistió el gigante ya sin necesidad de alzar la voz.
Cuando posó su copa en el mostrador los parroquianos que estaban a su alrededor se habían apartado. Movió la cabeza levemente y vio que el índice del hombre, en realidad un joven adulto, con el cabello rubio, lacio y largo hasta los hombros, lo señalaba directamente a la cabeza.
—Salud —dijo levantando su vaso apenas unos centímetros y mirando los ojos azules de aquel ángel-demonio extranjero, aunque no tanto como él en aquel lugar.
—Tú has leído a Bertolt Brecht —afirmó el joven pronunciando ese nombre como El supuso que lo harían los alemanes.
—Sí —respondió.
—¿Y a Günter Grass? —preguntó con aquella extraña pronunciación.
—Un poco, sí.
Algunos murmullos comenzaron a devolverle al bar su ambiente sonoro habitual.
—¿Y vos leíste a Cortázar? —preguntó El sin habérselo realmente propuesto.
El alemán sonrió desde sus más de dos metros y respondió con una graciosa reverencia. La mano que antes señalaba se movió en el aire dibujando un complejo arabesco y terminó deteniéndose sobre una silla. Era una invitación cortés, imprevisible, desencajada en aquel ambiente.
El alemán era austríaco y se llamaba Klaus. Hablaba un castellano comprensible, pero dominaba mucho mejor el inglés y el francés. Tenía 26 años y hacía cinco que había iniciado “el viaje”, como él lo llamaba. Klaus amaba la literatura y la gente, particularmente a las mujeres que, por lo que se veía allí, lo aceptaban con entusiasmo delirante. Había llegado embarcado desde Brasil hacía tres días y aún no había logrado arribar al hotel donde se alojaba el resto de sus compañeros. Lo habían traído desde el puerto hasta este bar y de aquí había salido conducido por varias mujeres que, por no disputárselo, habían decidido compartirlo. Y a la tarde lo traían de nuevo al bar.
Emanaba una energía prodigiosa. Bebía, besaba a todas aquellas que se lo pedían, y hablaba casi sin cesar. Pero todo lo hacía con parsimonia, sonriendo con sus ojos dulces. Era tal su poder de seducción que los hombres rudos de aquel bolichón de mala muerte lo aceptaban como a un ídolo benefactor, como a un amuleto, un fetiche de la buena suerte; como a un santo del mar.
De su pasaje por la India contó cómo los “hombres sagrados” se lavan las tripas en el Ganges y cómo levitan los brahmanes en callejuelas sucias, secas y atestadas de gente indiferente al prodigio. Habló de los niños hojalateros que trabajan 16 horas diarias fabricando biyuterías con la precisión y la velocidad que sólo pueden tener manos pequeñas y no entorpecidas por los años. Dijo que conoció un pueblo en el que cada familia sobrevivía con un kilo de arroz por mes como única comida y que se había enamorado tanto de ese país que sólo pudo irse cuando una “mujer sabia” le ordenó continuar “el viaje" pues “de lo contrario -le advirtió- serás castigado con la muerte por haber traicionado tu destino”.
En Colombia conoció a un fanático estudioso de Rainer Maria Rilke, concebido por dos homosexuales con el propósito utópico de educar integralmente a un ser humano según los principios del filósofo, a quien consideraban su maestro y guía espiritual. El hijo de aquellos idealistas intentaba cumplir con el deseo de sus padres. Por momentos creía que él era un profeta de Jesucristo y erraba por las rutas predicando la segunda llegada del hijo de Dios, bautizando a quienes lograba convencer. Otras veces se encerraba con los textos de Rilke a mano y escribía sin cesar durante semanas.
Klaus lo admiraba porque era una persona buena y, a su manera -dijo-, genial. Por eso no se sorprendió cuando al regresar de uno de aquellos viajes proféticos le dijo que había encontrado documentación acerca de una ciudad indígena perdida en la selva colombiana. Sabía cuántas pirámides había tenido, cómo era su planta urbana y, más o menos, cómo hallarla. Descansó medio día. Cargó con algunos de sus libros y se fue para siempre.
Contó que en Cali la gente baila día y noche y que se invitan solos a las fiestas de sus vecinos; que las mujeres de la Guajira, cobrizas y con vestidos blancos bordados, son de carácter tan firme como las lluvias de agosto y tan dulces como el sonido de las flautas perdidas de su pueblo.
La platea alrededor de la mesa en la que Klaus y El conversaban se renovaba constantemente. Cuando el austríaco comenzó a explicar cuál sería su itinerario africano El hizo amague de irse, pero el gigante lo retuvo.
—No te marches aún, hombre. Si todavía no te he dicho lo que debo decirte —lo detuvo Klaus tomándolo de la muñeca.
-Bueno, pero decímelo rápido porque bebí mucho y ya no estoy seguro de poder recordarlo mañana.
—No importa. Lo recordarás pasado mañana.
Llegó la enésima vuelta de copas: cerveza para Klaus, scotch para El.
—Ahora, cambiemos —dijo Klaus apoderándose del vaso de whisky que bebió de un trago prodigioso. El apenas pudo dar un pequeño sorbo a la cerveza. Le daba asco la efervescencia en el alcohol.
Klaus le puso la mano izquierda en el hombro, se inclinó hacia adelante y le habló al oído. Cuando el taxi arrancó vio por última vez a Klaus, ocupando toda la puerta del bar, quizás sostenido en pie por el abrazo de sus mujeres, despidiéndolo con la mano y cantando, gritando, un verso de una canción de Police: “We could be together, walking on, walking on the moon".
Despertó cuando anochecía, atravesado en su cama y aún vestido.
—Yo también estuve muerto.
La frase que Klaus le susurrara estaba allí, en la puerta de su cerebro, y quería entrar. Pero primero debió ocuparse de que su percepción espacio temporal alcanzara alguna coherencia.
Un par de horas después se sentó a escribir y lo hizo sin pausas, de un tirón. Presentía que se acortaban los plazos.

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