viernes, 5 de marzo de 2010



11


Estaba sentada sobre la cama con las hojas impresas delante, en una pequeña pila. Mientras viajaba en el ómnibus las había mirado sin leerlas, tratando de descifrar cuál sería el orden cronológico de los envíos. Hasta que entendió que cada carta tenía una fecha y entonces colocó la más antigua arriba y las siguientes según las fechas de cada una. No pudo evitar ver palabras sueltas, pero las borró de su memoria: quería aguantarse hasta que nada la distrajera, y lo logró.
La cama de dos plazas, sin respaldo ni piesera, estaba habitualmente deshecha. Mary se había sentado en posición de loto, descalza. Su largo cabello negro y abundante, levemente ensortijado, le caía más abajo de los hombros. No era delgada sino maciza, de musculatura naturalmente firme, muslos fuertes, caderas plenas sin ser anchas y la escasa distancia entre su cintura y su pelvis le daban un gracioso aire informal; era de esas mujeres talladas para los jeans. Creía que había heredado los ojos negros de su madre así como el color de piel, apenas tostado, y la nariz de su padre, una nariz vasca, rotunda, piedra angular de un rostro al borde de lo exótico. Durante la pubertad y parte de la adolescencia había soñado casi obsesivamente con operársela para dejarla pequeña y respingada, deseo que nunca se atrevió a manifestar y que, todavía hoy, aunque mitigado, renacía frente al espejo en los días de bajón.
Comprobó que tenía cigarrillos y un cenicero a mano, y se zambulló. Fue avanzando lentamente en la lectura. Su mirada se regodeaba en cada palabra y la engarzaba fluidamente con la siguiente disfrutando de las imágenes y sugerencias que cada frase hacía posibles. Perdió la cuenta del tiempo y la noción del espacio. Sentía que nunca había leído algo semejante y el hecho de haber rescatado esos textos de la muerte le proporcionaba un sentimiento inequívoco de propiedad. No, nunca nada semejante: eran letras robadas a su autor y a su destinataria y resucitadas por ella, para ella. Llegó a las últimas dos cartas.


From: polygonchirp@ais.dk
Digo; el mundo se va pareciendo cada semana más que la anterior a un registro de catastro: parcelas, propiedades horizontales, padrones -¿por qué no hay matrones?-, delimitaciones, divisorias, retiros... A la gente le está pasando lo mismo. Ya sé que antes también le pasaba, pero ahora nadie -o casi nadie- cree que haya alternativa. No me estoy refiriendo específicamente a vos, ni te incluyo a priori en un lado u otro. Estoy pensando mientras escribo, simplemente. ¿Por qué pienso en esto? Porque me hace bien. Porque necesito elaborar lo que siento. Quiero entender para qué estoy tan solo.
Decía; el riesgo nunca fue una forma de vida masivamente preferida, es cierto, pero hasta hace unos años no era demasiado difícil encontrar bolsones de resistencia, de creación, de caos aparente; zonas desde donde se defendían valores brumosos e inquietantes que nada le debían a ideologías, doctrinas o mandamientos. Era algo así como la asunción de una sospecha. Se sospechaba que se podía ser más y mejor de maneras no contempladas en los catecismos, en los manuales de conducta y buenos modales, en las costumbres toleradas y bien vistas por el vecindario. Y se arriesgaba. Era la vida lo que se ponía en juego, el tiempo vital, el corazón, las huellas digitales. Éramos muchos más que ahora, creo.
O será que me tranqué, me distraje (me gustaría más decir me distraí, pero no me dejan). Quizás los que hacían eso se volvieron viejos sin mí. Antes, la dictadura todo lo peinó, lo emparejó, lo emprolijó, lo reprimió, lo atemorizó, lo desapareció. El miedo triunfó en muchos sí mismos y poquitos, muy poquitos pudieron caminar fuera de las veredas pintadas de blanco, pararse con las puntas de los pies rebasando la línea amarilla. No hay culpa, pero sería injusto no reconocer que sí hubo méritos. Una generación, tal vez y media, fue privada del riesgo. Esa que creció con las alas para abajo y las manos a la espalda. Los otros, los poquitos, sufrieron el achique del espacio de la rebelión. Resistir era hablar, leer, sintonizar la onda corta, pensar que existía la libertad y que era mejor, reírse o putear para adentro, sobrevivir ocultos. Y hacer eso fue hacer tanto que no hay mucho que se le compare.
Y redigo; después se replegó la dictadura y hubo más espacio, más riesgo, caos, creación. Pero la restauración de lo viejo mediatizó el impulso. Otra vez la misma negociación, el mismo consenso, la antigua mediocridad, el vecindario, catecismo, doctrina, táctica, posesiones, correlación, acumular. El aliento de la rebelión volvió al asma, los juanetes, el condón, el paraguas, la pecera, la tracción a sangre, carne y hueso, otra vez y siempre. Por suerte se les cayeron los muros. Entonces muchos héroes se transformaron en garrapatas y la restauración en un chiste grosero, un llanto en la tevé, una cola de arrepentidos que el mercado, aun floreciente, no dio abasto para absorber.
El mercado florece, sí, y los que vendían verdades en el templo allá regresaron cargando sus nuevas pacotillas de confesionario, las sobras de otra basura, ellos mismos. Nadie se hace cargo, sin embargo, del gasto, de los que se gastaron con fe, con buena fe. De los que se gastaron hasta el mango.
Ahora, inerte, la gente cree sinceramente estar mejor, más comunicada, más informada, más alegre.
Lo dicho; es el tiempo del catastro, del registro de los bienes, de volver a pensar en las herencias, los colegios privados, el alambrado, el sí, el caudillo, la delegación representativa, el espejo, asfalto lavado, doble vía. El tiempo, ahora, es algo que pasa a favor, silencioso como un auto japonés, rápido y egoísta como un microondas, seguro como un apartamento con portero, limpio, práctico, aséptico como un camping de hormigón. El bisturí quirofaniza la juventud. La silicona pavlovianiza el deseo. La diferencia se viste de domingo, se pone precio, se alquila, se filma. La rebeldía se terapeutiza a precio de oro. La honestidad se compra en los juzgados. La fraternidad no sube al ómnibus. Las miserias, bien, gracias, creciendo.
Nada nuevo, en fin. La Biblia junto al calefón.
Sólo que quedamos nosotros, los que por milagro sobrevivimos del lado del riesgo, la utopía y el mar abierto. Los remeros. Los tullidos remeros. Sí, aquí estaremos, remando, hasta que otro sueño poderoso, otra aventura incierta nos recoja y nos monte a sus siete velas. Entonces, recién entonces, habremos permanecido. E intentaremos recordar cómo se ayuda a convocar el viento.

From: yquorum@eprat.ru
Nadie sabe cuándo elige un lado, pero sucede. A veces es cuestión de cuna, otras de oportunidad. Pero sucede.
Alguien me mostró su prisión y se fue entre rejas. Ahora, esta misma noche, dormirá como siempre, donde siempre, con quien siempre. Quizás lo haga siendo una tea entre tantas, entre todas, imaginando palmeras y un mar índigo, o que un cielo en llamas arrasa el mundo.
No pude decirle cómo se hace para que el amor no se vuelva una cadena, una condena, un negocio, una gestión, la administración de un stock, un silo donde enmohecen las provisiones acumuladas en los buenos tiempos, los obsesionantes ruidos habituales, el olor ya inolfateable, el tacto esperado y documental, el hormigonado cable a tierra; sin esperanza, el déjà vu.
No pude decir porque no pude ser; nunca pude. Porque no pude conseguir un empleo público. Uno tranquilo, aunque no fuese de esos ñoquis. Tal vez entonces hubiese tenido una vida distinta, una mujer hacendosa y con las obviedades igualmente claras. Un casamiento familiar, humilde y emotivo, pancilleno. La casita, el esfuerzo sostenido, el mate y el prematuro silencio, la sobriedad del destino asegurado mientras pasa el tiempo, un par de hijos oportunos, el hábito de la ropa planchada, el autito para pasear por la rambla tan despacio como la vida lo permitiera, mirando, mirando sin querer ver esa otra gente endomingada, naturalmente, la puesta de sol por la espalda. Nunca pude. Porque no tuve una vida sin comentarios; esa felicidad, aunque fuese en tiempo compartido; presencia de espíritu, coraje para aceptar la intrascendencia. Sí, lo hubiese preferido. Yo usaría una remera verde y blanca, un pantalón beige y zapatos marrones, de lazo y muy bien lustrados, y ella tendría una impecable cesta de mimbre y mis hijos pequeñas y bellas bicicletas.


Despertó como si le hubiese explotado una bomba en la cabeza. Se había quedado dormida yendo y viniendo, vagando por aquellas letras, releídas en orden al principio y después saltando de una carta a la otra, de una frase a una palabra, juntando, separando, mezclando, bordando sobre seda y arpillera caprichosos dibujos, ensueños como espirales, túneles y pasadizos secretos, laberintos imposibles. Tomó el teléfono y simplemente marcó el número. Cuando del otro lado sonó por sexta vez tuvo el reflejo de mirar el reloj despertador con números rojos y luminosos que marcaba las 2:37. Quiso colgar pero en ese momento Ana atendió.
—Hola, habla Mary. Por favor, perdoname, no me había dado cuenta de la hora que es.
—¿Mary? Mmmhh... ¿Qué pasa? —respondió Ana con voz adormilada.
—No, no pasa nada, perdoname. Hablamos mañana. Chau, chau.
Colgó sin esperar respuesta y se quedó un momento mirando el teléfono como si el aparato fuese una cucaracha. Había despertado con el desesperado temor, el miedo en carne viva de que Ana fuese a tirar, esta vez definitivamente, una futura carta. Ni lo pensó; actuó como un bombero de la guardia nocturna salta dentro de sus botas cuando escucha la alarma. Quería decirle a Ana que no borrara ninguna carta antes de pasársela, pero por suerte no lo hizo, pensó; y en ese momento se dio cuenta de que había concebido un plan y decidido ejecutarlo sin poder identificar el camino consciente que la había llevado a ese punto. Sabía que era irreversible, que lo haría aún a pesar de los reproches morales que ya se estaba haciendo y al mismo tiempo relegaba al cajoncito del alma donde se guardan las picardías, grandes y chicas, todas entreveradas en una orgía libertaria y sin arrepentimiento.
Tendría que inventar alguna excusa creíble para esa torpe llamada y pensar la forma más natural de pedirle a Ana el traspaso de las cartas.
Mary casi no durmió esa noche, y en los días siguientes actuó sin contemplaciones, de modo que aún no había pasado una semana y ya había solucionado los principales obstáculos: había sacado un crédito social y comprado una computadora, ya tenía su cuenta de correo electrónico y, lo más difícil, había convencido a Ana de que le rebotara las cartas en vez de tirarlas. Usó un argumento algo extraño, pero fue el mejor de los que se le ocurrieron: esas cartas le habían dado la idea de empezar a coleccionar anónimos para después analizarlos desde el punto de vista literario.
—Pensalo ­—le había dicho a Ana mientras tomaban un cortado en la cafetería del canal—, ¿quién no ha recibido algún anónimo en su vida? Desde los billetitos con declaraciones de amor en la escuela, los más procaces del liceo, los amenazantes, los chismosos, los grafitti, que también son anónimos; no sé, hay tantos y tantos. Lo que tengo que hacer es hablar con todo el mundo y decirles que estoy coleccionando anónimos, que en vez de tirarlos o guardarlos me los cuenten.
Ana la miró con cierta mezcla de preocupación y escepticismo, pero decidió seguirle la corriente. Creyó percibir en la idea de su amiga un intento de revincularse con su vocación, con su pasión; un intento con mucho de quimérico -valoró Ana-, pero intento al fin. La conmovió, además, descubrir que Mary poseía una fuerza imaginativa capaz de concebir y creer en un proyecto que a ella le parecía tan descabellado, y sintió algo parecido al respeto, a lo que se siente ante un profeta convencido, un iluminado inofensivo, esos en quienes no se cree pero, por la dudas, se escucha de cotelete. Prometió pasarle sistemáticamente las cartas, si es que seguían llegando.
­­—No crezcas nunca, Mary —pensó, aunque dijo—: ¡¡...y bienvenida al mundo virtual de internet y el correo electrónico!!Pero Mary tenía otro objetivo más ese día; todas las presentaciones del programa que saldría al aire esa semana serían grabadas media hora más tarde y aún no había terminado el texto de introducción de la nota sobre el último desfile de un estilista griego en Roma. Era su única oportunidad si no quería dejar pasar otra semana en blanco.

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